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Pensó en Theodore y se preguntó qué dirían si les hablaba de él.

¿Entenderían si les explicaba que bajo el exterior adusto, se escondía un hombre hondamente vulnerable? ¿Que su mayor deseo era aprender a leer?

¿Que defendía a su familia hasta la última sobrina con instantánea y noble ferocidad? ¿Que en un momento podía burlarse de ella y al siguiente, compartir el libro de himnos? ¿Que le pesaba el corazón cuando tenía que soltar a los caballos al llegar el invierno?

Pero seguía en pie el hecho de que se había enamorado de un granjero analfabeto de treinta y cuatro anos, que usaba batas de trabajo con pechera, aún vivía con su madre y tenía un hijo casi de la misma edad que ella. ¿Cómo era posible comparar favorablemente a un hombre así con un emprendedor estudiante universitario de veintiuno con cerebro, ambición, buen parecer y carisma suficiente para subyugar a su madre hasta hacerle olvidar el buen juicio?

Temía no poder hacerlo, y por eso no dijo nada de Theodore Westgaard.

Abrieron los regalos y, fiel a su palabra, Linnea eligió primero el de John. Realmente la conmovió la figura de un gato con las patas metidas debajo de él, como el que ella había visto a menudo en el umbral de su casa y que él había tallado a mano. El de Francés era un alfiletero hecho con un vellón de lana, metido en un trozo de terciopelo de color frambuesa. El regalo de Nissa era un bello chal tejido a ganchillo con lana blanca, salpicado de hebras plateadas; el de Kristian -ahogó una exclamación-, el más hermoso par de mitones que hubiese visto en su vida. Estaban hechos de visón y, cuando metió las manos dentro, supo que jamás tendría nada más abrigado. Sus hermanas le pusieron las mejillas para que se las acariciara, y su madre se probó uno, se lo pasó por el cuello y lanzó exclamaciones de deleite.

– Qué hermoso regalo -dijo Judith, devolviendo el mitón-. ¿Qué edad dices que tiene Kristian?

Un poco incómoda, Linnea se preguntó si estaría ruborizada.

– Diecisiete.

Selmer y Judith Brandonberg se miraron con expresiones significativas.

– Muy bien pensado para ser un muchacho de diecisiete años -. Comentó la madre.

Linnea la miró a los ojos, con la esperanza de rectificar su errónea impresión.

– Kristian caza en el arroyo y así es como obtiene los visones.

– Qué ingenioso. -Judith sonrió y señaló-: Tienes otro regalo, querida. ¿De quién es?

– De Theodore.

Con toda intención, lo había dejado para el final. Era pesado y estaba envuelto en el mismo papel que las bolsas donde había puesto los regalos para los niños. Le pasó la mano en un gesto que era una caricia.

– Ah, sí, el padre de Kristian.

La frase de su madre la sacó de su ensoñación, y comprendió que se había entregado a ella en presencia de toda la familia.

– ¡Bueno, vamos, ábrelo! -exigió Pudge, impaciente.

Mientras quitaba el envoltorio, recordó los burlones ojos castaños de Santa Claus, cuando ella estaba sentada en su regazo, y la sensación de sus labios al posarlos sobre una firme mejilla pintada de color rosado, por encima de la áspera barba blanca. Y el susurro:

– No lo abra aquí.

De repente, en ese momento, deseó estar en aquella casa estropeada por el tiempo, en la pradera barrida por la nieve.

Era un libro de poemas de Tennyson, bellamente encuadernado en castaño y dorado, con grabados de seres angelicales ataviados con tenues túnicas y cuyos pies descalzos iban dejando una lluvia de rosas.

En la última hoja, había escrito con gran cuidado: "Feliz Navidad, 19l7. Para Linnea Brandonberg, de parte de Theodore Westgaard. Algún día, yo también sabré leerlos".

Linnea ocultó su goce secreto mientras mostraba el bello libro a su familia.

– Estoy enseñándole a leer y escribir, pero no sabía que ya podía escribir mi nombre. Kristian debe de haberle ayudado con la dedicatoria.

La madre tomó el 1ibro, pasó las yemas de los dedos sobre el costoso dorado de la cubierta, leyó la inscripción, miró a su hija con expresión pensativa y murmuró:

– Qué agradable, querida.

Varias veces, en el curso de la cena de Navidad, Judith echó miradas a su hija y la sorprendió con la vista clavada en el plato con expresión distante. No era la primera vez que lo notaba. Había en Linnea una reticencia poco habitual desde que había llegado a la casa, un repliegue poco característico de ella.

Esa noche, más tarde, le preguntó a Selmer,

– ¿Has notado algo diferente en Linnea, desde que regresó?

– ¿Diferente?

– Está tan… no sé. Apagada. No está efervescente como siempre.

– Está creciendo. Judith. Eso tenía que suceder, ¿no es cierto? Es una muchacha joven con responsabilidades de adulta, que sale al mundo y se aleja de sus padres. -Levantó la barbilla de su esposa y le dio un beso en la nariz-. No puede seguir siendo nuestra pequeña para siempre, ¿no?

– No, supongo que no. -Judith se volvió y empezó a desvestirse para meterse en la cama-. ¿Dijo… bueno, dijo algo hoy, en la tienda?

– ¿Con respecto a qué?

– No qué, sino quién.

– ¿Con respecto a quién? ¿De quién esperas que diga algo?

– Eso es lo que más me intriga. No estoy segura de si se trata de Kristian o… o del padre.

– ¡El padre!

Selmer dejó de desabotonarse la camisa.

– Bueno, ¿acaso no viste su expresión cuando abrió ese paquete y encontró el libro que él le regaló?

– Judith, debes de estar equivocada.

– Ojalá ¡Caramba, ese sujeto debe de tener al menos cuarenta años!

Era evidente que Selmer se inquietó.

– ¿A ti te ha dicho algo?

– No, pero ¿te parece que me lo diría, teniendo en cuenta que ese hombre tiene un hijo de su edad y que ella… ella vive en casa de él?

Selmer hizo un esfuerzo para calmarse y atrajo a la esposa a sus brazos.

– Tal vez nos equivoquemos. Linnea tiene una cabeza sólida y, además, hasta ahora siempre ha confiado en ti. Y todavía no te he dado la buena noticia: Adrián Milchell me pidió permiso para venir a verla algún día de esta semana.

– ¿En serio? -El rostro de Judith se iluminó-. ¿De verdad?

– ¿Qué opinas de echar otra zanahoria en la sopa para el invitado de nuestra hija?

– Oh, Selmer, ¿de veras? -Los ojos se le encendieron como velas de Navidad y apretó las manos-. ¿Te tos imaginas juntos? El es perfecto para ella.

– Pero debemos cuidamos de no presionarla demasiado -le advirtió con gentileza-. Sabes lo decidida que es esa chica cuando sospecha que se la está coaccionando. Sin embargo, no vendrá nada mal invitarlo un par de veces antes de que ella vuelva, y luego, cuando este verano venga a quedarse en casa… ¿quién sabe?

Judith se dio la vuelta y comenzó a pasearse con una mano en la cintura, tironeándose con la otra del labio inferior.

– Veamos… Prepararé algo espléndido… podrían ser costillas de cerdo rellenas, y el pastel de avellanas de mi madre. Pondríamos la mejor loza y…

Selmer ya empezaba a dormirse mientras Judith seguía haciendo planes.

Adrián fue el miércoles, y tuvo la buena idea de llevarle a su anfitriona una lata redonda que contenía bombones de menta para servir con el café, después de la cena. Sentado con toda la familia en el vestíbulo delantero, se quedó hasta las diez de la noche, luego le dio las buenas noches a Línea con toda cortesía cuando Judith insistió en que ella lo acompañase hasta la puerta.

Volvió el jueves, alrededor de las siete de la tarde, conversó con toda la familia una media hora y luego propuso ir a dar un paseo con Linnea.

– Oh, yo no…

– Es una idea maravillosa -la interrumpió la madre-. Caramba, querida, lo único que has hecho desde que llegaste ha sido quedarte metida en casa con nosotros, los viejos.