Hizo tiempo en la talabartería hasta estar seguro de que ella debía de estar en la cama. Acongojado, se dedicó a lustrar los arneses y las sartas de campanillas.
Se la imaginó reanudando la alegre vida de la ciudad, con todas sus comodidades, con sus antiguas amistades, comparando a algún varón de dieciocho o veinte años con un tipo viejo como él. Al fin, se desperezó y suspiró, sintiendo cada uno de sus treinta y cuatro años en la pesadez del corazón y la rigidez de los huesos. Decidió, triste, que era mejor que hiciera comparaciones. Era lo más conveniente para todos los involucrados.
Por la mañana, ninguno de los dos habló durante el desayuno. Ni en el trayecto a la casa de John. Ni en la larga cabalgata hasta el pueblo. El reflejo del sol sobre la nieve era cegador. Las campanillas del trineo habían quedado en la talabartería y los caballos parecían menos animosos sin ellas.
Como si sintiera la tensión, John también guardaba silencio.
En la estación, los dos hermanos la acompañaron dentro y, cuando ella hizo el ademán de acercarse a la ventanilla enrejada, Theodore la detuvo, sujetándola por el codo.
– Yo iré a comprarlo. Espere aquí con John.
Fue al servicio de damas, sustituyó la bufanda por el sombrero con las de pájaro y al volver a la sala de espera contempló los hombros anchos de Theodore y el cuello de la gruesa chaqueta de lana vuelto hacia arriba. Sintió dentro de si que, donde antes había estado el espíritu de las fiestas, ahora había un hueco. Una sola palabra de parte de él haría revivir ese espíritu y disolvería esas terribles ganas de llorar. Pero Theodore se dio la vuelta y le entregó el pasaje, sin siquiera mirarla. John levantó la maleta y se aproximaron al largo banco de madera, con sus trece apoyabrazos iguales. Se sentó, flanqueada por los dos hombres. Su codo chocó con el de Theodore, y él se apresuró a apartarlo.
En alguna parte de la estación sonó un reloj de péndulo y después el silencio siguió siendo mortífero.
– ¿Pasa algo malo, señorita Linnea? -preguntó John.
Linnea tuvo la sensación de haber tragado una bola de maíz inflado. Las lágrimas estaban muy próximas a caer.
– No, John, nada. Es que estoy un poco cansada. En la escuela tuve una semana muy ajetreada y anoche volvimos tarde a casa.
Otra vez se hizo silencio. Al mirar de soslayo vio que la mandíbula de Theodore se movía y que sus músculos estaban tan tensos que sobresalían. Tenía los dedos apretados sobre el estómago y los pulgares giraban, nerviosos, uno en torno del otro.
– Llegará en cualquier momento -anunció el jefe de estación, y salieron a esperar al andén.
Theodore fijó la vista, serio, en los travesaños. El tren silbó a lo lejos… una vez, dos.
Linnea se inclinó para tomar la maleta de mano de John y vio que, en el rostro largo y triste, los ojos tenían expresión angustiada. Ya las lágrimas brillaban en los suyos… no pudo contenerlas. En un impulso, rodeó el cuello de John con un brazo y apretó su mejilla fría a la de él.
– Todo está bien, John, en serio. Es que os echaré mucho de menos. Gracias por el regalo. Lo abriré el primero. -El brazo del hombre la estrechó un momento y ella le dio un beso en la mejilla-. Feliz Navidad, John.
– Lo mismo a usted, señorita -respondió, ronco de emoción.
Con cierta timidez, miró a Theodore.
– Feliz Navidad, Theodore -dijo, trémula, extendiéndole una mano enguantada-. También le doy las gracias por el re…regalo, está guardado en…
Pero cuando la mano del hombre se alzó lentamente para estrechar la suya, ya no pudo continuar. Los profundos ojos castaños, desbordando de infelicidad no expresada, se clavaron en los de ella. Le apretó la mano con tanta fuerza, tanto tiempo que le costó trabajo no hacer una mueca. Las lágrimas rodaban por sus pestañas y corrían en arroyuelos plateados por las mejillas de la muchacha. Theodore tuvo ganas de enjugarlas, pero se resistió. Linnea sentía el corazón henchido, maltrecho, y latía tan pesadamente que le pareció sentir las vibraciones en la punta de las botas.
Por los rieles, desde el Oeste, el tren anunció su llegada en medio de una nube de vapor blanco.
Theodore tragó saliva.
Linnea también.
De repente, él le aferró la muñeca y la arrastró tras él con tal brusquedad que Linnea dejó caer la maleta y se le ladeó el sombrero.
– Theodore, ¿qué diablos,…?
Theodore cruzó el andén y bajó los escalones, con pasos tan largos que ella debía dar dos para cubrir cada uno de los de él. El semblante del hombre estaba tenso y amenazador y seguía arrastrándola a lo largo de los rieles, dando la vuelta hacia la parte de atrás de la estación. Linnea no tenía mas remedio que seguirlo a tropezones, sin aliento, sujetándose el sombrero con una mano. La levantó entre un carro de equipaje y la pared descolorida de la estación, la hizo girar y, sin advertencia, la alzó en sus brazos besándola con una fuerza y una majestad que rivalizaban con las de la locomotora que pasaba junto a ellos en ese mismo momento, sumergiéndolos en su estrépito. La lengua de Theodore invadió su boca y sus brazos la estrecharon con tanta fuerza que le crujió la espalda. Desesperado, salvaje, abatió su boca sobre la de ella, sujetándole la cabeza por detrás y apretándola contra la pared. Las lágrimas resbalaban por las mejillas de la muchacha, mojando también las del hombre.
Al fin levantó la cabeza, con el aliento agitado sobre la cara de la muchacha, con expresión torturada.
La boca se movió.
– Te amo -dijo, pero en ese momento sopló el silbato del tren, tapando las preciosas palabras que Linnea ansiaba escuchar.
– ¿Qué? -gritó ella.
– ¡Te amo! -vociferó en voz ronca, infeliz-. Anoche quería decírtelo.
– ¿Y por qué no me lo dijiste?
Tuvieron que gritar para hacerse oír sobre el estrépito de las uniones de los vagones que chocaban entre sí a medida que el tren frenaba.
– Como estaba asustado, fingí toda esa tontería de John y Rusty y Lawrence. ¿Vas a verlo en Fargo?
– ¡No… no!
Linnea quiso llorar y reír al mismo tiempo.
– Lamento haberte hecho llorar.
– Oh, es que soy tonta… yo… oh, Theodore…
– ¡A booooordo! -gritó el conductor desde la esquina.
La boca de Theodore se abatió otra vez, abierta y voraz, y esta vez Linnea se aferró a él tan desesperadamente como él a ella. El sombrero quedó aplastado bajo la bota izquierda de él. Un trozo de tabla se le incrustó en la cabeza y el broche del reloj se le estampó en el pecho izquierdo.
¡Pero, al fin, Theodore lo había dicho!
Con la misma brusquedad con que se había abalanzado hacia ella ahora se apartó sujetándole la cara, sondeándole los ojos con mirada angustiada.
– Dímelo.
– Yo también te amo, Teddy.
– Lo sé. Hace mucho que lo sé, pero no sé qué vamos a hacer. Lo único cierto es que me he sentido desgraciado.
– ¡Oh, Teddy, no malgastes un tiempo precioso! ¡Bésame otra vez por favor!
Esta vez el beso fue dulce, anhelante, colmado de adioses que, en realidad, eran holas. Los corazones palpitaron con fuerza. Sus cuerpos sabían. Apartaron las bocas sólo lo suficiente para que ella pudiese gritar:
– No quiero irme.
– Yo tampoco quiero que te vayas -respondió, y luego invadió una vez más su boca con la lengua mojada y caliente por última vez.
Corriendo, John dio la vuelta a la esquina, gritando:
– ¿Ustedes están locos? ¡El tren se va!
Theodore se apartó de ella, levantándola casi del suelo, mientras avanzaba hacia el tren que empezaba a moverse.
– ¡Mi sombrero!
– ¡Déjalo!
Corrieron hacia la puerta del vagón plateado que empezaba a deslizarse en medio de una oleada de vapor y, en el último momento posible, Linnea se aferró del pasamanos, fue levantada desde atrás y arrojada a salvo al interior del tren.
Asomándose fuera, agitó la mano y lanzó dos besos a las figuras que se achicaban, con las manos levantadas sobre las cabezas.