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Y las polainas no eran lo peor. Debajo se había puesto una larga ropa interior gruesa que le iba desde la cintura hasta los tobillos, y encima, medias largas de lana negra, sujetas en el borde superior por un apretado anillo de goma que le apretaba y le cortaba la ingle. Sobre todo este bulto, unas sobrecalzas de lona caqui, una prenda rígida, con ballenas de refuerzo que iban del tobillo a la rodilla, y todo enlazado al costado por medio de ojalillos y cordeles que le cortaban más aún la circulación. Sumado a eso, las botas de goma. ¡Se sentía como andando sobre barriles!

La nieve había producido excitación en la escuela. Y charcos. Olor a lana mojada. Narices chorreando. Desorden en el guardarropa, donde había sobrecalzas tiradas bajo los bancos y echarpes de lana caídos sobre el suelo sucio y mojado y mitones perdidos y botas confundidas. Después del recreo, llegaba el peor olor: el de la lana quemada de los mitones puestos a secar sobre la reja de la estufa.

Linnea designó un monitor del guardarropa, dio órdenes de que ningún niño fuese a la escuela sin pañuelo y procuró recordar pedirle al inspector Dahí una rejilla de madera para colgar la ropa.

Pero la nieve también trajo alegría. En el recreo, jugaban al zorro y el ganso, y Linnea empujaba el borde de la rueda con tanto entusiasmo como los más pequeños. Estos hacían "ángeles" en la nieve y parloteaban a cerca del día de Acción de Gracias, que estaba a punto de llegar. Los más grandes hacían planes para colocar líneas de trampas en el fondo del arroyo, con la esperanza de ganar dinero en el invierno.

Con la llegada de la nieve, también en la casa las cosas cambiaron.

Se modificó la rutina de la granja. Todo se relajó. Una vez más, la familia se reunía a las horas de las comidas, y Kristian empezaba a manifestar una marcada mejoría en sus modales en la mesa. Por las mañanas, la cocina olía a leche. La separación de la crema ya no se hacía fuera sino dentro.

Dos de los gatos del establo se acomodaron debajo de la cocina. Por las noches, a menudo se veía a Nissa con agujas de tejer en las manos. Línea advertida por los galos, corregía las tareas en la cocina en lugar de hacerlo en su cuarto del altillo, expuesto a las corrientes de aire.

El tiempo se volvió helado. Igual que sus alumnos, cuando caminaba se envolvía una bufanda de lana alrededor de la cara y hasta con los gruesos mitones con frecuencia tenía los dedos ateridos antes de llegar a la escuela.

Un día, al regresar a casa, se encontró con Theodore y John trabajando en un pequeño cobertizo, cerca del pozo. Atravesó el patio, se bajó el echarpe y los saludó:

– Hola, ¿qué están haciendo ustedes dos?

– Preparándonos para matar una vaca -le respondió John, formando una nubecilla blanca con el aliento.

– ¿Aquí?

El cobertizo no tenía más que unos dos metros cuadrados, estaba hecho de madera, con suelo sin desbastar, y en el centro había un escotillón cuadrado.

Theodore y John intercambiaron sonrisas. En ocasiones, la pequeña señorita hacía preguntas de lo más ridículas.

– No -aclaró Theodore-, aquí es donde almacenamos la carne. Antes de matar a la res tenemos que preparar el hielo.

– Ah.

Se afanaban bombeando agua en un profundo hoyo cuadrado que había debajo del suelo. Al día siguiente, Linnea tuvo ocasión de observar la ingeniosa eficiencia de la cámara para guardar la carne cuando los halló extendiendo una capa de paja limpia sobre el enorme bloque de hielo sólido, ya listo para la carne recién cortada.

A la tarde siguiente, día de matanza, cuando volvió a la casa la cocina estaba transformada en un espectáculo que le revolvió el estómago. Los dos hombres se atareaban aserrando la carcasa de una vaca sobre la misma mesa de la cocina, y Nissa se ocupaba de rellenar las salchichas.

Mientras observaba la asquerosa operación, el rostro de la muchacha adquirió un tinte verdoso. Disimulando la sonrisa, Theodore bromeó:

– ¿De dónde creía que salía la carne, señorita?

Pasó tan rápido por la cocina que pareció que la perseguían las llamas cuando subió la escalera, en la prisa por escapar de ese espectáculo nauseabundo.

Esa noche, después de la cena, Theodore, Nissa y Kristian se sentaron a la mesa y cortaron, con suma paciencia, tiras largas y finas de carne y fueron echándolas en un barril con salmuera.

– ¿Y eso qué es?

– Cuando terminemos, será cecina -respondió Nissa sin levantar la vista-. Lo dejamos en remojo un par de semanas, lo colgamos a secar en el granero… no hay nada que lo supere.

A la noche siguiente, en la cocina había un olor delicioso, y durante la cena le pasaron un cuenco en el que había un espeso cocido con carne, patatas, zanahorias, cebollas y salsa. Untó con mantequilla una rebanada del pan hecho por Nissa, se sirvió el estofado que olía de rechupete y atacó: era delicioso, sin discusión. ¡Y cuánto más agradables resultaban las comidas ahora que habían aprendido a conversar!

Kristian le preguntó a Nissa dónde se haría ese año la cena de Acción de Gracias.

– Les toca a Ulmer y Helen -respondió la abuela.

– Oh, abuela, las cenas de la tía Helen no son tan buenas como las tuyas. Me gusta más cuando celebramos Acción de Gracias aquí.

– Navidad será aquí, y entonces comerás mis guisos.

Intervino John:

– Las comidas que prepara mamá serán buenas, pero no pueden competir con el estofado de corazón.

– ¿Estofado de corazón?

Linnea se quedó boquiabierta y clavó la vista en su plato.

– Ese era uno de los corazones más grandes que he visto este año -agregó Nissa- Comed.

Linnea tuvo la impresión de que sus tripas rodaban y se sacudían con violencia. Se le cayó la cuchara de los dedos y se quedó mirando con la boca abierta la porción a medio comer que tenía delante. ¿Qué haría con el bocado que tenía en la boca?

En ese instante, Theodore dijo:

– No creo que la señorita Brandonberg comparta la opinión de John.

Todas las miradas se centraron en ella. Inhaló una gran bocanada de aire, se fortaleció y tragó con valor. El estofado de corazón hizo un inmediato intento de regresar. Se apoderó de la taza de café, bebió un gran sorbo, quemó la boca. Empezaron a saltársele las lágrimas.

– ¿Pasa algo malo con el estofado de corazón? -observándola por encima de las gafas ovaladas, preguntó Nissa,

– Yo…ehhh…,

– Ma, creo que sería una grosería que le contestara. -Theodore, disimulando la sonrisa intervino.

– Di… discúlpenme -logró decir Linnea, en voz débil y temblorosa. Empujó la silla hacia atrás, arrojó la servilleta y fue directamente escaleras arriba, corriendo como un mapache delante de la jauría, tapándose la boca con la mano.

Se oyó el portazo en la planta alta.

Los cuatro que estaban en la mesa intercambiaron miradas significativas.

– Es melindrosa en la mesa, ¿no? -observó Nissa, con sequedad, y siguió comiendo, tranquila.

– Supongo que deberíamos de habérselo advertido, teniendo en cuenta cómo reaccionó con los emparedados de lengua -dijo Theodore, aunque por dentro sonreía.

– Creí que era noruega. Nunca supe de un no noruego que fuese tan melindroso.

– Sólo es noruega a medias -les recordó Kristian-. La otra mitad es sueca. ¿Recordáis?

– Ah, esa debe de ser la parte delicada -concluyó Nissa.

Arriba Linnea estaba acurrucada en la cama, inmóvil. Cada vez que evocaba el desagradable espectáculo que presentaba la cocina el día anterior e imaginaba un gran corazón palpitante, el revoltijo aumentaba. Se obligó a pensar en cosas más agradables: los caballos que corrían en medio del viento fresco y limpio; las campanillas trepando por el molino de John; los niños jugando a zorro y ganso sobre la nieve recién caída.

Se oyó un suave golpe en la puerta.

– ¿Sí? -contestó con voz débil.

– Señorita Brandonberg, ¿está bien?