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Bajó la mecha de la lámpara y descendió la escalera delante de Kristian con paso ágil.

Abajo se les unió Nissa: otra sorpresa.

– ¿Usted también viene? -preguntó Linnea,

– Te desafío a que trates de impedírmelo. ¡Todavía mis piernas no están endurecidas y bailar es más divertido que mecerse!

Estaba ataviada con un vestido azul marino con cuello de encaje blanco sujeto adelante por un broche espantoso. Y estaba impaciente por ir.

Afuera Theodore estaba sentado en el asiento de una calesa de cuatro ruedas, llena de hombres risueños y la llamativa cocinera pelirroja, que les contaba un estrepitoso cuento sobre un individuo llamado Ole, capaz de ventosear a voluntad.

Cuando los tres se aproximaron desde la casa, Rusty Bonner se bajó de un salto, sonriendo con la mitad de la boca. Se tocó el ala del sombrero y metió los pulgares detrás de la reluciente hebilla del cinturón.

– Buenas noches, señora Westgaard, señorita Brandonberg. ¿Me permiten?

En primer lugar, le ofreció la mano a Nissa.

– ¿Para hacer qué? -Graznó, y sin aceptar la mano, le informó-: Yo iré adelante, con Theodore. Estos viejos huesos todavía pueden bailar, pero acurrucarme ahí sobre el heno podría dañarme las coyunturas.

Entre las risas de los hombres, la anciana se subió a la parte delantera de la carreta dejando a Linnea frente a Rusty que aún tenía la mano extendida hacia ella.

– ¿Señora? -dijo con su acento arrastrado.

¿Qué remedio le quedaba sino aceptar?

Theodore observó los procedimientos con expresión ominosa, notando que Bonner ponía en juego su encanto y, con ademanes fluidos como manteca derretida, la tomaba de la cintura y, alzándola, la depositaba sobre la paja. A continuación, con un salto de sus largas piernas, lució su agilidad. Frunció el entrecejo, mientras Bonner se colocaba lo más cerca que podía junto a Linnea.

Theodore se volvió.

– ¡Arre!

No tenía por qué importarle que Rusty Bonner coquetease con cualquier mujer a la que no le colgaran los pechos -miró de soslayo a la madre… ¡y con algunas a las que sí les colgaban! Pero la pequeña señorita sería un fruto fácil de recoger para un tipo que se movía con tanta fluidez como Bonner.

“! No tiene a su padre cerca para cuidarla, así que es responsabilidad tuya! Bonner la voltearía sobre el heno más rápido de lo que una comadreja salta al cuello de una gallina, y ella no se daría cuenta de lo que pretende hasta que fuese demasiado tarde!"

Durante el trayecto, Linnea sintió que la cadera y el muslo de Rusty Bonner se apretaban contra ella. Al otro lado de la carreta, la ruidosa cocinera relataba un cuento que describía el modo de pelar un pez con los dientes. Los hombres rugían de risa. Pero, desde la derecha, le llegaba la ardiente furia de Kristian contra Bonner. Sentados con la espalda apoyada en los costados de la carreta, tenían las rodillas levantadas. Linnea intentó moverse un par de centímetros para alejarse de Bonner, pero se encontró con Kristian, ¡y eso no era solución! Se puso en el centro lo mejor que pudo, aunque Bonner permitía que su pierna se sacudiese, apretando la de ella. Linnea veía que era el único de los hombres que llevaba puesto un pantalón de vaquero tan ajustado que resultaba indecente. Esa prenda contribuía a darle esa apariencia fibrosa y subrayaba la sexualidad contenida que la hacía sentirse incómoda y un poco asustada. Percibió que la observaba desde abajo del sombrero de vaquero, con los hombros caídos en pose indolente, las rodillas separadas y las muñecas balanceándose, perezosas, contra la ingle.

Recordó con claridad las palabras de Nissa:

– No es necesario que una mujer haga algo con los tipos de su clase.

Para cuando llegaron al cobertizo de Osear, a Linnea le saltaba el estómago. Rusty se precipitó a ayudarla a apearse. Pero, en cuanto la depositó en el suelo, se apartó correctamente y se tocó el sombrero en gesto de saludo.

– Le ruego que no se olvide de reservarme una danza, señora.

Cuando ya no tuvo que ver esa sonrisa enervante, sintió un gran alivio.

Theodore se ocupó de los caballos y entró en el cobertizo en el mismo momento en que a Linnea le tocaba subir la escalera hacia el henil.

Observó con disimulo que Rusty Bonner se quedaba atrás, mirándole las faldas y los tobillos mientras la muchacha subía. Theodore se apretó las manos bajo las axilas y esperó hasta que Bonner también hubiese subido, subió tras él y buscó de inmediato a John.

– Tengo que hablarte. -Lo tomó del brazo y lo apartó de la multitud-. Mantén vigilado a Bonner.

– ¿Bonner? -repitió John.

– Creo que le interesa la pequeña señorita.

– ¿La pequeña señorita?

– Ella es muy joven, John. No tiene nada que ver con un hombre como ese.

El semblante de John era un libro abierto; cuando estaba disgustado, podía notarse con claridad.

– ¿Ella está bien?

– Está bien. Pero, si lo ves persiguiéndola, avísame, ¿quieres?

Tal vez John no fuese inteligente, pero cuando brindaba su lealtad era inconmovible. Le gustaba Linnea y amaba a Theodore y nada de lo que Rusty Bonner intentase escaparía a su ojo vigilante.

La banda ya estaba afinando: violín, acordeón y armónica, y poco después la música sonaba con todo brío. Para alivio de Theodore, el primero que invitó a bailar a Linnea fue su sobrino, Bill. Vio que el rostro de la muchacha se iluminaba mientras conversaban unos momentos.

– Hola de nuevo -dijo Bill.

– Hola.

– ¿Quieres bailar?

Linnea siguió con la vista a una pareja que se deslizaba fluidamente.

– No soy muy buena: tendrías que enseñarme.

Sonriendo, el muchacho la tomó de la mano.

– Ven. Este baile es fácil.

Cuando ya estaban sobre la pista, agregó:

– Dudé que vinieras.

– ¿A qué otro lugar podía ir? Todos están aquí. -Miró alrededor- ¿Cómo se enteraron de dónde sería el baile?

– Se corre la voz. ¿Cómo has estado?

– Ocupada. ¡Uy! -Tropezó con el pie de él y perdió el ritmo- Lo… lo siento -tartamudeó, sintiéndose tonta y ruborizándose al ver que Theodore estaba parado a un lado, observándola. Bajó la vista y se miró los pies-. No me enseñaron a bailar pasos difíciles como estos.

– Entonces yo le enseñaré.

Bill suavizó los giros, acortó los pasos y le dio tiempo para adaptarse a su estilo.

– Si es verdad lo que dice Kristian, tendré mucho trabajo para ponerme al día. Dice que algunos de vosotros empezáis a los trece años.

– En mi caso, catorce. Pero no te preocupes, estás haciéndolo bien.

Por un tiempo, Linnea observó los pies de ambos, y luego Bill le dio una juguetona sacudida.

– Si te relajas, disfrutarás más.

Tenía razón. Cuando la danza terminó, sus pies trazaban los pasos con más fluidez y, cuando terminó la música, sonrió y aplaudió entusiasmada.

– ¡Oh, qué divertido es esto!

– ¿Y qué tal si bailamos la próxima? -propuso Bill, sonriéndole aprobador.

Bill era un bailarín ágil y diestro. Pronto Linnea reía y disfrutaba con él.

En la mitad de la segunda danza, al girar en brazos del muchacho, se enfrentó con Theodore, quien a menos de dos metros bailaba con la cocinera pelirroja.

Supo que se había quedado con la boca abierta, pero no pudo cerrarla. ¿Quién hubiese imaginado que Theodore era capaz de bailar así? Parecía flotar sobre los talones como un navío bien equilibrado, llevando a- ¿cómo se llamaba?- Isabelle… Isabelle Lawler. Guiaba a Isabelle Lawler con una gracia que los transformaba a los dos. Al sorprender a Linnea mirándolos, la saludó con la cabeza, sonriente, y se alejó girando mientras ella fijaba la vista en los tirantes cruzados sobre los hombros increíblemente anchos, con el brazo pecoso de Isabelle Lawler extendido sobre ellos. Un instante más y se perdieron entre la gente. Los siguió con la vista hasta que sólo pudo captar un atisbo del brazo derecho extendido de Theodore, con la manga blanca enrollada hasta encima del codo. Después eso también desapareció.