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Linnea se relajó, trató de seguir los pasos y compuso una sonrisa.

– No puedo, Theodore. Déjeme ir, por favor.

– Bailará, pequeña señorita. Y ahora sigamos.

Linnea había querido bailar con él, pero no de ese modo, Tenía el estómago revuelto. En los ojos, un brillo peligroso. Las ganas de llorar la ahogaban. Sentía en la espalda la mano de Theodore, rígida de furia, y la otra apretándole los dedos con contenida exasperación. Pero los pies de ambos se movían al ritmo de la música, y las faldas revoloteaban al compás de los giros que él le imprimía, fingiendo los dos que estaban pasándolo maravillosamente.

Linnea aguantó todo lo que pudo, pero, cuando el nudo en la garganta fue demasiado grande para contenerlo, cuando las lágrimas amenazaban desbordarse, le rogó con voz temblorosa:

– Por favor, Theodore, por favor, déjeme ir. Si no, romperé a llorar y los dos quedaremos muy avergonzados. Por favor…

Sin agregar otra palabra, la hizo girar por el codo y la condujo directamente a donde estaba Níssa.

– Linnea no se siente bien. La llevaré a casa, pero regresaré.

Un momento después, Linnea estaba otra vez al pie de la escalera atravesando el establo con Theodore pegado a los talones. Echándose a correr, se dirigió hacia la puerta y, cuando estuvo fuera, escondió la cara entre las manos y un sollozo brotó de su garganta. Vacilante, Theodore se detuvo detrás, todavía enfadado, pero conmovido por las lágrimas más de lo que hubiese querido. Por fin le tocó el hombro, pero ella se apartó, escondiendo la cara en un brazo y apoyándose contra la pared del establo.

– Linnea, salgamos de aquí.

Se sentía demasiado desdichada para advertir que la había llamado por su nombre por primera vez. La condujo todavía sollozando hacia un grupo de álamos donde esperaban las carretas. Con la cabeza gacha, Línea seguía llorando, y Theodore contenía el deseo de abrazarla y de consolarla.

– Por la mañana se habrá ido. Ya no tiene nada que temer.

– Oh, Th… Theodore, es…estoy tan av…avergonzada…

El hombre hundió con fuerza las manos en los bolsillos.

– Es joven. No creo que supiera lo que estaba haciendo.

Ella levantó la cara, y Theodore vio las huellas plateadas de las lágrimas en las mejillas, y percibió el tono suplicante de la voz.

– N…no. Oh, Theodore, de verdad no lo sabía.

Theodore sintió como si una cincha le estrujara el corazón. Tembló entero y sintió que su furia se disipaba.

– Le creo, pequeña. Pero debe tener cuidado con los desconocidos. ¿Sus padres no le enseñaron eso?

– S…sí. -Dejó caer la cabeza, y el cabello le cubrió el rostro-. Lo sien…siento mucho, Theodore. El dijo que s…sólo salaríamos a re… refrescamos, pero lue…luego me besó y lo… lo único que yo quería era saber cómo era eso. -Un sollozo le levantó los hombros y le sacudió la cabeza-. P…por eso lo dejé.

Al recordar lo que siguió, se cubrió la cara con las manos y apoyó la frente contra el pecho del hombre.

Theodore sacó las manos de los bolsillos y le sujetó los hombros.

– Sh… calle, pequeña. No tiene por qué llorar. Ha aprendido una lección.

Linnea barbotó contra su pecho.

– Pero to…todos lo sabrán, y yo soy la ma…maestra de la escuela. Se supone que debo dar un buen ejemplo.

– Nadie lo sabrá. Deje de llorar. Le acarició los brazos con los pulgares, erguido, con el pecho abombado tratando de mantener la distancia entre los dos. Con cada sollozo, las manos de Linnea le golpeaban el pecho. En la camisa se formó una mancha húmeda y, cuando se le pegó a la piel, la resolución se desvaneció. Ahogó una risa-. Tengo poca práctica en eso de consolar mujeres que lloran, ¿sabe?

Desde detrás de la cortina de cabello llegó una suave carcajada ahogada y, avergonzada, trató de secarse las mejillas.

– Mi cara es un desastre. ¿Tiene un pañuelo?

Theodore sacó uno del bolsillo trasero, se lo puso en la mano y dio un paso atrás. Después de que se secara la cara, se sintió más tranquilo.

Por fin, Linnea levantó su rostro. A la luz moteada de la luna, los ojos y los labios se veían hinchados y el cabello, revuelto. Theodore pensó en el canalla de Bonner, imaginó su boca y sus manos sobre ella y sintió ansias asesinas.

Sin advertencia, Linnea le echó los brazos al cuello y apretó su mejilla húmeda en él.

– Gracias, Theodore -murmuró-. Nunca en mi vida me sentí tan feliz de ver a alguien como cuando usted apareció ahí, junto al cobertizo.

El hombre cerró los ojos. Ahogó un gemido y la estrechó con fuerza contra su pecho. La muchacha se le pegó, muy apretada, encendiéndole el cuerpo. Las manos de Theodore se posaron en su espalda. Olía a almendras, y el suave cabello revuelto se le apretaba contra el mentón y los pechos contra su corazón palpitante.

Se puso rígido y la apartó con suavidad.

– Venga, la llevaré a casa.

Obediente, se apartó, pero clavó la vista largo rato en el suelo, entre los dos. Por fin levantó la cabeza para mirarlo, y la penumbra no alcanzó a ocultar la grave expresión interrogante de su mirada, antes aun de que hablara.

– ¿Por qué no me sacó a bailar?

Theodore pensó una respuesta, pero no podía decir la verdad.

– Bailó con todas menos conmigo, y por eso salí afuera con Rusty. Para ponerlo celoso.

– ¿A mí?

– ¿Por qué no me invitó?

Tragó saliva:

– Bailamos, ¿no es cierto?

– Eso no fue bailar, fueron dos personas chocándose tas cabezas. -Esperó, pero Theodore dio un paso atrás-. Está bien, entonces ¿por qué me rescató?

Avanzó un paso y el hombre extendió las manos para detenerla.

– Linnea.

– Era una advertencia.

– ¿Por qué?

– Usted sabe por qué, y no es bueno para ninguno de los dos.

– ¿Por qué, Teddy? Dime por qué.

El nombre lo recorrió como un relámpago de fuego.

– Linnea…

Lo único que pretendía era extender las manos para detenerla.

– ¿Por qué?

Un murmullo.

Estaba tan cerca que podía oler el perfume de las almendras en su piel. Se mostraba tan vehemente que podía sentir el estremecimiento de sus brazos bajo las manos. Ella era tan inocente que él sabía, incluso mientras sus manos se cerraban y la alzaban, que ese sería uno de los errores más grandes que hubiese cometido.

– Porque…

Posó los labios en la boca que esperaba, y su corazón se volvió loco dentro del pecho. Los brazos de Linnea se levantaron, y los cuerpos se fundieron, íntimos, cálidos y duros. Todavía es una niña. Todavía no sabe besar siquiera. Pero los pechos jóvenes se aplastaban contra él, los dedos se enlazaban en su cuello, los dulces labios cerrados, inexpertos, eran suyos por el momento. Se dejó invadir por las sensaciones y, cuando al fin el sentido común se fortaleció, encontró la voluntad para apartarla.

Dos respiraciones entrecortadas ascendieron en la noche otoñal.

– No f…fue así cuando me besó Rusty Bonner.

– Shh. No.

– Por favor, bésame otra vez, Teddy.

– ¡No!

– Pero…

– ¡He dicho que no! No tendría que haberlo hecho.

– ¿Porqué?

– ¿Tiene un par de horas de tiempo? Le daré toda una lista. -La sujetó por el codo y la hizo girar hacia la carreta-. Ahora suba ahí -ordenó con vivacidad.

Pero su voz se estremeció de emoción.

– Theodore…

– No. Por favor, limítese a subir a la carreta.

No advirtieron que habían dejado los abrigos hasta que emprendieron el regreso a la casa, en medio de la noche helada. Linnea tembló y se abrazó.

Theodore se bajó las mangas de la camisa y se abotonó los puños, sin hablar.

– ¿Quiere que volvamos a buscar su abrigo?

– No, lléveme a casa.

Y, aunque lo hacía sufrir verla acurrucarse, temblando, cuando podría haberla rodeado con un brazo y protegerla del frió y del mundo, no lo hizo.