Выбрать главу

Linnea estaba convencida de que el villano era Alien, pero no tenía pruebas. Y, además de que las fechorías iban haciéndose más graves, tenía la inquietante sensación de que disfrutaba de ver sufrir a los otros.

Decidió hablar con Theodore al respecto.

11

Esa noche lo buscó y lo encontró en el cobertizo de las herramientas, armando un aspa nueva para el molino. Tenía sobre una rodilla una tabla de madera, apoyada sobre un barril, y estaba de cara al fondo del cobertizo cuando ella se acercó.

Se detuvo junto a la puerta de alto umbral y observó cómo se flexionaban los hombros, para luego recorrer con la mirada el interior del cobertizo.

Allí, como en la talabartería, reinaba la pulcritud. Observó la casi obsesiva pulcritud, sonriendo para sí: Hilda Knutson podía aprender de Theodore. El sitio era acogedor. El calor que daba la lámpara bastaba para caldear el diminuto espacio sin ventanas, que olía a pino recién cortado y a aceite de linaza. Un rincón estaba ocupado por una pila de latas de pintura. De la pared colgaban zapatos para nieve, trampas y varios bastidores de piel. Había dos pequeños barriles de clavos y un rollo de alambre de púas. En un rincón, cerca, había una escoba muy usada. Posó la vista en el serrín que caía sobre una de las botas de Theodore y lo imaginó barriéndolo en cuanto hubiese terminado la tarea. Su tendencia al orden ya no la irritaba como cuando había llegado, ahora le parecía admirable.

– Theodore, ¿podría hablar un minuto con usted?

El hombre giró con tal brusquedad que la tabla cayó al suelo con estrépito y las mejillas se le pusieron encarnadas.

– Parece que usted y yo estamos destinados a sobresaltamos mutua-

mente -comentó Linnea.

– ¿Qué está haciendo aquí?

No quería hablarle con tal desagrado, pero el último tiempo hacía mucho esfuerzo para evitarla. Al verla, sintió la palma resbaladiza en el mango de la sierra.

– ¿Puedo pasar?

– Aquí no hay mucho sitio -repuso, levantando la tabla caída, liando el trabajo.

– Aquí, está bien. No le estorbaré.

Entró y se encaramó sobre un barril invertido.

– Theodore, tengo un problema en la escuela y pensé que tal vez podría hablarlo con usted. Necesito un consejo.

La sierra se detuvo, y el hombre levantó la vista. Nadie le había pedido consejo jamás y menos una mujer. Su madre era una dictadora, y Melinda no se había tomado la molestia de comunicarle que iba a aparecer en el umbral, esperando casarse con él. Tampoco le había informado que, dos años después, huiría. Y ahí estaba Linnea, sacudiéndolo con su mera presencia, posada sobre el barril como una ninfa, con las manos apretadas entre las rodillas. Los ojos azules eran grandes, serios y ella quería el consejo de él.

Theodore interrumpió el trabajo y le prestó toda su atención.

– ¿Acerca de qué?

– Alien Severt.

– Alien Severt. -Frunció el entrecejo-. ¿Está causándole dificultades?

– Sí.

– ¿Por qué acude a mí?

– Porque usted es mi amigo.

– ¿Lo soy? -preguntó, asombrado.

Linnea no pudo contener la risa.

– Bueno, yo creí que lo era. Y Clara dijo que, si Alien seguía comportándose así, me convendría hablar con usted.

Hasta entonces, Theodore jamás había tenido un amigo. Sus únicos amigos eran sus hermanos y su hermana, y ellos estaban casados. La perspectiva de tener una amiga era grata, si bien no estaba muy seguro de cómo resultaría serlo de la señorita Brandonberg. Pero, si Clara pensaba que él sabría, la escucharía. Dejó a un lado la sierra, se sentó a horcajadas del barril y cruzó los brazos.

– ¿Qué estuvo haciendo Alien?

– No es mucho lo que puedo probar, pero sí muchas cosas que no puedo. Ha sido un provocador de problemas desde el primer día de clase: fastidia a los más pequeños, me desafía abiertamente, crea disturbios. Pequeñas actitudes irritantes: oculta las cazuelas de los almuerzos mordisquea las galletas. Pero ahora la ha tomado con Francés, y yo…

– ¿Francés? ¿Se refiere a nuestra pequeña Francés?

Los hombros se irguieron y descruzó un poco los brazos. Así, erizado y a la defensiva, su apariencia se volvió más masculina e imponente.

Entonces Francés era una de las cosas que le importaban. Le pareció conmovedor que se refiriese a la niña como nuestra.

– Todo el tiempo le dice retrasada. Es muy eficiente para detectar las debilidades de los niños y de provocarlos con ellas. Y eso no es lo peor. Sospecho que es el que ha estado cortando la coleta de Francés y un día la encerró en el excusado y pasó una culebra por el agujero de la puerta. Ahora las niñas han encontrado un agujero en la pared trasera de la construcción. No puedo demostrarlo, pero hay algo en Alien que…

Se alzó de hombros, se frotó los brazos y se estremeció.

La expresión disgustada de Theodore se acentuó. Haciendo un esfuerzo para permanecer sentado, apretó los talones de las manos sobre el borde del barril, entre sus muslos.

– ¿Le ha hecho algo a usted?

Linnea levantó la vista: no había tenido la intención de decir tanto, pues los equívocos personales relacionados con Alien eran demasiado vagos para ponerlos en palabras. Además, se hubiese sentido muy tonta contándole a Theodore que el chico le miraba los pechos. Todos los muchachos llegaban a una etapa en que empezaba a interesarles el desarrollo de las muchachas. Con Alien, no se trataba de que mirase sino de cómo lo hacía: le resultaba difícil describirlo con palabras.

– Oh, no, no ha hecho nada. Tampoco se trata de lo que les hace a los otros. Hasta ahora, han sido cosas sin importancia. Lo que sucede es que cada vez son más graves. Y lo que más me aflige es que estoy convencida de que disfruta de ser… bueno, de ser malicioso… de hacer que la gente se retuerza.

Theodore se levantó en un solo impulso. Dio la impresión de que quería pasearse, pero, en ese espacio exiguo, no podía hacerlo. Arrugó la frente y encaró a Linnea.

– Cuando fue a cenar a casa de sus padres, ¿les contó esto?

– Lo intenté. Pero supe de inmediato que la madre no creería una palabra de lo que yo dijese acerca de su niño consentido. Lo ha mimado tanto y ella está tan engañada que no hay modo de convencerla. Por un momento, creí que tal vez obtendría cierta colaboración por parle del reverendo Severt, pero… -Se encogió de hombros-. Al parecer, piensa que basta con que Alien lea la Biblia todos los días para ser un santo.

Con la vista en el suelo, lanzó una risa amarga.

– Martín no es mal tipo. Lo que sucede es que hace tanto tiempo que su esposa lo lleva de la nariz que ya no sabe hacerle frente.

– No sabría -lo corrigió, distraída.

– No sabría -repitió Theodore sin pensarlo.

Linnea lo miró con expresión suplicante.

– No sé cómo manejar a Alien sin ayuda de sus padres.

Theodore sintió una advertencia en su interior y apretó más las manos bajo las axilas.

– ¿Le teme?

– ¿Que si le temo? -Sostuvo por un instante su mirada y luego la apartó-. No.

No le creyó. No del todo. Había algo que no le decía, algo que no quería que él supiese. Y, aun cuando le contase todo, había que pensar en la pequeña Francés, que siempre había sido una sus preferidas, la que nunca olvidaba al tío Teddy para Navidad. Un año le había regalado un frasco de perfume… ¡nada menos que un perfume! Theodore había olido el femenino objeto y se preguntó qué pensarían sus hermanos si él se aparecía con la bata de trabajo limpia, oliendo a naranja y clavo. Lo metió en el último cajón de la cómoda, hasta que, una vez, Francés le olió la fragancia a fruta y especia y le dedicó una amplia sonrisa desdentada de aprobación. Solo entonces lo sacó del cajón.