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– ¿Señorita Brandonberg?

– Oh… ¿he olvidado algo?

– No. Sólo quería que supiera que no hay nada personal en contra de usted en que los chicos tengan que ayudar con la cosecha. Siempre ha sido así, ¿sabe?

– Sí, lo sé. Pero no por eso es justo. Los niños necesitan todo el año escolar, igual que las niñas,

Linnea estaba harta de sostener la misma discusión. Sin embargo cuando esperaba que continuara, Bill la dejó de lado por completo. Se quedó mirándola, con una mano sobre la brida de Clippa y los atractivos ojos verdes le enviaban un mensaje de interés no disimulado.

– ¿Baila usted? -le preguntó.

Por un momento, se quedó demasiado perpleja para responder.

– ¿Que…que si bailo?

– Sí… un pie, el otro, ya sabe.

Linnea sonrió.

– Sí… bueno, un poco.

– Bueno, entonces la veré en uno u otro cobertizo cuando vengan los trilladores. En esa época hay un montón de bailes.

Por lo que podía recordar, nadie le había demostrado jamás un interés tan abierto. La contemplación in disimulada la incomodó, sobre todo porque la familia miraba, esperando que ella se alejara. Francés y Sonny reían entre dientes con las cabezas juntas. Tartamudeó:

– S-sí, supongo que sí. Bueno, buenas noches.

Mientras volvía cabalgando a la casa y el aire de la noche le refrescaba las mejillas, evaluó a Bill Westgaard. Cabello rubio desteñido por el sol, ojos verdes como los tréboles de primavera, nariz más bien respingona y una sonrisa que exhibía dientes un poco torcidos. Era una extraña mezcla de facciones de niño y robustez varonil.

¿Qué opinas de él? ¿Te parece apuesto?

Un poco.

¿Atractivo?

Algo.

¿Audaz?

El muchacho más audaz que haya conocido.

¿Irías a bailar con él?

Quizá.

Pero, al imaginarlo, era con Theodore con quien bailaba.

Había decidido dejar el hogar de los Severt para el final, con la esperanza de dar tiempo a Alien para que adoptase una actitud más cooperadora en la escueta y que, así, sus propios sentimientos no fuesen tan negativos cuando hiciera la visita. Pero Alien seguía siendo el que más problemas provocaba en la clase. Cuando se pronunciaban las plegarias, molestaba golpeteando con el lápiz o con la bota contra el escritorio. Fastidiaba a los mas pequeños arrebatándoles las galletas y mordiéndolas, para luego llamarlos llorones y devolvérselas… si decidía hacerlo. Como si supiera que Francés y Roseanne eran dos de las preferidas por Linnea, las perseguía más que a los demás. Provocaba a Francés diciéndole tonta y, a veces, le levantaba la falda para mirarle los calzones. Cuando la niña iba al excusado, hacía girar el bloque de madera y metía una culebra por el agujero en forma de luna. El estallido de histeria que provocaba lo llenaba de dicha por el resto de la tarde cada vez que lograba exasperar a alguno de sus compañeros o a la maestra.

Aunque Linnea temía la visita al hogar de Alien, decidió pasar por ella cuanto antes. El día de las visitas salía más temprano de la escuela y por eso faltaba bastante para la hora de la cena cuando llegó al hogar de los Severt. Para su sorpresa, salió Alien y le pidió ocuparse de Clippa. El reverendo Severt estaba ocupado en su estudio, pero Linnea pasó un rato agradable con la esposa mientras esta concluía los preparativos para la cena.

Lillian Severt era una mujer meticulosamente arreglada, con el cabello negro recogido en la coronilla y sujeto con peinetas de carey sin adornos. Tenía una piel marfileña impecable y un rostro al que sólo afeaba una nariz con fosas demasiado grandes. Sin embargo, la gente solía olvidar su nariz ante los claros ojos almendrados y la boca y barbilla de líneas enérgicas. En lugar del acostumbrado vestido almidonado, llevaba una elegante prenda de color ámbar, con un cuello blanco de organdí calado. Y usaba pendientes: era la única en Álamo que los llevaba. Eran pequeñas llores de manzano de oro, con diminutas piedras en el centro. A diferencia de la mayoría de las esposas de granjeros, que olían a jabón de lejía casero y a la comida que estuviesen preparando, Lillian Severt olía a tocador, a menta y a otras hierbas aromáticas que había mezclado en el tradicional popurrí.

La casa también era diferente. En el vestíbulo de entrada, una alfombra cubría casi todo el suelo. En la cocina había una alacena con un tamiz para harina incorporado. También había un comedor formal, con armarios para porcelana con puertas de cristal y una arcada apoyada sobre columnas que lo separaba del vestíbulo. La mesa era de madera de cerezo cubierta de encaje de color crudo, la comida se servía en una sopera cubierta, las servilletas estaban bordadas de encaje belga y, cuando Lillian Severt se sentó, había dejado el delantal en la cocina.

Alien, que en la escuela era un bribón, en la casa era muy diferente. En presencia de sus padres era tan amable que casi parecía querer congraciarse y hasta apartó la silla de su madre cuando comenzaban a comer.

Cuando se dieron las gracias, inclinó la cabeza con aire reverente, sus modales fueron impecables y en su voz ya no se percibía la petulancia que mostraba en la escuela.

Para sorpresa de Linnea, cuando terminó la cena, Martín Severt ordenó:

– Alien, ayuda a Libby a recoger la mesa y después los dos podéis iros.

En voz bien modulada, la señora Severt replicó:

– Vamos, querido, ya sabes que ocuparse de la vajilla no es tarea de hombres. Libby lo hará.

Los dedos del reverendo apretaron con más fuerza el asa de su taza, se enfrentó con la mirada a su esposa y, por un instante, en el comedor la tensión se hizo palpable. Alien apretó el hombro de la madre, le dio un beso en la mejilla y dijo:

– La cena estaba deliciosa. Nadie hace como tú el pastel de calabaza, madre.

La mujer rió, le palmeó la mano y le ordenó:

– Fuera, adulador.

Antes de que pudiese escapar, el padre lo interrogó:

– ¿Llenaste la leñera cuando volviste de la escuela?

Alien ya salía de la habitación.

– No tuve que hacerlo porque ya estaba llena.

Sonaron sus pisadas en las escaleras que llevaban desde el vestíbulo de entrada, sin duda, hasta su cuarto. Entonces, Libby recogió la mesa y también desapareció.

– ¿Quiere más café? -preguntó la señora Severt, llenando otra vez las tres tazas.

En el comedor se hizo el silencio. Linnea trató de reunir coraje para abordar el tema que más la preocupaba Bebió un sorbo de café y tuvo la impresión de que había una gran distancia antes de llegar a su estómago tenso

– Señor y señora Severt -En cuanto lo dijo, se preguntó si debió haberse dirigido a él como reverendo. Pero rechazó la duda y se dispuso a cumplir su tarea, por desagradable que fuese-. Me pregunto si podríamos hablar un poco acerca de Alien.

La señora Severt se puso radiante.

El reverendo Severt frunció el entrecejo.

– ¿Qué sucede con Alien? -preguntó.

Linnea pensó bien cómo decirlo.

– Alien es muy diferente aquí, en su casa, que en el colegio. El… bueno, al parecer, no se lleva muy bien con los otros chicos, y yo pensé que quizás ustedes podrían darme algún dato que me oriente con respecto a qué podríamos hacer para ayudarlo y qué no.

– ¿Nosotros? -Se asombró la señora Severt, alzando una ceja-. Alien no tiene problema con nadie en ningún lado. Si tiene dificultades, sin duda será culpa de la escuela.

La insinuación era clara: escuela significaba señorita Brandonherg. Mientras la maestra intentaba absorber la réplica, la madre de Alien prosiguió:

– Me interesaría saber a qué le llama… llevarse bien.

La inflexión de la voz era suspicaz.

– Desde el punto de vista social, significa que no trata de fraternizar con los otros, participar de los juegos, hacerse de amigos. Desde el punto de vista académico, no siempre acepta las reglas. Suele… ignorar las indicaciones y hacer las cosas de otro modo.

– ¿Fraternizar con quién, señorita Brandonberg? No tiene con quién, hasta que los varones más grandes no asistan a la escuela. No pretenderá que a un muchacho de quince años le fascine jugar a la rayuela con niños de segundo y tercer grado.