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– ¡Yo me he portado bien, Zanta!

Roseanne. Todos los adultos se esforzaron por ahogar las risas, pero Roseanne se acercó, confiada, todavía con la túnica de ángel.

– ¿En serio? -exclamó Santa y, con movimientos exagerados, levantó una cadera y buscó en el bolsillo-. Bueno, veamos a quién tenemos aquí. -Sacó una larga hoja de papel, la recorrió con un dedo, se detuvo un instante para escudriñar mejor la cara de Roseanne, desde debajo de las tupidas cejas blancas. La niña aguardó frente a él, con el rostro adorable dominado por una seria expresión de respeto-. Ahh, aquí está. Esta debe ser Roseanne.

La niña rió como un pajarillo y le dijo a Skipp:

– ¿Lo vez? ¡El me conoze!

Una vez subida sobre la rodilla del personaje, quiso espiar dentro del saco y, como su cabeza se interpuso en el camino de Theodore, todos rieron otra vez. Roseanne se ofreció:

– Yo puedo.

Linnea supo que a Theodore le costaba conservar la seriedad.

– Oh, bueno, tómalo pues.

Sostuvo el saco abierto, y Roseanne casi se cayó dentro cuando se inclinó, tanteó y sacó una bolsa de papel marrón. Sobre ella estaba escrito su nombre con letras negras.

– ¿Para quién es? -preguntó Theodore.

Roseanne estudió el nombre y luego se encogió de hombros y lo miró a los ojos con expresión angelical.

– Todavía no sé leer.

– Oh, bueno. Santa lo intentará -Theodore miró el nombre-. Aquí dice Francés Westgaard.

– ¡Eza ez mi prima! -exclamó Rosearme.

– ¡No me digas! Bueno, dile que venga.

Francés se adelantó para recibir la bolsa, y Roseanne metió la mano buscando otra. Había una para cada niño presente en el salón incluso los que aún no iban a la escuela. Todos los pequeños se sentaron en las rodillas de Santa y recibieron su aprobación personal. Línea vio cómo uno por uno sacaban sus regalos de las bolsas de papel y encontraban manzanas rojas, bolas de palomitas de maíz, cacahuates y caramelos de menta. Alguien -comprendió, agradecida-, había organizado todo eso. Y algún otro -Linnea observó las mejillas de Santa que relucían de maquillaje rojo y los ojos que chispeaban, alegres, a medida que entregaba las bolsas a los pequeñuelos que tenía sobre las rodillas- se había esmerado estudiando para aprender a leer todos esos nombres. Sus ojos resplandecieron de orgullo, no sólo por Theodore que hacía un Santa Claus maravilloso, sino por los niños más grandes, que habían colaborado con tanta generosidad. Hasta Alien Severt recibió un regalo, aunque se acercó a recibirlo arrastrando los pies. Línea estaba observándolo cuando oyó que pronunciaban su nombre y alzó la vista, sorprendida.

Su mirada se encontró con los conocidos ojos castaños bajo las tupidas cejas blancas.

– Aquí tengo uno que tiene escrito Señorita Brandonberg -afirmó Theodore, en una forzada voz de bajo.

– ¿Para mí?

Se apretó el pecho con las manos y rió, nerviosa. Santa miró con expresión de complicidad las caras angelicales que lo rodeaban.

– Yo creo que la señorita Brandonberg tendría que venir aquí, sentarse en el regazo de Santa y contarle si se ha comportado como una buena chica, ¿no les parece?

– ¡Si! -exclamaron a coro saltando y palmeteando-. ¡Sí! ¡Sí!

Antes de que pudiese esbozar una protesta, la tomaron de las manos. Se resistió todo el trayecto mientras la llevaban hacia los ojos de Santa Westgaard, que bailoteaban, alegres.

– Venga aquí, señorita Brandonberg. -Se palmeó la rodilla, la tomó de la mano y la hizo sentarse en sus piernas mientras la muchacha se ruborizaba de tal modo que deseó poder meterse dentro del saco y cerrar el cordel sobre su cabeza-. Eso es. -Theodore la balanceó un poco y las campanillas tintinearon. Perdió un poco el equilibrio y se sujetó del hombro de él, que a su vez, le puso una mano en la cintura para sostenerla-. Dígame, jovencita, ¿ha sido usted buena?

Los niños aullaron de risa y se les unieron los adultos. Linnea aventuró una mirada a los ojos chispeantes de malicia.

– Oh, la mejor.

El personaje miró a los niños, en busca de confirmación.

– .¿Ha sido buena?

Todos asintieron, vehementes, y Roseanne canturreó:

– ¡Noz dejó hazer zopa!

– .¿Zopa? -repitió Theodore.

Todos estallaron en carcajadas, y Linnea tuvo la impresión de que la mano de él le quemaba en la cintura.

– Entonces debe recibir su regalo. Pero antes déle un pequeño beso en la mejilla a Santa, señorita Brandonberg.

Linnea quiso morir de vergüenza y aun así se inclinó y le dio un picotazo en la tibia mejilla, encima de las rígidas patillas que olían a naftalina. Aprovechando el beso, le susurró:

– Me las pagará por esto, Theodore.

Cuando se enderezó, Theodore le entregó un paquete de papel de regular tamaño. Los ojos relucían, traviesos, y los labios parecían más rojos contra la barba y el bigote blancos. Por un instante, la mano le oprimió la cintura. Aprovechando el barullo, le ordenó:

– No lo abra aquí.

La ayudó a ponerse de píe y todos los presentes estallaron en estrepitosos aplausos, al tiempo que Theodore se levantaba de la silla, levantaba el saco vacío y, escoltado por los bullangueros niños, desandaba el camino hasta la puerta. Ahí se detuvo, giró y, saludando a todos con la mano, vociferó:

– ¡Feliz Navidad!

No cabía duda: su aparición había coronado la fiesta con un éxito absoluto. Tanto niños como adultos estaban alegres y risueños, cuando llegó la hora del refrigerio. Mientras circulaba entre los invitados, intercambiando saludos y buenos deseos para las fiestas, Linnea no dejaba de vigilar la puerta. Cuando se encontró con el inspector Dalí, le pidió una olla para sopa y una rejilla de madera para la ropa, pero, mientras le explicaba para qué los necesitaba, reapareció Theodore y sus palabras se fueron perdiendo hasta hundirse en el silencio. La buscó de inmediato con la vista, y Linnea se sintió como si fuesen las únicas dos personas presentes en el salón. Theodore tenía las mejillas relucientes y manchadas de rojo…

Señor, ¿se habría lavado con ese agua helada? Tenía el cabello torpemente peinado y una brizna de paja en el hombro de la chaqueta… ¿se habría cambiado en la carreta? De pronto, fue consciente de que Theodore poseía muchas cualidades de las que ella no tenía idea. Jamás habría imaginado lo bueno que era con los pequeños. Debía de ser del mismo modo con sus propios niños, siempre que…

Se sonrojó, se dio la vuelta y se apoderó de una figurita de mazapán. Unos minutos después se encontraron cerca de la mesa de los refrigerios. Sintió que lo tenía al lado y echó una rápida mirada atrás para luego servirle una taza de café caliente. En voz baja, bromeó:

– Santa Claus tenía olor a lutefisk en el aliento. -Se dio la vuelta y le ofreció la taza-. Beba un poco para disimularlo y para descongelar un poco esas mejillas.

Theodore rió suavemente, mirándola.

– Gracias, señorita Brandonberg.

Linnea deseó que no hubiese nadie más en el salón, deseó poder besarle mucho más que la mejilla y no sólo por gratitud. Se preguntó cuál sería el contenido del paquete y si, a fin de cuentas, él la echaría de menos mientras estuviese ausente. Pero no podía quedarse allí toda la noche, dedicando su atención exclusiva a ese hombre. Había otros invitados.

– No es nada, señor Claus -respondió en voz baja, y a desgana se apartó para atender a otras personas.

En el guardarropa, Kristian y Ray intercambiaban secretos en un rincón, evocando la escena entre Santa Claus y la señorita Brandonberg, cuando los interrumpió una voz femenina. Los dos se dieron la vuelta y encontraron a Patricia Lommen tras ellos.

Los dos muchachos se miraron entre sí y luego a la niña. Tenía el cabello castaño rojizo sujeto en lo alto de la cabeza con un ancho moño rojo. El vestido era de tela escocesa gris y roja, con cuello alto redondo y para la representación se había coloreado un poco las mejillas y las cejas.