Los días siguientes la trató como a una niña. Nada más que una niña.
Una mañana poco después, cuando Linnea despertó, silbaba un viento que llegaba desde Saskatchewan con ese frío que prometía nieve. Entonces se enfundó en abrigada ropa interior de algodón y largas medias de lana y, aun así, la caminata a la escuela le pareció el doble de larga que cuando podía ver a los cosechadores a lo lejos.
Al llegar allí, se detuvo en la entrada del guardarropa, contemplando el familiar ámbito. Qué extraño el modo en que adoptaba diferentes personalidades según las diferentes situaciones. En las mañanas soleadas no había sitio más alegre. La noche del baile, ningún lugar más excitante. Pero, ese día, despojado por completo de voces infantiles y con las nubes grises que se veían por las largas ventanas desnudas, el pequeño recinto le dio un escalofrío.
Salió de prisa a buscar carbón. El viento formaba un embudo cerca de la puerta de la carbonera y le levantaba las puntas del echarpe. Se preguntó cuánto faltaría para la primera nevada. Volvió a entrar y, sin quitarse los mitones, cargó la estufa; en la escuela vacía, el estrépito de las tapas y la cubierta tenían un sonido fantasmal. Por último, a desgana, volvió al guardarropa y se encontró con que en la cazuela de agua se había formado un disco de hielo. Lo quitó y volvió afuera, a la bomba, notando otra vez la enorme diferencia entre desarrollar esas tareas una soleada mañana otoñal y en esa, lúgubre, de preludio del invierno.
Cuando llegó Kristian, se alborozó de contar con su compañía. Entre los dos llevaron la mesa con el recipiente de agua al rincón del fondo, en el aula principal. Él y otros niños llevaron patatas y las colocaron en la reja de la estufa, donde se asarían para el almuerzo y, hacia media mañana, la fragancia invadía el salón. A la hora del recreo, sólo la mitad de los alumnos optaron por salir al patio. La otra mitad se ocupó de dar la vuelta a las patatas y se dedicó a conversar o a dibujar en la pizarra.
Esa tarde en el camino de regreso caían unos copos de nieve secos y duros. La hierba parda de la zanja se estremecía y parecía acurrucarse, preparándose para su refugio invernal. Las nubes tenían un aspecto amenazador y cabrilleaban más rápido cruzando el cielo de pizarra, con sus pangas oscuras y pesadas.
Al entrar en el patio descubrió que la carreta comedor de Isabelle Lawler ya no estaba. Miró alrededor, pero tampoco se veía a ninguno de los peones contratados. Supo, entonces, que se habían marchado y no regresarían hasta el año siguiente.
La casa estaba en silencio.
– ¡Nissa! -llamó. Nadie respondió-. ¡Kristian!-La cocina estaba tibia y olía a cerdo asado y a calabaza nueva, pero lo único que se oía era el viento zumbando, lúgubre, afuera-. ¡Nissa! -llamó de nuevo, asomándose a la sala del frente, pero también estaba vacía.
Cautelosa, espió en el dormitorio de Nissa. Estaba a oscuras y desocupado, el cobertor metido pulcramente bajo las almohadas y todo en perfecto orden. Sobre el tocador había una galería de retratos: los hijos cuando eran bebés recién nacidos, en la época en que empezaban a caminar y de niños; en ocasión de las confirmaciones, con Biblias en la mano; el día de la boda, con sus esposas, rígidas, junto a ellos. Sin ser consciente de lo que hacía, Linnea se acercó a la cómoda y se inclinó para verlas más de cerca.
Allí estaba Theodore con su novia. Tenía el cabello muy corto y un semblante casi infantil en su delgadez. El cuello tenía la mitad del ancho actual y la oreja izquierda se doblaba un poco en la punta. Era curioso que no lo hubiese notado antes.
Los ojos de la muchacha se posaron sobre la imagen de la mujer sentada, erguida, en una silla de respaldo recto frente a él. Tenía un rostro sereno y delicado como un capullo de violeta. Los ojos eran muy bellos y los labios eran de esa clase que -supuso Linnea- a los hombres les parecían tiernos y vulnerables.
"Así que tú eres Melinda." Contempló el hermoso rostro un momento más. "Aquí no se habla mucho de ti, ¿lo sabías?"
En consonancia con el día, se estremeció y salió de la habitación retrocediendo. Se detuvo mirando la puerta del dormitorio vecino. A diferencia de la de Nissa, que estaba abierta de par en par, esa estaba apenas entreabierta. Nunca había visto qué había tras ella.
– Theodore -llamó con suavidad. La puerta estaba pintada de color crudo, como todo el resto de la madera de la casa y tenía un diseño doble de cruz y un pomo de porcelana blanca con un escudo negro- ¡Hola!
Apoyó las yemas de los dedos y empujó. La puerta se abrió sin ruido: como hacía con todo Theodore aceitaba con regularidad los goznes. Sintiendo culpa y curiosidad a la vez, miró. Era un cuarto más desolado que el anterior. Daba la impresión de que el mismo Theodore había hecho la cama esa mañana. El cobertor estaba extendido, pero no metido bajo la almohada como habría hecho una mujer. No había armario, sino una tabla con ganchos sobre una pared, de donde colgaba en una percha el traje negro de los domingos y la bata de trabajo de los tirantes. Sobre el suelo, las mejores botas, una al lado de la otra como negretas durmiendo. Contemplándolas la recorrió una oleada de culpa: había algo demasiado personal en los zapatos abandonados. Apartó la vista.
El papel de las paredes era floreado y estaba desteñido. Junto a la mesilla de noche había un diminuto taburete con una cubierta bordada en lana, que debió de haber pertenecido a Melinda. Tenía el aspecto de un objeto del agrado de una tímida violeta como ella. En el dormitorio en penumbra, trascendía un aire triste, fuera de lugar, como si aguardase el regreso de la mujer que se había ido para siempre.
Sobre el tocador de frente abombado había una fotografía de marco oval, como esas que suelen colgarse de la pared. Como estaba en un ángulo visual muy cerrado, Linnea se acercó. Era Melinda, otra vez, pero más hermosa-si eso era posible-que en la foto de la boda. El retrato atrajo las manos de Linnea. Lo levantó y tocó el cristal convexo. Esos ojos melancólicos, esa subyugante exquisitez… Melinda era muy joven cuando le fue tomada la fotografía: por lo menos, tanto como lo era ella en ese momento. Comprenderlo la entristeció y lamentó los años transcurridos desde entonces y su propia juventud, que hubiese cedido con gusto si con eso lograba que Theodore la mirase una sola vez como habría mirado a esa mujer.
Suspiró y volvió a dejar el retrato en el sitio exacto donde estaba.
Echó otra mirada a la cama ancha y luego salió furtivamente del cuarto, dejando la puerta tal como la encontrara.
La casa estaba solitaria y de repente supo que no quería estar sin los demás. Quería encontrarlos y sacudirse los efectos de ese clima lúgubre, de las fotos y de la sensación de abandono que envolvía a toda la granja. Se envolvió la bufanda de lana bajo la barbilla y fue hacia la puerta.
Confirmó que la carreta comedor se había ido. Qué raro que la echase de menos, pese a los celos que le despertaba Isabelle Lawler. Sólo quedaban los arbustos ataviados únicamente con sus vainas en forma de banana que chocaban entre sí, solitarias, empujadas por el viento. No era la carreta lo que echaba de menos sino la temporada que representaba. ¿Qué había entre Theodore e Isabelle? Si había algo, ¿cómo podía atraerlo una mujer tan diametralmente opuesta a Melinda?
Cuando se volvió y divisó tres diminutas figuras en un corral, el viento le apretaba el abrigo contra la parte de atrás de las piernas. Desde ahí distinguió a Theodore, Kristian y Nissa. ¿Qué hacían ahí, junto a los caballos? Se arrebujó mejor en el echarpe y atravesó el viento, agitado desde el Noroeste por el Saskatchewan. Al parecer, todos los caballos de Theodore estaban reunidos en un sitio, con las colas levantadas como salpicaduras de mar, y se removían inquietos. A medida que se acercaba, vio que Theodore acariciaba la ancha nariz moteada de una yegua llamada FIy.
– ¿Pasa algo malo? -preguntó, alzando la voz.