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Por extraño que fuera, la observación de Isabelle le sacudió el corazón con más fuerza que ninguna de las cosas que la mujer había dicho o hecho esa noche.

– Supongo que está bien. En realidad, nunca la he mirado.

– ¡Está bien! ¡Pero, Ted!, ¿dónde tienes los ojos? Una mujer como yo daría los dientes sanos que le quedan para tener la apariencia de ella aunque fuese un día.

Mientras Ted reía entre dientes, Belle se estiró sobre su pecho, hacia la mesa, y tomó un librillo de papel de cigarrillos y un saquillo de tabaco.

Acostada de espaldas, con manos diestras, lió un cigarrillo, lo enrolló, pasó la lengua, cerró el cordel del saco con los dientes y luego se estiró otra vez encima de Theodore para tomar un fósforo de madera y un cenicero. Encendió la cerilla contra el borde de la mesa, bajo los edredones que colgaban, y se recostó de nuevo con el cenicero sobre el pecho, contemplando pensativa el humo que flotaba hacia el techo.

Theodore aguardó paciente hasta que se acomodó y comentó en tono seco:

– Belle, tus dientes no tienen nada de malo, ni tampoco tu rostro.

Sonriendo, la mujer formó un perfecto anillo de humo.

– Por eso me gustas, Ted, porque nunca adviertes lo que tengo de malo.

Theodore la vio fumar medio cigarrillo, esforzándose por impedir que las imágenes de Linnea dejasen de brotar en su mente y lo obligaran a comparar. Pero no pudo y, quitando el cigarrillo de los labios de Belle, lo puso entre los suyos y dio una profunda calada. Le resultó tan desagradable como siempre y lo apagó, haciendo moverse el cenicero sobre el pecho de Belle.

– Isabelle, tengo que recuperar un poco el tiempo y estoy poniéndome impaciente.

Dejó el cenicero en el suelo, se tendió de espaldas y vio que Belle le sonreía, con los párpados entornados. Mientras lo atraía hacia sí con sus fuertes brazos y piernas, afirmó con su áspera voz de contralto:

– Sí, señor, por aquí hay algunas mujeres muy estúpidas, pero espero que nunca se espabilen, porque si lo hicieran, Ted…

– Cierra la boca, Belle -dijo, posando la suya sobre la de la mujer.

Era la noche del sábado. El primer baile de la temporada de cosecha empezaría a las ocho en el cobertizo de Osear Knutson, el que tenía el henil más vacío.

Linnea había dedicado toda la tarde a prepararse para el acontecimiento. Podría haber empleado menos tiempo si Lawrence no la hubiese interrumpido a cada instante, haciéndola girar alrededor del cuarto al son de violines y chelos que tocaban valses vieneses… ¡y ella en enaguas!

Ahora estaba sentado en la mecedora de la muchacha, observando cómo se recogía el cabello con dos peinetas, probando diversas maneras y mirándose, seria, en el espejo,

– Me imagino que serás la más bella del baile. Seguramente bailaras con Bill, con Theodore, con Rusty y…

– ¿Rusty? Oh, no seas tonto, Lawrence. No porque me haya sonreído y considerado hermosa, me… -Se inclinó más hacia el espejo, se pasó cuatro dedos de la mandíbula al mentón y examinó su reflejo con aire crítico-. ¿Te parece que soy hermosa, Lawrence? Siempre creí que mis ojos están demasiado separados y eso me hace parecer una ternera. -Se señaló un incisivo con el índice-. Y luego este diente torcido. Siempre lo odié.

Cerró los labios y sonrió, frunciendo otra vez el entrecejo ante lo que veía en el espejo.

– No estarás buscando cumplidos, ¿verdad?

Linnea giró, con los brazos en jarras.

– ¡No estoy buscando cumplidos! Y, si piensas burlarte de mí, puedes irte. -Giró otra vez hacia el espejo-. De todos modos, será mejor que te vayas, pues de lo contrario jamás terminaré de arreglarme el cabello.

Se lo había lavado y enjuagado con vinagre y ahora, ya seco, lo rizaba con las tenacillas. Calentándolas sobre la lámpara, canturreaba y probaba distintos peinados. Probó a recogerlo todo sobre la coronilla, dejando pequeños tirabuzones sueltos, pero era demasiado largo y el peso de los mechones deshacía los rizos y los dejaba con la apariencia de colas de vaca. Luego lo levantó en un nudo flojo, dejando finos mechones alrededor del rostro y la nuca. Pero era difícil hacer un moño flojo que no se deshiciera del todo: ya se imaginaba girando por la pista de baile, despidiendo horquillas en todas direcciones. Para cuando terminó de probar, tuvo que volver a formar los rizos.

Esa vez se decidió por un peinado sencillo, casi de niña, suelto en la parte de atrás y recogido a los lados, bien alto con una cinta azul oscuro.

Examinando el resultado final, sonrió y pasó a la siguiente decisión: qué ponerse.

Repasando su limitado guardarropa, descartó las prendas de lana, que serían demasiado abrigadas, y eligió la blusa blanca con canesú y la falda verde con las tres tablas atrás, que se ondularía cuando ella girase por la pista de baile.

Se puso en la cara una pizca de crema de almendras, que reservaba para ocasiones muy especiales. Sobre los labios y las mejillas extendió tres gotas de rouge líquido. Se enderezó, se miró y rió entre dientes. Parece una, prostituta, señorita Brandonberg. ¿Qué irán a pensar tos padres de sus alumnos?

Intentó quitarse el colorete, pero ya le había impregnado la piel. Lo único que logró fue irritarse las mejillas y dejarlas más encendidas. Se lamió y se chupó los labios, pero también se habían teñido.

Sonó un golpe y Linnea se miró en el espejo, perpleja. ¡Ahora no sólo tenía los labios rojos sino también hinchados! ¿Cómo hacen las mujeres para madurar y estar seguras de sí mismas? Comprendió que era demasiado tarde para arreglar su cara y fue a abrir la puerta.

– ¡Ah, Kristian! ¡Qué apuesto! ¿Tú también vas?

Allí estaba, ataviado con los pantalones de los domingos, una camisa blanca, los zapatos relucientes y el cabello peinado hacia atrás con brillantina, formando un copete como una cresta de gallo. ¡y olía fatal! Como la sala de un funeral, llena de claveles. Fuera lo que fuese lo que se había puesto, había exagerado, y Linnea contuvo las ganas de apretarse la nariz.

– Claro que sí. Empecé a ir en noviembre, cuando cumplí dieciséis.

– Por Dios, ¿aquí todos empiezan a bailar tan jóvenes?

– Sí. Mi padre empezó a los doce. Pero, cuando yo cumplí doce, me dijo que las cosas eran muy diferentes a cuando él tenía doce y que Ray y yo tendríamos que esperar hasta que tenemos dieciséis.

– Que tuviéramos.

El muchacho se sonrojó, removió tos pies y repitió, sumiso:

– Tuviéramos dieciséis.

Notando la incomodidad del chico, le dio una palmada en la mano.

– ¡Oh, maldición! ¿Siempre tengo que comportarme como una maestra de escuela? Espera un minuto que tome el abrigo.

Kristian la vio alejarse.

¡Por Dios, qué mujer! Ese cabello… todo suelto y rizado. Si uno ponía un dedo en esos rizos, se enroscaría y lo apretaría como el puño de un recién nacido. Y el rostro… ¿qué se habría hecho en la cara? Estaba todo sonrosado, suave, y tenía los labios hinchados como si estuviese esperando que alguien te plantase un beso en ellos. Trató de imaginar qué diría un hombre en una ocasión semejante, para hacerle saber a una mujer que a uno le gustaba más que una lluvia primaveral, pero tenía la mente en blanco y el corazón le martilleaba en el pecho.

Cuando regresó, Linnea captó su expresión fascinada y pensó: "¡Oh, no! ¿Y ahora, qué hago?". Seguía siendo la maestra, y no cabía duda de que Kristian necesitaba aprender cosas, una de las cuales era que ayudar a una mujer a ponerse el abrigo no constituía un gesto de intimidad, de modo que lo haría.

– Kristian, ¿me ayudas, por favor?

El muchacho se quedó mirando la prenda de lana, sin atreverse a tocarla.

– ¡Oh! -Dio un salto y se sacó las manos de los bolsillos-. Oh, claro.

Hasta entonces, nunca había ayudado a una mujer a ponerse el abrigo. Vio cómo se lo ponía y luego sacaba el cabello de adentro del cuello… no cabía duda de que las mujeres se movían de manera diferente que los hombres.