– ¿De Adrián? -preguntó esperanzada.
Linnea se limitó a negar con la cabeza gacha, desconsolada.
– Entonces… ¿de Kristian?
Negó otra vez y levantó lentamente la cabeza para mirar a la madre a los ojos.
– Oh, querida… -suspiró Judith. soltando sus dedos y apoyando la
mano sobre los labios-. No… no será del padre.
– Si… y se llama Theodore.
Alarmada, se inclinó para volver a tomar la mano de su hija.
– Pero debe de tener… ¿cuántos?, como treinta y tantos años.
– Treinta y cuatro.
– Y ha estado casado.
– Hace mucho tiempo.
– Oh, mi chiquilla, no seas tonta. Eso no puede ser. ¿Cuan lejos ha llegado?
– No ha llegado a ningún lado. -Linnea retiró la mano irritada y se levantó para guardar la ropa en la maleta-. Se ha debatido con denuedo contra ese sentimiento, precisamente porque cree que soy sólo una chiquilla.
Judith se apretó una mano contra el corazón y exclamó en voz queda:
– ¡Oh, gracias a Dios!
Linnea giró con brusquedad y se dejó caer, abatida.
– Madre, estoy muy confundida. No sé qué hacer.
– ¿Qué hacer? Bueno, por el amor de Dios, hija, sácatelo de la cabeza. ¡Es casi tan mayor como tu padre! Lo que puedes hacer es seguir viendo a Adrián Mílchell cuando regreses aquí, el verano próximo. Parece que él está interesado. -Se interrumpió, se rascó la ceja y preguntó-: Lo está, ¿no?
– Supongo que sí. -Linnea se alzó de hombros-. Si besar significa que está interesado…
– Te besó.
Judith parecía complacida.
– Si. Y creo que fue el beso más experto que es posible recibir. Traté de poner en él mi corazón… en serio, madre, lo hice… ¡pero no pasó nada!
La preocupación de Judith se renovó.
– Se supone que nada debe pasar hasta que estéis casados.
– Oh, si. A lo que me refiero es a que… ¿a ti no te pasa que el solo hecho de ver entrar a papá en el mismo cuarto te hace cosquillas en el estómago y sientes como si te faltara el aire?
– ¡Linnea!
Los ojos de la madre se agrandaron del susto.
– Bueno, ¿no te pasa?
Judith quiso levantarse de un salto, pero la joven la sujetó por el hombro.
– Oh, madre -siguió, apremiante-, no me digas que no tiene por qué suceder, porque sucede. Cada vez que veo aparecer a Teddy en la puerta. Cada vez que lo veo hacer entrar a los caballos en el patio. ¡Hasta me sucede cuando discutimos!
Turbada, Judith no atinó a hacer otra cosa que mirar a su hija y preguntarle:
– ¿Tú… tú discutes con él?
– Oh, peleamos constantemente. -Linnea se levantó y siguió preparando la maleta-. Pienso que, durante un buen tiempo, buscaba pelea para no tener que admitir lo que sentía por mí. Y porque sabía que yo sentía lo mismo y tenía un miedo terrible. Ya te he dicho que él se considera demasiado viejo para mí, ¿no es ridículo?
Judith trató de controlar el pánico; se levantó y, acercándose a ella, la tomó de los hombros.
– Es demasiado viejo, Linnea.
– No -aseguró la muchacha, terca.
– Tiene un hijo casi de tu edad. A mí me inquietaba que el muchacho sintiera algo por ti, ¡pero pensar siquiera que estés enamorada del padre es absurdo, Linnea!
Las miradas angustiadas se sostuvieron. Linnea dijo en voz queda:
– Sin duda, quieres que termine por enamorarme de Adrián y que me case con él. Ojalá pudiera, lo digo en serio, madre. Pero será mejor que lo advierta: no creo que eso vaya a suceder, a juzgar por lo que pasó cuando me besó anoche. O, más bien, de lo que no pasó.
– ¡Bah! -resopló Judith, soltando los hombros de la hija después de darle una leve sacudida-. Siempre fuiste empecinada y creo que nada de lo que pueda decir te hará cambiar. Pero, escúchame… -Agitó un dedo ante la nariz de su hija-: Ese… ese hombre, ese… ese… ¿Theodore? Por lo menos, él tiene sentido común. Sabe mejor que tu que hay demasiados años de diferencia entre vosotros, ¡y será mejor que aceptes ese hecho antes de que esto llegue más lejos!
Pero hubiese dado igual que Judith Brandonberg le gritara a la pared. Linnea no hizo más que reanudar su tarea, con una postura obstinada en los hombros.
– No elegí enamorarme de él, madre. Simplemente sucedió. Pero ya que así es, haré todo lo que esté en mi poder para hacerle entender que nos ha sido dado un don y no debemos desperdiciarlo. -Se irguió, y Judith vio la expresión decidida en sus ojos. La voz de Linnea se ablandó y adquirió un tono melancólico, femenino-. Él también me ama, tanto como yo a él. Me lo dijo. Y eso es algo demasiado valioso para arriesgarse a cederlo, ¿no lo entiendes? ¿Y si jamás vuelvo a encontrar eso con un hombre de mi edad?
La mirada inquieta de Judith se demoro en Linnea con una triste certeza: sí, su pequeña estaba creciendo. Y, aunque su corazón se estremeciera de temor, no tenía ningún argumento razonable que presentarle.
Era difícil discutirle al amor.
18
Al día siguiente, mientras Linnea viajaba hacia el Oeste en el tren, estaba nublado. Ni siquiera el cielo color ceniza que veía por la ventanilla lograba enturbiar la excitación que sentía: estaba volviendo al hogar.
El hogar. Pensó en el que estaba dejando atrás: una casa alegre, una madre, un padre, dos hermanas, la ciudad en la que había nacido. Todos los sitios y las personas familiares que había conocido toda la vida… y, sin embargo, ya no representaban para ella el hogar. Era, en cambio, lo que pulsaba las cuerdas de su corazón, y las ruedas de acero giraban acercándolo cada vez más a eso.
Cuando aun faltaba una hora de viaje, imaginó a Theodore y John poniéndose ya en camino hacia el pueblo, pero, cuando bajó del vagón y pisó el conocido y gastado andén de la estación de Álamo, sólo Theodore estaba esperándola. Las miradas se encontraron de inmediato, pero ninguno de los dos se movió. Linnea permaneció en el escalón del tren, aferrada al frío pasamanos. Theodore estaba de pie tras un racimo de personas que esperaban para subir al tren, tenía las manos metidas en el fondo de los bolsillos de una vieja chaqueta abotonada hasta arriba, con el cuello levantado. Se protegía la cabeza con una gruesa gorra terminada en una borla y tenía en los ojos una franca expresión de ansiedad.
Se observaron por encima de las cabezas de las personas que se interponían. El tren exhalaba a ráfagas. Los pasajeros que partían intercambiaban abrazos de despedida. Linnea y Theodore no registraban nada de eso: sólo eran conscientes el uno del otro y de sus corazones palpitantes.
Empezaron a moverse al mismo tiempo, conteniendo el anhelo de correr. Theodore rodeó al grupo de pasajeros, Linnea bajó el último peldaño. Con los ojos sumidos en los del otro, se acercaron… lenta, muy lentamente, como si cada segundo que transcurría no les pareciera una vida… y se detuvieron a pocos centímetros de distancia.
– Hola-dijo él.
– Hola.
Theodore sonrió y el corazón de la muchacha perdió peso.
Linnea sonrió y el corazón del hombre se hizo ingrávido.
– Feliz Año Nuevo.
– También para ti.
El hombre no dijo: "Te eché de menos".
La muchacha se contuvo de decir: "Me pareció una eternidad".
– ¿Has tenido un buen viaje?
– Largo.
Les faltaron las palabras y se quedaron extasiados, hasta que alguien empujó a Theodore desde atrás y dijo:
– ¡Oh, discúlpenme!
Eso los sacó del extraño embeleso mutuo y los devolvió al mundo real.
– ¿Dónde está John? -preguntó Linnea, mirando alrededor.
– En la casa, curándose un resfriado.
– ¿Y Kristian?
– Revisando sus trampas. Y ma me dijo que quería que me apartara de su camino mientras preparaba la cena de bienvenida para ti.
Asi que estaban solos. No necesitaban controlar sus miradas ni medir las palabras, ni contener las ganas de tocarse.