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Linnea perseveró y, al fin, logró ponerse a horcajadas de la yegua, pero se le quedaron enganchadas las faldas, sujetándole las piernas. Cuando intentó incorporarse para soltarlas, los pies erraron en los estribos por unos cinco centímetros. Se sentó, esperó y bajó la vista hacia la cabeza de Theodore mientras este ajustaba uno de los estribos, daba la vuelta y ajustaba el otro.

Deseó tener más experiencia para saber qué hacer con los sentimientos que emergían dentro de ella, provocándole inquietud. Quería tocar el cabello brillante del hombre, alzarle el mentón y observarle los ojos de cerca, oír su risa y su voz, hablándole con suavidad de lo que más le importaba. Quería oír su nombre de labios de él. Y, sobre todo, quería que la tocase, aunque sólo fuera una vez, para comprobar si era tan embriagador como imaginaba.

Theodore acortó los estribos con la mayor lentitud que pudo, con el deseo de prolongar el tiempo que compartían, de poder hacerle otros favores. Hacía años que no sentía esa compulsión a la caballerosidad. Estaba convencido de que eso sólo lo sentía un hombre cuando era joven e impaciente. Qué turbación sentirlo a su edad. Notó que la mirada de la muchacha seguía sus movimientos alrededor del caballo y contuvo el anhelo de alzar la vista. Hacerlo hubiese sido desastroso. Cuando no supo qué más hacer por ella, se quedó contemplando el delicado pie de la muchacha. ¿Cuánto hacía que no deseaba tanto tocar a una mujer? Pero esta no era una mujer. ¿O sí? ¿Y si la tocaba…? Un simple roce, una sola vez… ¿qué habría de malo?

Se apoderó del tobillo. Lo sintió tibio y firme a través del cuero negro de las botas nuevas. Rodeó con el pulgar los tendones del talón y los frotó con delicadeza. Era imponible confundir ese roce con otra cosa que lo que era: una demorada caricia. Tampoco era posible ignorar el hecho de que ella permanecía sentada con el aliento agitado, esperando que él alzara la vista, que diese un paso más, que levantase las manos para ayudarla a bajarse. Theodore pensó en su nombre: Linnea, el que se negaba a permitirse usar, a riesgo de derribar las barreras que era mejor mantener intactas.

Si lo decía, si levantaba la mirada, ya sabía lo que seguiría. Errores.

– Theodore -murmuró Linnea.

De repente, el hombre soltó el pie y retrocedió, comprendiendo su locura, y metió las manos en los bolsillos traseros. Cuando levantó la vista, su rostro era tan impersonal como de costumbre.

– Ya está todo ajustado. No olvide guardar de nuevo la montura en la talabartería después de cabalgar. Dejaré a Clippa pastando cerca, de modo que no tenga que ir tan lejos a buscarla.

Fracasó el intento de aligerar la atmósfera: entre los dos ardían demasiadas cosas.

– Gracias.

La voz de Linnea exhibía una leve agudeza.

Theodore asintió y se volvió hacia la talabartería con la excusa de buscar algo, temeroso de que si se quedaba, alzaría las manos hacia la esbelta cintura para ayudarla a desmontar y terminaría cediendo a otros deseos.

Cuando volvió, ella ya estaba quitando la montura.

– Déme, yo la llevaré. Usted vuelva a la casa ahora. Seguramente tendrá tareas que hacer para la escuela.

Cuando se hubo ido. Theodore sacó a Clippa y después llevó la montura a su lugar. Tras colocarla sobre el caballete, se quedó contemplándola largo rato. Tocó la curva del cuero: donde ella había estado sentada estaba tibia.

Tiene sólo dieciocho años y es la maestra de tu hijo. Está más cerca de la edad de él que de la tuya, Teddy, pedazo de tonto. ¿Qué podría querer una chica como ella con un hombre casi lo bastante mayor para ser su padre?

Poco tiempo después, en su cuarto bajo las vigas, Linnea se preparaba para acostarse, invadida por una extraña sensación. ¿Acaso sólo había imaginado todo ese día con él? No, no lo imaginó. El también lo había notado. En el aula. Luego otra vez cuando ella lo miraba lavarse. Y esa noche, en el cobertizo, cuando le acarició el tobillo.

Era espantoso. Era maravilloso. Era… a cada instante estaba más segura: deseo.

Apagó la lámpara y se metió en la cama para pensar en ello. Tendida de espaldas, se arropó en las mantas, apretándolas contra los pechos hasta que le dolieron, como si quisiera retener la sensación para que no se escapase. Sentía el latido del corazón, fuerte y rápido en su confinamiento.

Evocó la espalda desnuda de Theodore cuando se inclinó para echarse agua en los hombros… el pecho, cuando se dio la vuelta y el agua chorreaba por la mata de vello negro…, el cabello espeso cuando se movía alrededor del caballo, sin querer levantar la vista para no mirarla a los ojos.

El deseo se centraba en sus regiones ignotas.

El también lo había sentido. Por eso tenía miedo de mirarla, de pronunciar su nombre, de responder cuando ella le hablaba.

Cerró los ojos y calculó treinta y cuatro menos dieciocho: dieciséis. Había vivido y experimentado el doble que ella. Eran muchas las cosas que quería saber y que la inmadurez le impedía saber o ser.

De repente, la invadió una fuerte oleada de celos por la diferencia de edad. Siendo un individuo tan terco, era poco probable que hiciera caso de sus instintos. Desasosegada, giró, se apoyó en un codo y contempló la mancha blanca de la almohada en la oscuridad.

– ¿Teddy? -inquirió, en voz suave y anhelante.

Abrazó con ternura la almohada y posé sus labios en los de él.

10

Las cartas de Linnea fueron respondidas con invitaciones inmediatas a visitar los hogares de los alumnos y, antes de que acabara la semana, comenzó las visitas. Decidió ir primero a la casa de Ulmer y Helen Westgaard, porque eran los que tenían más niños en la escuela que ninguna otra familia; además, porque Ulmer era hermano de Theodore. Su curiosidad con respecto a todo lo que se relacionase con él cada vez era mayor.

Desde el momento en que posó el pie en la cocina, sintió la presencia del amor. La casa era muy similar a la de Theodore, pero mucho más alegre y bulliciosa, con los seis niños. Cuando llegó, los tres varones mayores estaban en los campos, ayudando al padre, y los menores ayudaban a la madre en la cocina. Pero, para su sorpresa, los que estaban trabajando en el campo volvieron para cenar con la invitada.

Observó que comer era un asunto tan serio aquí como en la casa de Theodore. Charlaban y reían antes de la comida y después. Pero cuando comían… ¡comían!

Sin embargo, en el transcurso de la cena, varias veces, al levantar la vista, se encontraba con que el mayor de los niños, Bill, la observaba con atención. ¿Niño? No era ningún niño. Era un hombre bien desarrollado, fornido, que podía tener unos veintiún años y le dedicaba el más desconcertante examen. Doris, la hermana de dieciocho años, también vivía en la casa, aunque estaba comprometida y pensaba casarse en enero. Al parecer las bodas, igual que la educación, tenían que posponerse hasta después de la temporada de cosecha. Raymond y Tony, los alumnos de Linnea que faltaban, la trataron con aire distante, como si ya hubiesen sido advertidos de que a ella le disgustaba que no asistiesen a la escuela. Los dos menores, Francos y Sonny sonreían y reían disimuladamente cada vez que los miraba y sospechaba que se sentían muy honrados de que la maestra hubiese ido en primer lugar a su casa.

Esperó hasta después del postre para aludir al tema del calendario escolar y, cuando lo hizo, presentó con calma el caso, dejándolo abierto a la discusión.

No hubo discusión. Le dijeron con amabilidad, pero con firmeza, que los niños irían a la escuela una vez que el trigo estuviese guardado.

Toda la familia salió al patio para despedirla, pero Bill se apartó de los demás y se acercó a la cabeza de Clippa para detener a Linnea.