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– Tendrá que venir a mi casa hasta que pueda aclarar esto -se lamentó Westgaard. chasqueando las riendas y haciendo girar a los caballos.

– Iré.

Theodore le lanzó una mirada suspicaz, inquisitiva, pero la muchacha estaba sentada rígida y recatada sobre el asiento de la carreta y miraba adelante. Pero su ridículo sombrero estaba un poco ladeado. Theodore sonrió para sí.

Arrancaron con rumbo al Sur, luego al Oeste- Por todos lados se oía el sonido sibilante del grano seco. Las pesadas cabezas de las espigas se alzaban un momento hacia el cielo y luego su propio peso las hacía hacer reverencias.

Linnea y Theodore sólo hablaron tres veces. Ya hacía casi una hora que viajaban cuando la muchacha preguntó:

– Señor Westgaard, ¿a qué distancia de Álamo vive usted?

– A treinta y dos kilómetros -respondió.

Después todo fue silencio y lo único que se oía era el bullicio de los pájaros, el grano y el ritmo acompasado de los cascos de los caballos- En tres ocasiones vieron máquinas segadoras que reptaban a lo lejos, tiradas por caballos que parecían minúsculos a esa distancia, las cabezas gachas, concentrados en la labor.

Linnea volvió a romper otra vez el silencio cuando, a la derecha, apareció una construcción que otrora fue blanca y que tenía campanario.

Con mirada ansiosa, trató de captar la mayor cantidad de detalles posible: largas ventanas estrechas, peldaños de cemento, un patio plano con un bosquecillo de álamos en el linde, la bomba. Pero Westgaard no aflojaba la marcha de la yunta, que seguía sin interrupciones, y ella, aferrándose del costado de la carreta, estiró el cuello, mientras la construcción se alejaba hacia atrás con demasiada velocidad para que pudiese ver todo lo que quería. Se dio la vuelta para enfrentarlo y preguntó:

– ¿Esa es la escuela?

Sin quitar la vista de las orejas de los caballos, refunfuñó:

– Sí.

¡Qué tipo intratable y terco! Apretó los puños en el regazo, furiosa.

– ¡Bueno, podría habérmelo dicho!

El hombre volvió la vista hacia ella y, con una sonrisa sardónica en los labios, dijo, arrastrando las palabras:

– No soy guía de turismo.

Aunque la rabia llegó cerca del punto de ebullición, Linnea mantuvo la boca cerrada y se guardó las réplicas.

Siguieron avanzando un poco más por el camino y, cuando pasaron ante una granja indefinida, Theodore se dispuso a exasperarla aún más:

– Esa propiedad es de mí hermano John.

– Qué maravilla -replicó sarcástica. sin mirar.

No habían pasado diez minutos desde que divisaron la escuela cuando entraron en un camino curvo que, supuestamente, entraba en la propiedad de Westgaard… aunque este no se molestó en identificarla. El costado Norte estaba protegido por una larga hilera de añejos árboles de boj y una fila paralela de densos arbustos que formaban un muro verde ininterrumpido. Al rodear la protección, apareció la granja ante su vista. La casa estaba situada a la izquierda, en un rizo formado por el camino. Todos los almacenes estaban a la derecha: entre ellos, un molino de viento y un tanque de agua, ubicados entre un enorme cobertizo castigado por la intemperie y un racimo de otras construcciones que, según dedujo Linnea. debían de ser graneros y gallineros.

La casa de tablas de madera era de dos plantas y carecía de lodo adorno, al igual que todas las casas que habían visto por el camino.

Aparentemente, una vez. había sido pintada de blanco, aunque, en el presente, tenía un color ceniciento, con alguno que otro resto de blanco que asomaba de tanto en tanto. como recuerdo de mejores tiempos. No había porche ni baranda que aligerase el aspecto de caja de la casa. ni un alero que sombreara las ventanas, protegiéndolas del sol de la pradera. La puerta, colocada en el centro, estaba flanqueada por dos ventanas angostas que le conferían la apariencia de una cara con la boca abierta hacia los extensos campos de trigo que la rodeaban.

– Bueno, aquí es -anunció Westgaard sin darse prisa, mientras se inclinaba adelante para atar las riendas a la manija del freno.

Apoyando las manos sobre el asiento y el piso, saltó fuera por el costado y, si no fuese porque en ese momento se oyó una voz imperiosa que llegaba desde la casa, habría dejado que Linnea hiciera lo mismo:

– ¡Teddy! ¿Qué modales son esos? ¡Ayuda a apearse a la joven! "¿Teddy?", pensó Linnea. divertida. ¿Teddy?

Una mujer minúscula que parecía un remolino avanzó por el sendero que salía de la puerta de la cocina, con el rizado cabello gris anudado en la nuca y unas gafas ovaladas de montura metálica encaramadas tras las orejas. Movió un dedo en gesto de reproche.

Theodore Westgaard, obediente, cambió de rumbo en mitad del camino, volvió a la canela y le tendió la mano, aunque con expresión de mártir. Linnea puso su mano en la de él y, mientras bajaba, no pudo resistir la tentación de burlarse con voz dulce:

– Oh, gracias, señor Westgaard, es usted muy amable.

Él soltó la mano de inmediato, y la mandona mujer se reunió con ellos: era tan baja que hacía sentirse gigante a Linnea, que sólo medía poco más de metro y medio. Su nariz era del tamaño de un dedal, tenía unos opacos ojos castaños a tos que no se les escapaba nada y labios rectos y estrechos como una hoja de sauce. Con la barbilla diminuta proyectada adelante, marchaba balanceando los brazos casi con violencia. Si bien tenía la espalda un tanto encorvada, daba la impresión de que se inclinaba adelante a cada paso, con gran prisa: lo que le faltaba en estatura te sobraba en energía. En cuanto abrió la boca, Linnea supo que no se andaba con rodeos.

– Así que este es el nuevo maestro. ¡No me parece un hombre!

– Tomó a la muchacha por los brazos, la sujetó y la inspeccionó del ruedo al sombrero, aprobándola con un cabeceo-. Servirá. -Giró hacia Westgaard, preguntando-; ¿Qué pasó con el tipo?

– Es ella -respondió el hombre, sin alterarse.

La mujer dejó escapar un chillido de risa y concluyó:

– Bueno, me lo han cambiado. -De pronto se puso seria, estiró una mano y estrechó con energía la de Linnea-. Es justo lo que necesita este lugar- No haga caso de este hijo mío: yo tendría que haberle ensenado mejores modales. Como no se ha tomado la molestia de presentarnos, yo soy su madre, la señora Westgaard. Llámeme Nissa. La mano era huesuda pero fuerte.

– Yo soy Linnea Brandonberg. Llámeme Linnea.

– Así que, Li-ni-a, ¿eh? -Lo pronunció a la antigua manera campesina-. Buen nombre noruego.

Se sonrieron, aunque no por mucho tiempo. A Linnea empezaba a resultarle obvio que Nissa Westgaard no hacía nada por mucho tiempo. Se movía como un gorrión, con gestos bruscos y económicos.

– Pase. -Avanzó por el sendero, vociferándole al hijo-; ¡Bueno, no te quedes ahí parado, Teddy, trae sus cosas!

– No se quedará.

Linnea puso los ojos en blanco, pensando: "¡Ya estamos, otra vez con lo mismo!". Pero la esperaba una sorpresa: Nissa Westgaard se dio la vuelta y abofeteó a su hijo en el costado del cuello con sorprendente fuerza.

– ¡Cómo que no se queda! Claro que se queda, así que te sacas esa idea de la cabeza. ¡Sé lo que estás pensando, pero esta chica es la nueva maestra y será mejor que empieces a cuidar tus modales para con ella o tendrás que cocinarte la comida y lavarte tus trapos! ¡Ya sabes que, en cualquier momento, puedo irme a vivir con John! Linnea se cubrió la boca con la mano para ocultar la sonrisa: era como ver a un gallo pigmeo desafiando a un oso. La coronilla de Nissa sólo llegaba hasta la axila del hijo, pero lo aporreaba y él no replicaba- Se puso rojo como una remolacha y tensó la mandíbula. Pero, antes de que pudiese presenciar más tiempo la vergüenza del hombre, el gallo enano se dio la vuelta, la aferró del brazo y la hizo seguir avanzando por el camino.

– ¡Cabeza dura, insoportable! -murmuró-. Ha vivido demasiado tiempo sin una mujer y eso lo incapacita para la compañía humana.