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Una vez que estuvieron todos sentados, Ulmer pronunció la oración de gracias. Un momento después entró Helen, triunfante, con una ancha fuente de plata donde había un humeante Lutefisk, reluciente de manteca derretida.

"¡Oh, no!", pensó Linnea. "¡La maldición de Noruega!"

La fuente pasó de mano en mano entre exclamaciones, mientras ella se desesperaba tratando de adivinar dónde estaría el pavo. Vio cómo iba acercándose el maloliente pescado con la misma impaciencia que debió de sentir Santa Juana viendo que el incendiario iba a buscar un fósforo.

Cuando llegó a ella, se lo pasó a Francés con la mayor discreción posible.

Francés vociferó:

– ¿No va a comer ni un poco de lutefisk?

– No, gracias. Francés -susurró Linnea.

– ¡Pero tiene que comer lutefisk! ¡Es la cena de Acción de Gracias!

Francés bien podría haber contratado a un pregonero de feria: todos dirigieron miradas horrorizadas a la recalcitrante señorita Brandonberg,

– Nunca logré que me gustara. Por favor, tú… pásaselo a Norna.

A su izquierda. Clara -que Dios la bendijese-, reía entre dientes al otro lado de la mesa vio que Theodore ocultaba la sonrisa con un dedo.

La anfitriona apareció con la siguiente exquisitez noruega: lefse, un pan de píllala; chalo que, en su opinión, tenía todo el atractivo de un cuero gris de caballo. Los ojos de todos los presentes observaron con disimulo si la señorita iba a cometer el segundo pecado del día. Pero esta vez se sirvió una porción para satisfacerlos. Lo unió con manteca y se la llevó a los labios. Al levantar la mirada, vio que Theodore se llevaba a la boca su propio lefse., enroscado alrededor de un trozo de lutefisk. Mordió su bocado. Él, el suyo.

Linnea cruzó los ojos y puso cara de disgusto. Theodore masticó con exagerado gusto y se lamió ostentosamente los labios, guiñándole los ojos desde enfrente de la mesa. Fue el primer intercambio amistoso desde la noche en que se habían besado y, de repente, a Linnea el lefse le pareció casi tolerable.

Cuando terminaron el lutefisk y el lefse -ah, qué alivio-, llego el pavo con sus guarniciones. Estaba acompañado de níveas patatas aplastadas, maíz graimado, guisantes en crema espesa y una deliciosa ensalada de manzanas y nueces con crema batida.

Durante toda la comida, notó que los ojos de Theodore la recorrían una y otra vez, pero, cada vez que ella alzaba la vista, lo encontraba mirando hacia otro lado.

Al terminar la comida ayudó a las mujeres a lavar la loza, mientras los hombres iban yéndose uno a uno a dormir.

Cuando terminaron con los platos, se asomó al vestíbulo delantero. La mesa había sido desarmada. Los niños habían desaparecido. John roncaba en una mecedora. Trigg estaba acostado en el suelo, de espaldas. Lo único que rompía el silencio eran los suaves ronquidos y las mujeres sentadas en torno de la mesa de la cocina charlando. En un extremo del sofá de pelo de caballo estaba estirado Lars con los ojos cerrados y las manos entrelazadas sobre la barriga. En el otro extremo, Theodore parecía el sujetalibros del hermano. Entre ellos quedaba el único espacio disponible en el cuarto y sólo alcanzaba para un pequeño almohadón, que nadie hubiese atrapado.

Posó la mirada en Theodore; se había quitado la chaqueta del traje y la corbata, el cuello y el chaleco estaban desabotonados y las mangas blancas enrolladas hasta el codo. El bronceado empezaba a desvanecerse; la franja pálida de piel en la parte superior de la frente formaba un contraste menos brusco con el resto del rostro que dos meses atrás. Tenía los labios entreabiertos, la barbilla apoyada en el pecho, los dedos flojos que casi no se sostenían, subiendo y bajando con la pausada respiración. Se le veía sereno, imperturbable, hasta un poco vulnerable.

Cruzó la habitación, levantó el almohadón cuadrado y se sentó.

Theodore abrió los ojos, se relamió los labios y suspiró con suavidad.

– No quise despertarlo -dijo Linnea en voz baja-. Es el único lugar que queda para sentarse.

– En realidad, no estaba dormido.

Volvió a cerrar los ojos.

– Sí, lo estaba. Yo estaba observándolo.

Sonrió, rió y cerró los ojos.

– ¿Ah, sí?

Linnea abrazó el almohadón y se acurrucó, apoyando la cabeza en el respaldo del sofá.

– Últimamente no me ha hablado mucho.

– Usted tampoco a mí.

– Lo sé.

La muchacha apoyó el mentón en la almohada y contempló las brillantes botas cruzadas en el tobillo; luego el brazo desnudo, donde la piel tostada se encontraba con el algodón blanco y el vello descolorido por el sol comenzaba a oscurecerse.

Theodore abrió un poco los ojos y la observó, sin mover ningún otro músculo.

– ¿Todavía está enfadada?

– ¿Por qué tendría que estarlo?

Sin mucho énfasis, giró la cabeza hacia ella.

– No lo sé. Dígamelo usted.

Linnea sintió que se le acaloraban las mejillas y bajó la voz hasta que fue un murmullo.

– No estoy enfadada con usted.

Pasó medio minuto durante el cual las miradas se sostuvieron y en el cuarto apacible resonaban los ronquidos suaves de los hombres. Al fin, Theodore dijo en voz apenas audible:

– Bien -Enderezó otra vez la cabeza y continuó-; Supe que ayer disfrutó de un buen banquete en la escuela.

– Y, sin duda, usted gozó de saberlo.

Theodore fingió una expresión ofendida y los dos se sonrieron.

– ¿Gocé? ¿Yo?

– Por lo del conejo.

– ¿Me cree capaz? -Pero arqueó una ceja, interrogante-. ¿Cómo estaba?

– Me inclino ante los peculiares gustos de ustedes: delicioso.

Theodore rió entre dientes.

– Pero hoy no pudo inclinarse ante nuestros gustos peculiares, ¿verdad?

– No tengo nada contra el modo de cocinar de Helen, pero no pude obligarme a comer esa… esa atrocidad noruega.

Theodore rió tan sorpresivamente que levantó los talones del suelo. Lars, que estaba junto a ellos, se movió. John, que estaba al otro lado del cuarto, dejó de roncar, resoplo, se frotó la nariz y siguió durmiendo

Theodore le sonrió con expresión de pleno goce.

– ¿Sabe?, creo que usted llegará a gustarme, aunque no coma lutefisk

– Sólo a un noruego podría ocurrírsele una pauta tan absurda como esa. Deduzco que, si de repente descubriese que me encanta esa cosa maloliente, pasaría la prueba, ¿no es así? -Como él se quedó pensando largo rato, finalmente la muchacha le aconsejó irónica-: No se esfuerce Theodore. No quisiera que, por mi culpa, cometa ningún pecado étnico.

De buen talante, él le preguntó:

– ¿Y eso qué quiere decir…étnico?

– Étnico… -Hizo un ademán, como buscando la explicación-. Propio de su… nacionalidad, ¿sabe?

– No sabia que los noruegos cometíamos pecados. Pensé que pasaba lo mismo en cualquier país.

– Somos todos iguales.

– Bueno, ya veo que está otra vez corrigiéndome. Debe de ser porque ya superó esa cuestión que la tenía tan irritada.

– No estaba irritada. Ya le dije…

– Oh, está bien. Lo olvidé.

Procuró acomodarse en una posición mejor, con un aire de desinterés que provocó en ella ganas de golpearlo hasta hacerlo caer del sofá. ¿Qué tenía que hacer una chica para lograr su atención?

– Theodore, ¿sabe lo que quisiera hacer? -El ni se molestó en refunfuñar-. ¡Sumergirle la cabeza en un barril de lufefiskf!

Abrazó el almohadón, cruzó los tobillos y cerró con fuerza los ojos. ¡Si estaba sonriéndole, que le sonriese, el maldito tonto! ¡Ella se quedaría ahí hasta convertirse en un fósil antes que dejarle entrever cómo la exasperaban sus burlas!

Pasaron varios minutos. Los párpados de Linnea empezaron a temblar. Theodore suspiró, se acomodó más y su brazo rozó el de la muchacha.