Westgaard. ¡Y pensaba en marcharse a luchar!
– Rooseveit dijo que era nuestro deber, que teníamos que unimos a los Aliados y declararle la guerra a Alemania. Ahora que ya lo hemos hecho, quiero participar.
En esa región, la gente hacía más caso de Rooseveit que de Wilson.
– Pero estás participando. Eres granjero.
– Hay muchos hombres para cultivar trigo. Lo que necesitan son más hombres para pelear.
Linnea imaginó a Bill en una trinchera, con la bayoneta en la mano… o en el corazón… y se estremeció. En un gesto candido, pasó su brazo por el de él, y el muchacho rió, encantado.
– Bueno, todavía no me voy, Linnea. Aún no se lo he dicho a mis padres.
– No quisiera que te fueses nunca. No quiero que se vaya ninguno de los que conozco.
Menos de una hora después, estaban de nuevo en el sendero de la casa. Cuando los caballos se detuvieron, la mano enguantada de Bill cubrió la suya.
– El sábado que viene, por la noche, habrá otro baile. ¿Vendrás conmigo?
– Yo…
¿Qué debía responder? Sin advertirlo, estaba comparando la nariz respingona de Bill con la aguileña de Theodore, los claros ojos verdes con los castaños de Theodore, el cabello rubio con el castaño y lacio del hombre. La nariz de Bill le pareció muy infantil, los ojos demasiado claros, el cabello demasiado ondulado para su gusto. Desde que Theodore había aparecido en su vida, ningún otro podía comparársele. Era con él con quien quería bailar, aunque había pocas esperanzas de que lo lograse.
– ¿Qué respondes, Linnea?
Se sintió atrapada. ¿Qué excusa lógica podía darle a Bill? Además, quizás asistir con él al baile provocaría alguna reacción en Theodore, y aceptó.
Bill la acompañó hasta la casa con la actitud de quien no tiene prisa por llegar. Junto a la puerta del fondo, la tomó de los hombros y le dio un beso despojado de exigencias, si bien fue lo bastante largo como para que volaran chispas, si estaban destinadas a volar. Nada. No pasó absolutamente nada.
– Buenas noches, Linnea.
– Buenas noches, Bill.
– Nos vemos el sábado por la noche.
– Sí. Gracias por el paseo.
Cuando se fue, Linnea suspiró, comparando ese beso con el de Theodore. No era justo que el beso de un hombre gruñón la excitara más que el de un joven varón interesado en ella, como lo estaba Bill.
Adentro sólo habían dejado sobre la mesa de la cocina una lámpara con la mecha baja. Se sintió cansada y desanimada, colmada de preguntas sin fin con respecto al curso de su vida. ¿Y qué pasaba con aquellos que le importaban? ¿De verdad Bill se marcharía a la guerra? ¿Lo harían los otros jóvenes que conocía? Abstraída, caminó alrededor de la mesa y posó las manos en el respaldo de la silla de Theodore, Gracias a Dios, si se llegaba eso, él era demasiado mayor para ser convocado.
– ¿Has tenido un paseo agradable?
El sonido de su voz que llegaba desde las sombras, al otro lado de la cocina, le encendió la sangre. Al volverse lo vio apoyado contra la entrada a la sala, con los brazos cruzados flojamente. Llevaba puestos unos pantalones negros y tirantes negros sobre la parte superior de la prenda enteriza que usaba para dormir. Llenaba la prenda como una manzana Hena su pellejo, y aquella enfatizaba cada bulto y hondonada. Tenía las mangas enrolladas sobre el codo, y exhibía gruesos antebrazos musculosos, sombreados de vello oscuro. Más vello aparecía en la abertura del cuello. Era mucho más hombre que Bill.
– Sí -respondió, manteniéndose erguida y quieta.
Theodore aguardó en silencio, debatiéndose contra los celos, ordenándole a su corazón que se calmara. La luz de la lámpara daba a su piel un matiz de melocotón. Los labios de Linnea estaban entreabiertos y en sus ojos se veía un desafío. No hizo el menor esfuerzo por disimular que estaba acariciando la silla en que él solía sentarse. Esa maldita chica no sabía qué le estaba insinuando.
– Hemos ido hasta el arroyo.
Theodore sabía perfectamente lo que se proponía, y se reclinó contra el vano de la puerta con fingida indolencia, como si dentro de él no se retorciera todo, como si no estuviese preguntándose qué más habrían hecho.
– Es muy hermoso de noche.
¡Pedazo de noruego obstinado! ¿No adivinas lo que siente mi corazón?
– Me ha invitado a bailar el sábado por la noche.
– ¿Ah, sí? ¿Y qué le ha respondido?
– He aceptado.
Theodore clavó la mirada en ella por largo tiempo, sin moverse. Hill era joven; tenía derecho. Y, sin embargo, eso no lo hacía más fácil de aceptar. Por último, se obligó a apartar la vista.
– Qué bien -dijo apartándose de la puerta.
Linnea sintió ganas de llorar.
– S…sí. -Soltó un hondo suspiro y le preguntó-: ¿Usted irá?
Theodore hizo como si lo pensara largo rato antes de responder:
– Supongo que sí.
– ¿Esta vez bailará conmigo?
– Es preferible que baile con los más jóvenes.
Linnea levantó una mano en ademán suplicante.
– Teddy, no quie…
– Buenas noches, Linnea.
Giró rápidamente y la dejó ahí, de pie en la cocina.
Cuando Theodore estuvo dentro del dormitorio, se sentó en el borde de la cama con la cabeza entre las manos. El rostro de Linnea ardía ante él, ese bello rostro joven que no ocultaba nada. Con esos ojos azules de largas pestañas, incapaces de esconder la verdad. Se echó hacia atrás con los ojos cerrados y los brazos abiertos. Señor, Señor. El era el que tenía más edad más sabiduría. Él era el responsable de mantenerla a distancia. Pero ¿cómo?
En la semana que siguió, el tiempo se volvió frío y los heniles comenzaron a llenarse. Un jueves. Osear Knutson pasó a informarle a Linnea que el baile del sábado se haría en la escuela.
– ¿En la escuela?
– Aquí hay estufa, y bastará con que apilemos los pupitres contra una pared. Haremos casi todos los bailes aquí hasta que los heniles se vacíen otra vez, hacia la primavera. Quería comunicárselo para que usted diga a los chicos que vacíen los tinteros. Por lo general, Theodore viene a encender la estufa y a preparar todo.
Otra vez Theodore. No le había dirigido ni dos palabras desde que ella le dijera que iría a bailar con Bill, y lo último que hubiese querido era pedirle que fuese a la escuela a encender la estufa antes del baile.
– ¿Tengo que pedírselo?
– No, ya está todo organizado.
Todos llegaron temprano: Bill y Linnea en el coche. Theodore, Nissa, Kristian y los peones en otro, y se encargaron de encender el fuego, de llenar la cazuela de agua y de apartar los pupitres.
Por la noche, la escuela tenía un aspecto acogedor, con la negrura que se veía por las ventanas y las lámparas encendidas en el interior. Línea corrió el escritorio contra la pizarra para que la orquesta pudiese instalarse sobre la tarima. Nissa instaló una mesa con tentempiés en el guardarropa, cortando un pastel de limón, al que se sumarían otros pasteles y emparedados cuando llegaran las demás mujeres. Kristian esparció harina de maíz por el suelo. Theodore encendió el fuego y luego recorrió el salón con la cabeza ladeada, observando la hilera de dibujos infantiles colgados de la pared con un cordel rojo.
Oyó a sus espaldas una voz tranquila:
– Flor de cardo.
Mirando sobre el hombro, vio que Linnea lo observaba con los brazos cruzados. Tenía puesto un vestido azul marino a media pierna y no parecía mayor que las niñas que habían hecho esos dibujos.
– Eso supuse, pero en algunos casos es difícil saberlo.
Se dio la vuelta para seguir observando las torpes obras de arte, con los pulgares enganchados en los broches de los tirantes y una sonrisa benévola en los labios. Linnea acompañó su paseo a lo largo de la fila-