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– No puedo dejar de pensar en ella, ¿sabes? Por ejemplo, cuando estoy acostado en la cama, de noche, pienso en algo que ella dijo, en el aspecto que tenía durante la cena y se me ocurren cosas que quisiera hacer por ella.

Theodore comprendió que, si bien estaba enamorado, el sentimiento era bueno y sería mejor pisar el terreno con delicadeza.

– Es dos años mayor que tú.

– Lo sé.

– Y, además, tú maestra.

– ¡Lo sé, lo sé!

Kristian se miró las botas. El agua caía desde el ala del sombrero y la lluvia le mojaba la nuca.

– Ha sido bastante rápido, ¿no? Hace sólo un par de semanas que está aquí.

– ¿Cuánto tiempo llevó en el caso de mí madre y tú?

¿Qué podía contestar? No cabía duda de que si el muchacho hacía esas preguntas era porque estaba creciendo. La verdad era la verdad y él tenía derecho a saberlo.

– No mucho… eso te lo aseguro. La vi allí de pie, en ese tren, junto a su padre, con ese sombrero del color de la manteca y prácticamente ya no volví a mirar a Teddy Rooseveit.

– Entonces ¿por qué no crees que a mí me haya pasado tan rápido?

– Pero no tienes más que dieciséis años, hijo.

– ¿Y tú cuántos años tenías?

Los dos sabían la respuesta: diecisiete. Dos meses después, Kristian tendría, precisamente diecisiete. Llegaría antes de que ninguno de los dos estuviese preparado.

– Pa, ¿cómo era cuando supiste lo que sentías por mi madre?

"Como anoche, cuando miré a la pequeña señorita subida a la montura." Para consternación de Theodore, la respuesta llegó de inmediato y no lo encontró mejor preparado que para la inminente hombría del hijo.

– ¿Cómo era? -La sensación vivía en él, nueva y fresca-. Como un fuerte puñetazo en el estómago.

– ¿Y crees que ella sintió lo mismo?

– No lo sé. Ella decía que si.

– ¿Decía que te amaba?

Un poco avergonzado, Theodore asintió.

– Y entonces ¿por qué no se quedó?

– Lo intentó, hijo, en serio. Sin embargo, desde el principio odió este lugar. Daba la impresión de que estaba todo el tiempo triste, y después de tu nacimiento empeoró. No era que no te amara, te quería. En mitad de la tarde, la encontraba acostada a tu lado, en la cama. Había estado jugueteando con tus pies, hablándote, arrullándote. Pero, por debajo, era pura tristeza, como suele pasarles a las mujeres después del parto. Al parecer nunca se recuperó. Cuando tenías un año, seguía mirando los trigales y decía que ver el trigo ondulando, ondulando, la volvía loca. Decía que no había ningún ruido. -Agitó la cabeza, desconsolado- Ella nunca se esforzó por escuchar. Para ella, ruidos eran los que hacían los tranvías y los coches a motor que traqueteaban sobre las calles adoquinadas, los gritos de los vendedores ambulantes, el martillear de los herreros y el silbato del tren que atravesaba la ciudad. Nunca oía el viento en los álamos, ni las abejas zumbando en los arbustos. -Theodore miró la vasta pradera con los ojos enlomados-. Nunca los oía, en absoluto.

"Odiaba el modo en que se movía el trigo; decía que después de un rato lo odiaba más que viajar en aquel tren, con su padre. Vi cómo se extinguía la chispa en ella, cómo desaparecía la risa y lo supe… -Contempló los riachuelos de lluvia que se deslizaban por el impermeable mojado. -Bueno, supe que yo no era la clase de hombre capaz de devolvérsela. Aquella noche que bailamos y charlamos, en Dickinson, ella me creyó alguien que yo no era. Para ella fue como una especie de cuento de hadas, pero esto era real y nunca logró acostumbrarse.

Kristian estornudó. Sin hablar, Theodore levantó una cadera, sacó un pañuelo y se lo dio. Después que se hubo sonado la nariz, prosiguió:

– No hacía más que contemplar los trigales e iba poniéndose cada vez más triste, más callada y pronto tenía los ojos turbios y… bueno, muy diferentes de como eran el día que la vi por primera vez, en aquel tren. Luego, un día se fue. Sencillamente se fue.

Apoyó los codos en las rodillas y sacudió la cabeza, triste.

– Ah, ese día… Nunca olvidaré ese día- Creo que fue el peor de mi vida. -Apartó el recuerdo y siguió, en tono neutro-. Se fue… pero nunca me convencí de que nos dejaba a nosotros sino a este lugar. Le dolió dejarte. Lo decía en una nota. Dile a Kristian que lo amo, decía. Díselo cuando sea lo bastante mayor.

Aunque Kristian ya lo había oído, el corazón se le ensanchó. Siempre comprendió que su familia sin madre era diferente de las de sus primos y compañeros de clase y. aunque no había conocido el amor maternal, siempre estuvo Nissa. Sin embargo, de golpe echó de menos a la madre que no había conocido. En ese momento, al borde de la virilidad, deseó tenerla para hablar con ella.

– Tú… tú la quisiste, ¿no es cierto, pa?

Theodore suspiró y siguió con la vista fija en las grupas de los animales.

– Oh, claro que la quería -respondió-. Hay ocasiones en que un hombre no puede evitar amar a una mujer, aunque no sea la apropiada.

Siguieron andando en silencio en medio del día lloroso y las últimas palabras de Theodore reverberaron en la mente de los dos. Y, si esas palabras evocaron a Linnea y no a Melinda, ninguno de los dos podía controlarlo.

Por fin llegaron al yacimiento de carbón de Zahí. Theodore detuvo la carreta junto a la balanza y frenó a los caballos con la vieja palabra noruega que, en esa ocasión, por algún motivo era reconfortante.

– Pr-r-r- -ordenó y la onomatopeya se fundió con la lluvia que caía, expresando el ánimo provocado por la historia.

No había nadie. Los rodeaba el olor del carbón húmedo y el gotear del agua. Theodore se volvió hacia el hijo, le apoyó una mano en el hombro y dijo:

– Bueno, estoy de acuerdo en que ella es bonita, lo admito. -De golpe, cambió de talante-. Hemos llegado. ¿Estás dispuesto a cargar ocho toneladas de carbón, muchacho?

Kristian no lo estaba: a cada momento se sentía peor. Los estornudos se sucedían uno tras otro; eso parecía una carrera a ver quién goteaba más rápido, si el sombrero o la nariz.

– Nu'ay mucha alternativa, ¿cierto?

Theodore le reconvino con suavidad:

– La expresión nu'ay no existe, muchacho.

Saltó fuera de la carreta y fue a buscar al viejo Tveit para que la pesara y pudiesen empezar a cargarla.

El extenso terreno que había provocado semejante depresión a Melinda Westgaard, hasta el punto de obligarla a abandonar a su marido, estaba tan lúgubre como ella lo veía en el más melancólico de sus días. La lluvia caía sobre los planos yacimientos de carbón de Zahí y ni un árbol rompía la monotonía del horizonte vacío. En un sentido estético, la naturaleza no había sido muy generosa con Dakota del Norte. Pero, si bien la había despojado de árboles que pudiesen usarse como valioso combustible, en cambio le había dejado algo: carbón. Un yacimiento de más de setenta y dos kilómetros cuadrados de blando lignito, tan accesible que al hombre le bastaba con apartar la fina cubierta de suelo superficial y recoger el combustible con azadones y palas.

Así lo recogieron Theodore y Kristian ese húmedo día de septiembre.

El tiempo era tan inhóspito que el viejo Tveit no había enganchado siquiera su yunta a la excavadora y ahí estaba, inmóvil, acumulando agua de lluvia en el hueco.

Trabajando lado a lado con su padre, Kristian se detenía a menudo para sonarse la nariz y estornudar. El frío húmedo le trepaba por las piernas y se le colaba dentro del impermeable. Tenía el cuello empapado y un temblor lo sacudía hasta los huesos.

Para cuando terminaron de cargar la carreta, se sentía muy mal, y todavía lo esperaba un trayecto de media hora hasta la casa. Mucho antes de llegar, ya se sentía agotado de tanto estornudar. El pañuelo húmedo le había dejado la nariz en carne viva y los escalofríos le sacudían el cuerpo.

A mitad de camino, un sol tímido comenzó a separar las nubes asomando como un ojo amarillento, pero no bastaba para darle calor.