– Tenga. Usted llevará esto.
Sacó las dos monturas más pequeñas del caballete, hizo un gesto con la cabeza hacia la puerta y dijo:
– Vamos.
– ¿A dónde?
Linnea lo precedió hacía la parte principal del cobertizo, mirándolo interrogante sobre el hombro.
Theodore esbozó el atisbo de una sonrisa.
– Primero tenemos que ir a buscar al caballo.
Dejó la montura en el suelo, hizo un lazo con una traílla que tenia en la mano y le ordenó:
– Tome ese cubo.
Linnea tomó un cubo galvanizado con avena y lo siguió fuera al crepúsculo penumbroso y cruzaron el corral del cobertizo, con su fuerte olor a estiércol y tierra húmeda. El hombre abrió una larga puerta de madera, la dejó pasar y luego la cerró tras ellos. Ya estaban sobre suelo más firme, donde crecía una corta hierba amarilla. A poca distancia de una cerca de alambre de púas se agrupaba una docena de caballos que pastaban. Theodore lanzó un agudo silbido entre dientes y las cabezas de los animales se alzaron a una. Ninguno de ellos dio un paso.
– ¡Clippa, ven! -gritó, parado detrás de Linnea con la brida colgando a la espalda.
Sin prestarle atención, los caballos estiraron los cuellos y siguieron mordisqueando la hierba.
– Creo que ha perdido práctica -bromeó la muchacha.
– Inténtelo usted, pues.
– Está bien. ¡Clippa! -Inclinándose adelante, chasqueó los dedos-. ¡Ven aquí, muchacho!
– Clippa es una chica -le informó, con gesto agrio.
Linnea se enderezó y abrazó el cubo con ambas manos.
– Y bueno, ¿cómo iba a saberlo?
Theodore sonrió, burlón:
– Basta con mirar.
– Nací y me crié en la ciudad.
Tras ella, oyó el fantasma de una risa y sobre su hombro asomó un largo brazo.
– Cub -le observó, señalando al gran alazán de tiro que Línea nunca había mirado con detenimiento-. Él es muchacho.
Esta vez lo observó con atención, y sintió que las mejillas se le arrebolaban como las estrías de color que quedaban en el cielo, antes aún de que Theodore retirase el brazo.
– Clippa, ven aquí, muchacha -intentó de nuevo-. Discúlpame si te he ofendido. Estoy segura de que, si te acercas, Theodore no te hará daño con esa cuerda que tiene oculta a la espalda. Lo único que quiere es llevarte al cobertizo.
El animal seguía declinando la invitación.
"Novata", pensó Theodore divertido, viéndola inclinada hacia delante, hablándole a la yegua como si fuese uno de sus alumnos y seguramente temerosa de que, al fin, el animal decidiera acercarse.
Recorrió con la vista la espalda esbelta y las caderas. "Sin duda, podría enseñarle muchas cosas", reflexionó "y no sólo cómo atrapar caballos."
La muchacha se enderezó y afirmó, petulante:
– No quiere venir.
– Golpee el asa del cubo -le murmuró el hombre, casi en el oído.
– ¿En serio? -Giró la cabeza sorprendiéndolo y estaban tan próximos que la sien de Linnea casi chocó con el mentón de él. La cercanía le hizo dar un brinco al corazón-. ¿Eso resultará?
– Inténtelo.
– Ten, Clippa, ven, muchacha.
Al primer ruido de choque metálico, el caballo se acercó trotando con la nariz al aire, balanceando la cabeza. Cuando hundió la boca en el balde, pilló desprevenida a la novata y la empujó hacia atrás, contra Theodore. En ademán instintivo, este alzó las manos para sujetarla y rieron juntos, viendo al caballo hundir la nariz aterciopelada en el cereal. Pero, cuando las risas cesaron y Linnea miró sobre el hombro, Theodore percibió la tibieza que se filtraba a través de las mangas. Bajó las manos con puntillosa presteza y la rodeó para aferrar la brida de Clippa y pasarle la correa de guía.
Uno a cada lado de la yegua, la llevaron al cobertizo. Dentro, las sombras se habían intensificado. Theodore encendió la lámpara y la colgó del techo para concentrarse en la lección, en lugar de pensar en esa muchacha que era capaz de distraerlo con demasiada facilidad. De pie cerca de él, observaba con atención, frunciendo el entrecejo y asintiendo a medida que él le explicaba.
– Antes de empezar, amarre siempre al animal porque con los caballos nunca se sabe. A veces no les gusta la cincha o el bocado y se ponen tercos. En cambio, si están amarrados, no se'an… no se van a ni un lado.
– A ningún lado. Siga.
Le lanzó una mirada suspicaz: al parecer, no era consciente de haberlo corregido. Estaba concentrada en la lección que estaba recibiendo.
– A ningún lado -repitió, obediente, para luego continuar-. Acuérdese de colocar bien la manta, pasando la cruz, de modo que abarque toda la montura, y no se resbale. -Después de haberla acomodado, se apoyó en una rodilla, pasó una faja sobre el asiento de la montura y levantó la vista-. Cuando arroje la montura encima, cerciórese de que la cincha no esté retorcida por debajo, pues, en ese caso, tendría que quitarla y volver a colocarla. Supongo que no querrá hacerlo dos veces, puesto que será la parte más difícil para usted. -Indicó con la cabeza a Clippa-. No es tan alta como otros caballos, de modo que podrá manejarla.
Se enderezó con la montura en la mano y la tiró sobre la yegua como si no pesara más que la manta.
– Tome la correa de la cincha… -Se agachó y con la mejilla apoya da en el flanco del animal pasó la mano a través de la panza-… y pásela por esta argolla; luego hacia arriba por la montura, tantas veces como sea necesario, hasta que sólo quede un largo suficiente para atarla. Se ata aquí arriba… mire. -Linnea se acercó un poco más-. Primero llévela hacia atrás, después alrededor y después pásela a través. Procure que el nudo quede siempre plano, ¿ve?, y luego déle un tirón.
Bastaron unos pocos movimientos diestros y el nudo quedó hecho. Un fuerte tirón lo ajustó y después metió debajo el extremo suelto.
– Ya está. ¿Cree que puede hacerlo?
Cuando bajó la vista, la descubrió observando el nudo con expresión abatida.
– Lo intentaré.
Theodore invirtió el proceso y luego se apartó para observar. Era la primera vez que la veía tan nerviosa. Como él había pasado su vida familiarizado con los caballos, no recordaba que podían resultar intimidatorios.
Sonrió con disimulo viéndola acercarse cautelosamente a Clippa.
– Ella sabe que usted está aquí. No tiene sentido que ande a hurtadillas
– Es grande, ¿eh?
– Con respecto a los caballos en general, no. No tenga miedo. Es buena.
Pero, cuando estiró la mano bajo la barriga de Clippa, la yegua notó algo extraño y se apartó de costado, girando el ojo para ver quién era.
Linnea saltó hacia atrás.
Al instante, Theodore se adelantó, tomó la brida y frotó la frente de la yegua.
– Pr-r-r.
El sonido suave tranquilizó al animal. Linnea vio que el pellejo castaño de la yegua se estremecía y trató de dominar el miedo al ver lo fácil que había sido para Theodore calmarla. Sin soltar la brida, con expresión más suave, el hombre dijo:
– Usted es desconocida para ella. Necesitaba observarla un poco primero. Siga. Ahora se quedará quieta.
Así fue, aunque Linnea hizo el segundo intento con gran precaución, estirando la mano bajo la voluminosa barriga. Sin embargo, todo iba sin dificultades hasta que llegó el momento de hacer el nudo. Lo intentó una y dos veces, hasta que levantó la vista con expresión contrita.
– Se me ha olvidado.
Theodore le enseñó otra vez cómo se hacía. Parada junto a él, observaba los dedos fuertes y tostados que plegaban el cuero como él quería: los anchos pulgares aplastaban el nudo antes de pasar por abajo la punta de la correa y darle el tirón final.
Cuando se acercó otra vez a la montura, los brazos de ambos se rozaron. Ninguno de los dos habló mientras ella tomó la cincha y empezó a deshacer lo que había hecho Theodore, estudiándolo con atención. Él notó que metía la lengua entre los dientes, concentrada en lo que estaba haciendo. Hizo un falso comienzo y maldijo por lo bajo.