– ¿Linnea? -insistió Adrián en voz baja, y Linnea era demasiado gentil para ponerlo en la incómoda situación de rechazarlo.
Caminaron alrededor del estrado para la orquesta en el parque de la ciudad y hablaron de sus respectivas familias, sus trabajos, la escuela de él,]a de ella y de los regalos que habían recibido para Navidad. Una vez, Linnea se resbaló y él la tomó del codo y la acompañó de regreso a la casa en medio de la suave nevada y, cuando llegaron al porche, la hizo girar hacia él y le dio un gentil beso en la boca.
Ella se echó atrás.
– No lo hagas. Adrián… por favor.
– ¿De qué otro modo puedo defender mi posición? -preguntó en tono agradable, aún sin soltarla.
– Eres encantador y… y me gustas… pero… -perturbada, guardó silencio.
– ¿Pero? -el joven ladeó la cabeza.
– Pero dejé a una persona allá, en Álamo.
– Ah. -Se quedaron callados unos instantes. Ella miraba el pecho de él y él, el rostro de ella, hasta que preguntó-: ¿Es serio?
– Creo que sí,
– ¿Te has prometido a él?
Negó con la cabeza.
– Bueno, en ese caso, ¿qué habría de malo en que vengas conmigo a una fiesta la noche de Año Nuevo?
Linnea alzó la vista.
– Pero te he dicho que…
– Sí, que dejaste a alguien en Álamo. Y, aunque yo respeto eso, de todos modos me gustaría contar con tu compañía. Y apuesto a que no tienes otros planes, ¿es cierto? -Le alzó la barbilla-. ¿Los tienes?
Cielos, no existía justicia en el mundo cuando un hombre podía ser tan apuesto.
– No.
– Sólo estarán algunos amigos míos que tienen más o menos nuestra edad. Iremos a patinar en el hielo, y luego volveremos a la casa de una de las chicas a comer algo. Te traería de regreso a eso de la una. ¿Qué te parece?
Parecía divertido y hacía mucho que no estaba con personas de su edad. Y, si no salía con él, lo más probable era que recibiese al nuevo año tendida en la cama deseando haber dicho que sí.
– ¿Nada de besos a medianoche? -insistió.
Adrián levantó la mano, como un boy scout.
– Prometido.
– ¿Y no te reirás si me caigo un par de veces en el hielo?
Adrián rió, haciendo relampaguear sus blanquísimos dientes.
– Prometido.
– De acuerdo: tenemos una cita.
Le llevó violetas. ¡Violetas por acompañarlo a una sesión de patinaje! Era un misterio de dónde las habría sacado en medio del invierno en Fargo, Dakota del Norte, y eran las primeras flores que Linnea recibía de un hombre y cuando las aceptó sintió una oleada de culpa pensando en Theodore.
Adrián había tomado prestado el automóvil de su padre para la salida y, cuando se subió en él, su culpa creció, pero, a medida que transcurría la noche, olvidó a Theodore y se divirtió mucho.
Patinaron en el hielo, se entonaron con sidra de manzana caliente, volvieron a la casa de una chica llamada Virginia Colson y jugaron juegos de salón, bailaron y brindaron por el nuevo año con un cóctel de champaña.
Pero, fiel a su palabra. Adrián se comportó como un auténtico caballero toda la velada.
Cuando la llevó a la casa, Linnea intentó hacer una breve despedida, pero él la acompañó hasta el porche, le retuvo las manos, apoyó un hombro contra la pared y la observó con desconcertante atención.
– Eres la muchacha más hermosa que he conocido, ¿lo sabes?
Linnea dejó caer la vista hacia el pecho de él.
– Adrián, realmente tendría que entrar.
– Y eres todo lo que dijo tu padre de ti. Por supuesto, he visto tu retrato: él está muy orgulloso de ti. Pero aquel día, cuando entraste en la tienda y te vi en persona por primera vez, pensé de inmediato: "esa chica es para mí". -Hizo una pausa, le oprimió las manos y dijo en voz más suave-; Ven aquí, Linnea.
Sobresaltada, levantó la cabeza:
– Adrián, lo prometiste.
– Prometí que no habría besos al dar la medianoche. Ahora falta un cuarto de hora para la una.
Con movimientos lentos, apartó el hombro de la pared, al tiempo que Linnea confirmaba cuánto lo había favorecido la naturaleza. Era injusto, casi, que fuese tan bien parecido. Además, jamás había conocido un hombre que oliese mejor, ni más cortés y encantador. Sus padres estaban fascinados con él. Se escandalizarían cuando les hablara de Theodore. Supongamos… supongamos, nada más, que devolvía el beso a Adrián y descubría que era tan estremecedor como el de Theodore. Acabarían todas sus preocupaciones.
Los labios del muchacho, abiertos sobre los de ella, eran suaves y sedosos. Cuando le metió la lengua en la boca, la suya respondió, vacilante. Cuando la estrechó con fuerza en sus brazos, se apretó contra él. Cuando le acarició la espalda, ella le acarició los hombros. Sin embargo, en lugar de estar viendo cohetes que estallaban, se sorprendió a sí misma analizando el perfume del fijador para el cabello y el almidón que la madre le ponía en los cuellos. Lo dejó todo el tiempo que quiso y esperó… esperó…
Pero nada sucedió.
Nada.
Cuando Adrián levantó la cabeza, deslizó las manos hacia los costados de los pechos y exhaló sobre los labios de Linnea rozándolos con delicadeza una, dos veces.
– Linnea, querida -susurró-, esperaré el verano con impaciencia.
Sin embargo, ella sabía que ni aun ese verano sus sentimientos hacia Adrián crecerían. Si tenía que suceder, ya hubiese sucedido.
Más tarde, ya acostada, la culpa la sacudió. Nunca había besado a ningún hombre hasta unos meses atrás y, ahora, ya había besado a cuatro.
Suponía que los cuatro debían de saber lo que hacían, y se preguntó si haber recibido esos besos la convertía en una perdida. Supuso que sí y que Theodore era demasiado honorable para merecer a una mujer como ella.
Con todo, había reaccionado a cada uno de ellos de maneras muy diferentes.
Al recordar a Rusty Bonner, tan diestro en el ejercicio, se estremeció. ¡Era bastante probable que Rusty hubiese dejado una huella de hijos bastardos desde el Río Grande hasta la frontera con Canadá! Qué ingenua había sido. Recordarlo en ese momento era embarazoso.
Y Bill… cada vez que recordaba cómo le había metido la rodilla entre las piernas, se enfurecía de nuevo.
Y, desde luego. Adrián, el perfecto, impecable Adrián. Casi deseó sentir en la sangre ese fuego cuando la besaba, pues así todo habría sido más simple. Después de todo, era la alternativa más lógica.
Sin embargo, el amor no hacía mucho caso de la lógica. Y ella amaba a Theodore. Sólo su beso tenía el poder de sacudirla hasta las plantas de los pies, de hacerla sentirse bien, ansiosa, como si el amor entre ambos fuese cosa predestinada. Poco importaba la edad, que fuese analfabeto, su sencilla crianza, cómo se vestía o que hubiese estado ya casado y tuviera un hijo casi de la edad de ella.
Lo que sí importaba era que era honrado, bueno y que, ante la perspectiva de volver a verlo al día siguiente, el corazón se le aceleraba y la sangre le palpitaba.
Por la mañana, estaba haciendo las maletas para irse cuando su madre apareció en la entrada del dormitorio, con los brazos cruzados, apoyándose en el marco de la puerta. Las chicas habían salido a patinar y la casa estaba en silencio.
– Línea, he estado esperando a que me lo dijeras desde que llegaste a casa, pero creo que si no te lo pregunto no me lo dirás.
La muchacha se volvió, con una pila de ropa interior limpia en las manos.
– ¿Decirte qué?
– Lo que está preocupándote.
Por un instante pensó en negarlo, pero al final se sentó en el borde de la cama y clavó la vista en la ropa que tenia sobre el regazo.
– Madre, ¿cómo sabes cuando estás enamorada? -preguntó en tono quejumbroso.
– ¿Enamorada?
Judith se enderezó y luego atravesó la habitación para ir a detenerse junto a ella. Le tomó la mano.