– ¿Alguna vez hizo el nudo de una corbata? -le preguntó.
Los dedos se quedaron quietos y ella lo miró:
– No.
La luz dorada de la lámpara le iluminaba el rostro. Por primera vez, Theodore notó tas pecas salpicadas sobre los pómulos y que, junto con los ojos oscuros, atentos, le daban el aire inocente de la juventud. Si la muchacha hubiese estado riéndose o enfadada, tal vez a él no le habría dado un vuelco el corazón. Pero estaba seria, como sí abordara la lección con la mayor gravedad y eso le recordó lo joven e inexperta que era… tanto que jamás había ensillado un caballo y, desde luego, demasiado inexperta para haber hecho el nudo de una corbata masculina. Se obligó a concentrar su atención en el nudo triangular.
– Habrá observado a su padre, ¿no?
– Sí.
– Manténgalo plano con los pulgares. Empiece de nuevo.
Linnea se mordió la punta de la lengua y empezó de nuevo. Cuando estaba por la mitad, el pulgar de Theodore se apoyó sobre el suyo.
– No… aplastado -le ordenó. Con la otra mano sobre el dorso de la de ella, le hizo cambiar el ángulo-. En otra dirección.
Linnea sintió que le corría un fuego por el brazo y se mordió la lengua con más fuerza de lo que quería. Pero las manos del hombre se apartaron de inmediato y se convenció de que él no tenía idea del modo en que la había afectado.
– Ahora déle un buen tirón con las dos manos.
Sujetó la correa, le dio un tirón y obtuvo un nudo perfecto.
– ¡Lo he hecho! -exclamó jubilosa, sonriéndole.
Cuando vio la sonrisa de Theodore, se sintió aturdida. Le convirtió los huesos en manteca y le hizo bailotear el corazón. Si ese hubiese sido uno de sus ensueños, la heroína se habría visto recompensada con un abrazo de aprobación. Pero no fue así, y él no hizo otra cosa que darle unos golpecitos con el dedo en la punta de la nariz y bromear:
– Sí, lo ha hecho, pequeña señorita. Pero no se envanezca demasiado hasta que lo haya hecho sin ayuda.
¡Pequeña señorita! Al sentirse tratada como una adolescente con coletas, las mejillas se le enrojecieron de indignación. Giró hacia el caballo, con un gesto altivo del mentón y la resolución impresa en cada movimiento.
– ¡Puedo hacerlo, y lo haré sin su ayuda!
Theodore dio un paso atrás y la observó, sonriendo. Vio que no sólo desataba la cincha sino que también quitaba la montura y la manta del lomo del caballo. Cuando sus brazos recibieron el peso, estuvo a punto de caerse de narices. Divertido, se cruzó de brazos y se dispuso a mirar cómo seguía el espectáculo. En voz que denotaba su irritación, fue relatando lo que hacia, sin mirarlo.
– La manta bien estirada, hasta la cruz. La montura encima… -Se quejó y resopló al levantarla del suelo… -… y cerciorarse… -La empujó con la rodilla, pero no llegó. Theodore contuvo la sonrisa y la dejó forcejear-. Fijarse que la cincha esté… esté…
Empujó otra vez la pesada montura con la rodilla y falló de nuevo, aunque casi se le salieron los brazos de las coyunturas.
– ¡Lo haré!
Ante la mirada furiosa de la muchacha se puso serio, contemplando la boca fruncida y retrocedió, haciendo un gesto de asentimiento sin hablar. Sus hombros sólo llegaban hasta el lomo de Clippa, pero, si la terca e intratable muchacha quería demostrar que podía hacerlo, no se lo impediría. En la talabartería había un taburete fuerte sobre el que podía subirse, pero decidió dejarla sufrir hasta que se cansara y pidiese ayuda. Entretanto, disfrutaba viendo la boca adorable, fruncida de irritación y los ojos oscuros relampagueando como luciérnagas en una noche despejada. Para su asombro la montura cayó sobre el lomo de Clippa al segundo intento, y en sus ojos apareció una expresión de respeto. Por un instante, Linnea se colgó del estribo descansando, jadeando y luego se inclinó para aferrar la cincha. Hizo un nudo plano perfecto, le dio dos tirones y giró el rostro hacia el hombre con los brazos en jarras.
– Ya está. ¿Y ahora?
Sus pupilas atraparon la luz de la lámpara. Tenía la respiración agitada por el esfuerzo, y Theodore se preguntó qué diría la ley acerca de los avances de padres maduros sobre las juveniles maestras de sus hijos. Con forzada lentitud, cubrió el espacio entre él y Clippa y apartó a la muchacha con el codo. Pasó dos dedos entre la cincha y la piel del animal.
– Esto podría estar más ajustado. Cuando empiece a correr, usted se quedará cabeza abajo, pequeña señorita.
– ¡Theodore, ya le he dicho que no me llame así!
Sin sacar los dedos de la cincha, el hombre le lanzó una mirada de soslayo.
– Cierto. Bueno, señorita Brandonberg.
Los ojos de la muchacha brillaron más y apretó con más fuerza los puños en las caderas.
– Tampoco me diga así. Por el amor de Dios, no soy maestra de usted. ¿No puede decirme Linnea?
Sin alterarse, Theodore deshizo el nudo de Linnea y lo ajustó.
– Quizá no. No sería correcto… ya que es usted maestra. En este lugar a las maestras no las llamamos… no las llamamos por el nombre de pila.
– Oh, eso es por completo ridículo.
El hombre se volvió de cara a ella y, al pasar la mano sobre su hombro le aceleró los latidos del corazón. Pero lo único que hizo fue tomar la brida que estaba sobre el borde del pesebre, a sus espaldas.
– ¿Qué es lo que la exaspera tanto? -le preguntó en tono frío.
– ¡No estoy exasperada!
– ¿Ah, no? -Con irritante calma fue hasta la cabeza de Clippa-. Debo de haberme equivocado. Tenga. ¿Quiere aprender lo demás?
Linnea miró el bocado metálico que tenía en la palma de la mano y lo recogió con gesto airado.
– Limítese a enseñarme lo que tengo que hacer.
Theodore sonrió por última vez ante ese encantador despliegue de temperamento fogoso y luego le mostró cómo colocar el freno en la boca de Clippa, cómo ajustar el cabestro, pasar las orejas del animal por la tira que sujetaba la frente y cerrar la hebilla del cuello.
– Muy bien, está lista para ser montada.
Para su sorpresa, Linnea dejó caer la cabeza y no dijo nada. Theodore contempló los hombros hundidos y se asomó tras ellos.
– ¿Qué pasa?
La muchacha levantó lentamente la vista.
– Theodore, ¿por qué peleamos constantemente?
El sintió que se le cerraba la garganta y la sangre se le agolpó en partes del cuerpo que no tenían derecho de volver a la vida ante una muchacha de esa edad.
– No lo sé.
Mentira, Westgaard, pensó.
– Me esfuerzo mucho por no enfadarme con usted, pero nunca lo logro. Siempre termino siseando como una gata cada vez que lo tengo cerca.
Theodore metió las manos en los bolsillos traseros e hizo lo que pudo por adoptar un aire tranquilo.
– No me molesta.
Por supuesto que no: tener frente a sí a una Linnea exasperada era mucho más seguro que cuando estaba como en ese momento. Desconsolada la muchacha fijaba la vista en la rienda que colgaba de su mano y las pestañas parecían como abanicos sobre las mejillas tersas.
– Ojala a mí me sucediera lo mismo.
Entre los dos se creó un silencio muy pesado. Theodore se apretó las nalgas dentro de los bolsillos y tensó los músculos de las piernas. Como sabia que corría peligro de tocarla, supo que debía decir algo… cualquier cosa que lo resguardase de su propia locura.
– ¿Quiere montarla?
Indicó con la cabeza a Clippa.
Abatida, respondió:
– Creo que no. Esta noche, no.
– Bueno, convendría que se suba una vez para que yo pueda ajustar los estribos a su medida.
Por unos segundos, permaneció quieta y silenciosa, hasta que al fin se dio la vuelta y puso la mano en el pomo de la montura. Era una distancia larga, a la que se añadía la dificultad de las faldas. Entonces se las alzó y, saltando sobre un pie, hizo varios intentos fallidos mientras Theodore contenía las ganas de ponerle las manos en el trasero y darle un empujón.