– Kristian se ha resfriado. Por eso no ha venido a ayudarme a descargar el carbón.
Linnea giró la cabeza, pero él miraba hacia delante y no dijo nada más. Qué raro que se hubiese creído obligado a explicar por qué había ido solo. Trató de pensar en algo para llenar la brecha, pero sus procesos de pensamiento estaban embarullados por el recuerdo del agua deslizándose por el vello del pecho.
– Oh, pobre Kristian. Es una época del año demasiado bella para pillar un resfriado, ¿no es cierto?
Con un imperceptible giro de la cabeza, Theodore vio cómo la muchacha contemplaba el paisaje, aspirando con avidez el aire lavado, como si cada inhalación fuese una bendición. Se le ocurrió que contemplaba el trigo de una manera muy diferente a la de Melinda.
De regreso en la casa, detuvo el vehículo cerca del molino. Una brisa suave hacía girar las aspas y una tabla suelta golpeaba rítmicamente sobre sus cabezas. Linnea echó atrás la suya para mirar.
– El molino tiene algo tranquilizador, ¿no cree?
– ¿Tranquilizador?
La mirada de Theodore siguió la misma trayectoria.
– Ahá. ¿No le parece?
Theodore siempre lo había pensado, pero nunca se atrevió a decirlo por temor a parecer tonto,
– Supongo que sí -admitió, incómodo por la cercanía de la muchacha.
– He visto que John plantó campanillas alrededor de su molino -recordó mientras ambos seguían mirando las aspas que giraban y, detrás, el cielo teñido del mismo azul vivido que las flores de John.
– Recuerdo que John y yo ayudamos a papá a construir este.
La mirada de Linnea bajó por la torre y lo descubrió todavía mirando hacia arriba. Se entretuvo en pensar qué aspecto tendría en aquel entonces, que seguramente sería la época anterior a la plena madurez, antes de tener patillas y músculos y el susceptible despego del que hacia gala casi siempre. Ahora, con la barbilla alzada, la mandíbula tenía el ángulo de un bumerán. Los labios estaban un poco entreabiertos, miraba hacia el cielo con los ojos enlomados y las finas líneas blancas de las comisuras quedaban ocultas. Las pestañas eran largas como la hierba de la pradera, renegridas, y proyectaban rígidas sombras en la mejilla.
– Ahh… hermoso-
– Melinda siempre decía… -Cerró la boca de golpe, bajó bruscamente la cabeza y le dirigió una cautelosa mirada de soslayo. El placer había desaparecido de su semblante-. Tengo que fijar esa tabla suelta -farfulló.
Ató las riendas y bajó de un salto por el costado de la carreta.
Linnea se bajó tras él y se quedó parada, con el cuaderno apretado contra el pecho.
– ¿Quién es Melinda?
Sin mirarla, se atareó aflojando los arneses para que los animales pudiesen beber.
– Nadie.
La muchacha pasó la uña del pulgar sobre la cubierta roja del libro y meció suavemente los hombros.
– Ah… Melinda siempre decía. Pero ¿Melinda no es nadie?
Theodore se arrodilló para hacer algo bajo la barriga de uno de los caballos. En su coronilla el cabello estaba aplastado, desordenado, opaco por el polvo del carbón y todavía húmedo en la sien y la nuca. Linnea quiso tocarlo para animarlo a confiarse, pero él dedicó mucho tiempo a rumiar la decisión. Por fin, se puso de pie.
– Melinda era mi esposa -admitió, aún sin mirarla a los ojos, mientras forcejeaba con una correa bajo la mandíbula del caballo,
Los hombros de la muchacha se quedaron quietos.
– Y Melinda siempre decía…
Su mano se aquietó, con los dedos bien separados sobre el cuello tibio de Cub. Esa mano, casi tan oscura como la piel del alazán, atrajo la mirada de Linnea y le pareció más ancha de lo que la recordaba y más fuerte.
– Melinda siempre decía que los molinos eran melancólicos -dijo en voz queda.
En la mente de Linnea brotaron innumerables preguntas, mientras oía el ruido que hacia la tabla suelta allá arriba. Con su hombro pegado al de Theodore veía los dedos romos peinar, distraídos, la crin de Cub. Se preguntó qué haría si ella cubría la mano de él con la suya, pasaba un dedo por la curva interna del pulgar, donde la piel estaba áspera por años de trabajo duro. Claro que no podía hacerlo. ¿Qué pensaría él? ¿Qué era lo que la hacía pensar cosas tan alocadas con respecto a un hombre de esa edad?
– Gracias por decírmelo, Theodore -le dijo en voz suave y luego, avergonzada, se volvió hacia la casa.
Mirándola, él se preguntó si existiría otra mujer que pudiese darle la espalda a un tema sin hacer más preguntas. Y supo que ella lo veía como un hombre, del mismo modo que él la veía como una mujer. ¿Mujer? Una chica de dieciocho años casi no era una mujer. Ese precisamente, era el problema.
Esa noche, durante la cena, Kristian estuvo ausente, pero Línea anunció:
– He decidido visitar las casas de todos mis alumnos. El inspector Dahí me dijo que debía tratar de conocerlos a todos personalmente.
Theodore la miró a la cara por primera vez desde que habían estado en el aula.
– ¿Cuándo?
– En cuanto me inviten. Mandaré cartas con los niños, diciéndoles que me gustaría conocer a las familias y luego esperaré a ver qué pasa.
– Es época de cosecha. No verá a los hombres, salvo que vaya al anochecer.
La muchacha se encogió de hombros, miró a Nissa y a John y luego otra vez a Theodore.
– En ese caso, conoceré a las mujeres. -Se metió en la boca una cucharada de caldo, tragó y añadió-: O iré después de que oscurezca.
Theodore concentró la atención en el cuenco de sopa y ella lo imitó. Durante unos minutos, todo fue silencio y luego, para sorpresa de la joven, él habló de nuevo:
– ¿Espera quedarse en las casas a cenar?
– Bueno, no lo sé. Creo que, si me invitan, me quedaré.
Sin apartar la atención de la sopa, Theodore declaró:
– En esta época oscurece temprano. Necesitará un caballo.
Lo miró, sorprendida.
– ¿Un… un caballo?
– Para montar.
La miró a los ojos, pero apartó la vista de inmediato.
– Si los niños pueden caminar, yo también.
– Clippa estaría bien -prosiguió, como si ella no hubiese hablado-
– ¿Clippa?
John y Nissa observaban la conversación con interés mal disimulado.
– Es el mejor caballo que tenemos para montar. Cálmese.
– Ah.
De pronto, Linnea cobró conciencia de que tenía las manos apretadas entre las rodillas y que no había vuelto a tomar la cuchara. Con un ademán brusco, la levantó y la hundió otra vez en la sopa de verduras, al tiempo que resonaba en su mente la expresión flor de invernadero.
– ¿Alguna vez ha montado a caballo? -Preguntó Theodore- Se aventuraron a un rápido intercambio de miradas.
– No.
Él estiró la mano, pinchó una rebanada de pan con el tenedor, lo unió con manteca y no volvió a mirarla.
– Después de la cena, vaya a la talabartería y le enseñaré.
Mientras iba hacia el cobertizo, aún quedaba un poco de luz desvaneciéndose en el cielo. A través de la pradera distinguió la silueta del molino de John y desde lejos, llegó el mugido de una vaca. Las gallinas ya se habían instalado para pernoctar y empezaba a sentirse el fresco de la noche.
La puerta exterior del establo estaba abierta y, al entrar, se topó con olores mezclados, agradables y fecundos, que ya le eran familiares.
– Hola, aquí estoy -dijo en voz alta, asomándose por la entrada de la talabartería pero sin entrar.
Theodore estaba de pie junto a la pared, estirándose para tomar un elemento de los arneses. Estaba vestido como antes, con pantalones negros, una camisa de franela roja, tirantes y sin sombrero. Miró sobre el hombro, bajó un cabestro y se lo dio.