– Afuera está más fresco. ¿Quiere comprobarlo?
– No creo que…
– No crea. Usted sígame. Contaremos las estrellas.
Aunque no quería, Theodore estaba riendo de nuevo con Isabelle Lawler, y, antes de que pudiese inventar una excusa, Rusty la había arrastrado hasta la escalera. Bajó él primero y luego levantó la vista.
– ¡Eh! Venga.
Mirando hacia abajo, le vio la cara y se preguntó si Theodore la echaría de menos si desaparecía. ¿Y si le preguntaba dónde había estado?
Qué dulce sería poder decirle que había estado afuera, contemplando las estrellas con Rusty Bonner.
– Eh, ¿viene o no?
A un metro del suelo, Linnea sintió que Rusty la tomaba de la cintura y la bajaba. Lanzó un chillido de sorpresa cuando se sintió suspendida de esas manos fuertes. A continuación, la apoyó contra su cadera, le pasó un brazo por el hombro y la llevó hacia la puerta.
Afuera la luna parecía sonreír tan intensamente que hacía palidecer a las estrellas. Era agradable sentir el aire contra las mejillas acaloradas.
– Oh, tenía calor bailando -suspiró, cubriéndose la cara con las palmas y luego apartándose el cabello hacia atrás.
– Creí que había dicho que era principiante.
– Oh, lo soy. Lo que pasa es que usted… bueno, me ha resultado fácil seguirlo.
– Qué bien. Entonces sígame un poco más.
Le aferró la mano y tiró de ella, llevándola a la vuelta del cobertizo, donde no les darían los rayos de luna. Se detuvo a la sombra del edificio, la sujetó por la parte superior de los brazos y la volvió hacia él, meciéndola un poco.
– Así que… no ha bailado mucho. Y nunca ha visto a un hombre montar un toro o un caballo salvaje. Dígame, señorita Linnea Brandonberg, pequeña maestra de escuela rural… ¿alguna vez la han besado?
– Cl… claro que me han besado, ¡más de una vez! -mintió, excitada ante la perspectiva de descubrir cómo besaba en realidad un hombre… por fin.
– En ese caso, supongo que debe hacerlo muy bien.
– Supongo -respondió, tratando de parecer segura.
– Demuéstremelo…
El corazón le dio un vuelco, y la recorrió un ramalazo de sensaciones prohibidas cuando el hombre ladeó lentamente la cabeza y la boca de él tocó la suya. Era tibia, firme y nada desagradable. Se posó con levedad sobre sus labios cerrados durante cierto tiempo, hasta que Rusty se echó atrás sólo unos milímetros. Linnea abrió los ojos y lo único que vio fue la sombra negra del rostro y la parte de abajo del ala del sombrero.
– ¿Más de una vez? -murmuró burlón, haciendo que se le agolpase la sangre en las mejillas.
Una vez más, cubrió la boca de Linnea con la suya y ahora la punta caliente y húmeda de la lengua la tocó ¿Qué estaba haciendo? ¡Oh, por piedad, estaba lamiéndola! La impresión la recorrió hasta los pies. Se echó atrás de manera instintiva, pero el hombre le atrapó la cabeza con tas manos, sobre las orejas, y entrelazó los dedos en su cabello haciéndola ponerse casi de puntillas. Pasó la lengua por todo el contorno de sus labios hasta dejarlos húmedos y resbaladizos. Linnea lo empujó por el pecho, pero Rusty sólo abandonó la boca el tiempo suficiente para ordenarle:
– Abre los labios… vamos, te enseñaré más…
– No… -trató de discutir, pero la lengua, imperiosa, halló la unión de los labios y se metió dentro.
Linnea forcejeó, pero él la aplastó contra la fría pared de piedra del cobertizo y le apretó un pecho para que no se moviese. Empujó la muñeca, pero era resistente como una cerca de alambre nueva, y el pánico se apoderó de ella, al mismo tiempo que Rusty Bonner le oprimía sin cesar el pecho, y ella gemía contra la lengua que la invadía, apretada contra la piedra que le hacía doler el cráneo.
– Basta… -trató de decir, y la boca del hombre ahogó una vez más la súplica. Forcejeó con denuedo y logró librar la boca-. ¡Basta! ¿Qué está haciendo?
Rusty le sujetó los codos, los apretó con fuerza contra la pared y meció sus caderas contra las de ella hasta hacerla sentirse sucia y más asustad que nunca en la vida. Se debatió como loca para soltarse, pero para Rusty Bonner, que había domado caballos salvajes y toros, una menuda maestra de escuela no era nada.
– Dijiste que ya te habían besado. Más de una vez.
Mortificada por lo que le hacían las caderas del hombre, sintió que las lágrimas le quemaban los ojos.
– Mentí… por favor, suélteme.
No pudo desplazar las muñecas duras, de tendones fuertes.
– Tranquila… tranquila. Verás, esto va a gustarte…
Ahogó un sollozo mientras las manos del hombre se ahuecaban sobre sus pechos, llenándose con ellos y casi levantándola en el aire.
En eso, oyó la voz queda de Theodore.
– Señorita Brandonberg, ¿es usted?
La presión sobre tos pechos desapareció, y los talones de Línea volvieron a posarse.
El alivio fue tan grande que le dieron ganas de llorar y de refugiarse contra el cuerpo sólido de Theodore. Al mismo tiempo, la vergüenza la hizo querer desaparecer de la faz de la tierra.
– S…si, Theodore, soy y…yo.
– ¿Qué está haciendo aquí afuera?
La voz de Rusty respondió, imperturbable, al tiempo que se daba la vuelta, indolente:
– Sólo estamos conversando acerca de montar toros en Texas. ¿Alguna objeción, señor Westgaard?
De repente. Theodore se arrojó hacia delante, agarró a Linnea por la muñeca y tiró tan fuerte que la muchacha creyó que le había sacado el hombro de lugar.
– ¡Pequeña tonta! ¿Cómo se le ocurre salir aquí afuera con un tipo como este? ¿No le importa lo que piense la gente?
– ¡Vamos, vamos, un minuto, Westgaard! -gangoseó el texano.
Theodore giró hacia Bonner, todavía sin soltar la muñeca de Linnea.
– ¡Tiene dieciocho años, Bonner! ¿Por qué no busca a alguien de su misma edad?
– Ella no se negó -replicó Bonner, con el mismo tono indolente.
– ¿Ah, no? No es así lo que me parece. Y, si ella no se negaba, yo sí.
Ha terminado aquí. Bonner. Recoja su paga por la mañana y no quiero volver a verlo. -Bonner se alzó de hombros y avanzó como para pasar junto a Theodore y volver al baile-. Y no entre otra vez allí. No quiero que nadie de los presentes sospeche que ella estuvo con usted- -Giró sobre los talones, arrastró a Linnea tras él y le ordenó-: Vamos.
– ¡Theodore, suélteme!
Trató de soltarse, pero las zancadas furiosas le reverberaron en el brazo y le sacudieron la cabeza.
– La soltaré después de que haya aprendido a tener un poco de sentido común. Por ahora, se viene conmigo. Volveremos arriba, y les haremos creer que estuvo afuera conversando conmigo- Y, si hace algo que los haga creer otra cosa, que Dios me ampare, pero la llevaré al almacén de herramientas de Osear y le sacudiré el trasero, ¡qué es lo que haría su propio padre si estuviese aquí!
– ¡Theodore Westgaard, suélteme en este mismo instante!
Indignada por ese trato digno de aplicarse a una chiquilla recalcitrante, intentó despegar el pulgar de él de su muñeca, pero fue inútil.
Theodore atravesó el cobertizo y le dio un tirón que casi la aplastó de nariz contra el tercer peldaño de la escalera.
– ¡Y ahora suba allí y compórtese como si no'stuviese a punto de estallar en lágrimas!
Furiosa, subió la escalera enredándose con las faldas y maldiciendo por lo bajo. Lo único que había logrado era cambiar a un bruto por otro.
¿Qué derecho tenía Theodore Westgaard a darle órdenes?
Al llegar arriba, la aferró del codo con tanta fuerza que le dejó la marca, la lanzó hacia la pista de baile, la puso de cara a él y arrancó con un vals sin siquiera preguntarle:
– ¿Quiere?
Linnea se movió como un bastón, y Theodore pegó en su rostro una sonrisa como de cera. Comentó entre dientes:
– Se mueve como un espantapájaros. Finja que está divirtiéndose.