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– Claro que sí. Es la manera más fácil de aprender las letras.

A esas alturas, Linnea ya se había acostumbrado a ver que balanceaba la silla sobre dos patas y era capaz de percibir cada uno de sus cambios de humor. El de ese momento era de obcecación. Tenía tos brazos cruzados sobre el pecho, apretados, y la frente arrugada.

– Ni se le ocurra.

– ¿Sabe lo que les hago a mis alumnos cuando me contradicen?

– ¡Tengo treinta y cuatro años, soy demasiado grande para cantar!

Ella sonrió con afectación.

– Nunca se es demasiado viejo para aprender.

Theodore le echó una mirada capaz de quemarle el cabello a varios metros.

Lo hizo cantar una vez, pero nunca más, porque Kristian cometió el error de disimular la risa. Sin embargo, sospechaba que Theodore practicaba cuando estaba solo en la talabartería o trabajando por alguna parte de la propiedad, porque una vez se encontró con él en la cocina, pegando la suela de las botas de Kristian y silbando "Titila, titila" entre dientes. Se quedó detrás de él sonriendo, escuchándolo. Cuando Theodore la oyó canturrear suavemente junto con él, dejó de silbar. Se dio la vuelta y la encontró con las manos enlazadas tras la espalda, prosiguiendo la melodía donde él la había interrumpido. En voz muy queda y burlona, cantó:

– Ahora que el ABC aprendí, quiero saber lo que piensas de mí.

Con el entrecejo fruncido, le apuntó con la punta de la bota de Kristian.

– Lo que pienso es que le convendrá andarse con cuidado, pequeña señorita, pues, de lo contrario…

– ¡Chist, chist!

Linnea lo apuntó también, en señal de advertencia.

Theodore retrocedió.

– ¡Pienso que es conveniente que tenga cuidado, Linnea, pues de lo contrario perderá a su único alumno de primer grado de treinta y cuatro años!

Las lecciones avanzaban con rapidez. Theodore aprendía a gran velocidad. Captaba los conceptos de inmediato y, como poseía una memoria maravillosa, pocas veces era necesario repetirle las cosas. Dominado por el deseo de aprender, trabajaba con ahínco. Imbuido de natural curiosidad hacía innumerables preguntas y se grababa las respuestas en el cerebro.

En poco tiempo había memorizado todas las consonantes simples, de modo que pudieron pasar a las compuestas con ch y 11 y empezar a formar sílabas con las vocales. Luego llegaron las primeras palabras que, una vez aprendidas, casi nunca olvidaba. En dos semanas era capaz de escribir y leer oraciones simples. La primera fue: "El gato es mío." Luego "El libro es rojo." Y "El hombre era alto." Le enseñó su nombre y así llegó la primera oración personaclass="underline"

"Theodore es alto."

La noche que Theodore lo escribió, Linnea se disculpó:

– Me temo que deberemos abandonar las lecciones por un tiempo.

– Al ver la expresión consternada, se apresuró a continuar-: Es por el programa escolar para Navidad. Tengo mucho que hacer con los preparativos.

– Ah… bueno… si es eso…

Pero ella percibió su decepción.

– Después de Año Nuevo, nos pondremos al día.

La cabeza de Theodore se alzó de golpe.

– ¿Año Nuevo? ¡Pero fallan tres semanas para eso!

– Iré a mi casa para las fiestas.

Lentamente los labios del hombre dibujaron un Ah, al tiempo que asentía. Se pasó una mano por la nuca y fijó la vista en su regazo.

– Bueno, si he esperado treinta y cuatro años para aprender a leer, ¿qué son un par de semanas más?

Pero no eran las lecciones lo que lo preocupaba, sino pensar en la Navidad sin ella. Qué raro, de repente, le pareció una perspectiva desolada.

– Puedo traer de la escuela un libro de lectura y un silabario, para que los tenga durante las fiestas, y Kristian podría enseñarle algunas palabras nuevas. Entonces, cuando regrese, podrá darme la sorpresa.

– Claro -dijo, aunque su tono carecía de todo entusiasmo.

Linnea se levantó y comenzó a recoger las cosas de la mesa. Theodore la imitó. Cuando ella acercó la silla a la mesa, dejó las manos apoyadas en el respaldo y dijo en voz suave:

– Teddy.

– ¿Eh?

Levantó la vista, distraído.

– Necesito que me haga un favor.

– No estoy pagándole las lecciones, de modo que le debo más de un favor.

– Que me lleve a la estación, a tomar el tren.

La perspectiva de verla irse en el tren despojó a la Navidad de toda alegría.

– ¿Cuándo piensa irse?

– El sábado antes de Navidad.

– El sábado… bien… -Durante unos momentos todo fue silencio, hasta que comentó-: Nunca dijo que se iría a su casa para Navidad.

– Supuse que lo sabría.

– No habla mucho acerca de su familia. ¿Los echa de menos?

– Sí.

Theodore asintió.

– Este año, la fiesta de Navidad se celebrara aquí, en nuestra casa.

– Sí, lo sé. -Esbozó una tenue sonrisa-. Me enteré la noche del estofado de corazón, ¿recuerda?

– Ah, es cierto.

Theodore se miró los pies. Linnea vio que tenía los pulgares metidos en los bolsillos laterales y los dedos tamborileaban, inquietos, en las caderas. Era hora de acostarse. Al parecer, lo mismo ocurría todas las noches a esa hora. Después de dos horas agradables de estudio, en cuanto se ponían de pie la conversación se volvía entrecortada hasta que terminaba por desvanecerse. Pensó cómo decirle que ella también lo echaría de menos durante los días de fiesta.

– Ojalá una persona pudiese estar en dos sitios al mismo tiempo.

Theodore rió sin ganas, pero la nota melancólica que resonó aceleró los latidos del corazón de la muchacha. Muchas veces creyó que él estaba a punto de expresar sus sentimientos, pero siempre se echaba atrás. Los suyos se hacían más. fuertes a cada día que pasaba y sin embargo se sentía incapaz de forzarlo a dar el primer paso. Y, hasta que eso no sucediera, no tenía otra alternativa que esperar y desearlo.

– De repente, parece haberse puesto muy triste. ¿Pasa algo malo? -le preguntó, con la esperanza de que le brindara el consuelo de admitir que la echaría de menos.

Pero Theodore se limitó a exhalar un breve suspiro y a responder:

– Estoy cansado esta noche, nada más. Hemos trabajado hasta más tarde de lo habitual.

Linnea contempló la cabeza gacha y se preguntó qué era lo que le impedía demostrar sus sentimientos. ¿Seria timidez? ¿Ella no le gustaba tanto como creía? ¿O sería la maldita diferencia de edades? Fuera lo que fuese, lo tenía atrapado en sus garras. Supuso que esperaría en vano si no pasaba algo que lo impulsara a hablar.

Estiró una mano y le tocó el brazo. La barbilla se levantó y los ojos adquirieron una sombría e interrogante intensidad. Bajo la manga de la camiseta, los músculos se tensaron. En la garganta de Linnea palpitó el pulso cuando declaró con sencillez:

– Lo echaré de menos, Theodore.

Los labios del hombre se abrieron, pero de ellos no salió ningún sonido. Los dedos de la muchacha se apretaron.

– Dilo -pidió con suavidad-. ¿De qué tienes miedo?

– ¿Tú no lo tienes?

– Oh, no -suspiró alzando los ojos y posándolos en el cabello de él y en su frente, para volver a los entrañables ojos castaños de expresión confundida-. Nunca. No de esto.

– Y si lo digo, ¿después qué?

– No lo sé. Lo único que sé es que yo no tengo miedo como tú.

Lo vio vacilar, pensar en las posibilidades, en las consecuencias.

– Tú le enseñas aritmética a los niños. Quizá deberías aplicarla un poco. Por ejemplo, restarle dieciocho a treinta y cuatro. -Su mano se cerró sobre la muñeca y le apartó la mano-. Quiero que dejes de mirarme de ese modo, ¿me oyes? Porque si no las lecciones tendrán que terminar para siempre. Y ahora vete a la cama, Linnea.

Los ojos angustiados de la muchacha se clavaron en los suyos. El corazón le palpitó con fuerza al oír su propio nombre cayendo suavemente de sus labios.

– Theodore, yo…

– Vete -la interrumpió, apremiante, ronco-. Por favor.