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Decidido, Theodore siguió ordeñando.

– Le dije que, cuando viniese aquí, yo no tendría tiempo de transportarla a la escuela cuando el tiempo fuese malo. Tengo tareas para ti.

– ¡Pero cuando llegue allá estará empapada!

– Dile a la abuela que le busque un impermeable.

Kristian apretó los labios y reanudó con vehemencia el ordeño.

"Maldito sea el viejo. No me necesita y él lo sabe. Puedo emplear diez minutos para llevarla a la escuela." Pero sabía que no tenía sentido insistir.

Linnea ya estaba vestida para ir a desayunar cuando oyó los pasos de Kristian que subía los peldaños de dos en dos. En la puerta sonaron dos golpes fuertes y cuando abrió lo encontró en el rellano, sin aliento.

Por segunda vez esa mañana tenía esa expresión que le advirtió a Linnea la conveniencia de mantener la relación muy impersonal.

– Ah, hola. ¿Llego tarde al desayuno?

– No. La abuela está sirviéndolo en este momento- Yo… ehhh. -Se aclaró la voz-. Sólo quería que supiera que yo la hubiese llevado a la escuela si pudiera, pero papá dice que me necesita enseguida después del desayuno. Pero la abuela ha conseguido un impermeable para que se lo ponga. Y también un paraguas.

– Bueno, gracias, Kristian, te lo agradezco.

Le sonrió otra vez, tratando de demostrarte su aprecio sin darle alas.

– Bueno, yo… eh… tengo que lavarme. La veré abajo.

Cuando Linnea cerró la puerta, apoyó la espalda en ella y soltó un enorme suspiro. Dios, este era un problema que no había previsto. Por el amor de Dios, Kristian era su alumno. Si la atracción del muchacho hacia ella seguía aumentando, ¿cómo lo manejaría? Si bien era un muchachito dulce y atractivo, a fin de cuentas no era más que un niño, y todo lo que podía ofrecerle era la misma simpatía que a los demás alumnos.

Aun así no pudo evitar conmoverse ante la galantería flamante del muchacho, su evidente nerviosismo y el hecho de que hubiese pedido permiso para llevarla a la escuela. Tampoco podía evitar resentirse por la negación de ese permiso.

Unos minutos después, en el desayuno, observó con disimulo a Theodore- Tenía la esperanza de que la rudeza de la noche pasada hubiese sido la última, pero al parecer no era así. Bueno, si uno podía ser grosero, dos también.

– Hoy hay mucha humedad para trabajar en el campo. No hay motivo para que Kristian no pueda ir a la escuela.

Theodore dejó de masticar y le clavó una mirada severa, mientras ella seguía untando dulce de frambuesas sobre la tostada con un aire de lo más inocente.

– Kristian n'irá… no irá hoy a la escuela. Tenemos otras cosas que hacer, además de segar trigo.

La muchacha lo miró, severa, y apretó los labios como las cuerdas del cierre de un bolso. Las miradas se encontraron y chocaron durante largos segundos, hasta que ella, sin decir palabra, tiró la tostada sobre los huevos fritos, la servilleta sobre la tostada y se levantó de la silla. Mientras subía furiosa la escalera, hizo todo el ruido que pudo.

Tras ella fueron las miradas atónitas de John, Kristian y Nissa, pero Theodore siguió comiendo los huevos con tocino, imperturbable.

Menos de quince minutos después, Kristian la vio marchar con dificultad por el camino, bajo la llovizna, y volvió a desear poder ir con ella.

Todavía anhelante, colocó los arneses a Cub y a Toots y subió al asiento de la carreta para esperar a su padre en airado silencio. Estornudó dos veces, se encorvó hacia delante y clavó la vista al frente cuando Theodore salió de la casa cubierto con un impermeable de goma negra y el estropeado sombrero de paja. El asiento de la carreta se inclinó cuando subió a él y Kristian volvió a estornudar.

– ¿Has pillado un resfriado, muchacho?

Kristian no quiso contestar. ¡Qué diablos le importaba sí había pillado un resfriado! No le importaba nadie más que él mismo.

Antes de que su padre se sentara, el muchacho lanzó un agudo silbido y restalló las riendas con más fuerza de la necesaria. Los animales salieron disparados, haciendo caer bruscamente a Theodore sentado. Lanzó una mirada a su hijo, pero Kristian, furioso, se bajó más el sombrero sobre los ojos, encorvó los hombros y fijó la vista en las varas.

El día, húmedo y triste, armonizaba con su ánimo. Los caballos caminaban trabajosamente en medio del campo empapado, descolorido, despojado de vida en movimiento. Esos campos ya segados tenían un aspecto melancólico y los tallos recortados parecían mechones de pelo de un perro amarillo viejo. Las espigas que aún no estaban cortadas se inclinaban bajo el peso de la lluvia como las espaldas de ancianos cansados que tuviesen que enfrentarse a otro duro invierno. Cuando Kristian no pudo seguir más en ese silencio pétreo, por fin le espetó sin preámbulos:

– ¡Tendrías que haberme dejado llevarla a la escuela!

Theodore observó a su hijo con cautela y vio el gesto de rebeldía que se manifestaba hasta en el perfil, con los labios apretados de disgusto. ¿Cuándo había aprendido el muchacho a ser tan insistente en su actitud caballeresca hacia la maestra?

– Desde el primer día le dije que aquí no cultivaba flores de invernadero.

Kristian le dirigió al padre una mirada seria.

– ¿Qué tienes contra ella?

– No tengo nada contra ella.

– Bueno, por el demonio, es evidente que no te agrada.

– Será mejor que cuides la lengua, ¿eh, muchacho?

En el semblante del chico apareció una expresión de intolerancia y disgusto.

– Oh, vamos, pa, tengo diecisiete años y si…

– ¡No, tuavíano!

Llevado por la ira, Theodore comprendió que había cometido un error y eso lo irritó más aún.

– Dentro de dos meses los tendré.

– Entonces supones que estará bien soltar una ristra de maldiciones, ¿eh?

– Decir demonio no es, precisamente, soltar una ristra de maldiciones. Además, un hombre tiene derecho de maldecir si está furioso.

– Ah, conque un hombre, ¿eh?

– No me preguntas eso cuando me mandas a hacer un trabajo de hombre.

La verdad de la afirmación irritó más todavía al padre.

– ¿Qué es lo que te tiene tan picado? Y dame las riendas. No’stás… no estás haciéndole ningún bien a las bocas de los caballos.

Le arrebató las riendas de las manos y el muchacho se quedó con la vista fija entre las orejas de los animales. La humedad se condensaba en el ala curvada del sombrero y le goteaba sobre la nariz.

– Nunca me lo preguntaste, pa. Nunca me diste la posibilidad de decidir si iba o no a la escuela. Quizás es ahí donde querría estar en este momento.

Theodore lo había visto venir y decidió afrontarlo.

– ¿Para estudiar?

– Claro que para estudiar. ¿Para qué otra cosa, si no?

– Dímelo tú. -Kristian echó un agudo vistazo a su padre, luego fijó la vista en el brumoso horizonte y tragó con esfuerzo. Theodore lo observó y evocó claramente los dolores del crecimiento. Obligándose a mantener la voz serena, preguntó sin rencor-: Sientes algo por la maestra ¿no es así, muchacho?

Sorprendido, Kristian le lanzó otra mirada, se encogió de hombros y volvió otra vez la vista adelante.

– No lo sé. Puede ser. ¿Qué dirías si fuese así?

– ¿Decir? No puedo decir gran cosa. Sentimientos son sentimientos.

Como esperaba una explosión, la calma de su padre lo sorprendió. Suponiendo que encontraría reticencia en él, el toparse con su aparente buena disposición para hablar lo pilló desprevenido. Pero ellos nunca hablaban… al menos no de cosas como esa. Era difícil encontrar las palabras, en los últimos tiempos Kristian se sentía confundido por muchas cosas.

Su ira disminuyó bastante y gran parte de su confusión juvenil se reflejó en la voz- ¿Cómo puede uno saberlo?

– No sé si puedo contestar eso. Supongo que es diferente para cada persona.