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– Mi hogar-pronunció Linnea-. Llévame allí.

Theodore levantó la maleta con una mano, la sujetó del codo con la otra y avanzaron juntos hacia el trineo. La había echado de menos con una intensidad cercana a lo morboso. Sin ella, la casa le había parecido horrible y Navidad sólo un día más que transcurrir. Estuvo silencioso, retraído del resto de la familia y prefirió pasar el tiempo solo en la talabartería, donde el recuerdo de ella era más vibrante. Hasta había imaginado que, cuando Linnea recibiera una nueva dosis de la antigua vida en Fargo, tal vez no quisiera volver. Le preocupaba Lawrence y las comparaciones que pudiese hacer con cualquier hombre que conociera en la ciudad y las que hiciera entre la ciudad y Álamo y la vida en la granja.

Pero estaba de regreso y podía tocarla otra vez… si bien sólo a través de la gruesa manga del abrigo de ella y de su propio guante de cuero.

Mientras caminaban, Linnea levantó la vista y su sonrisa acarició el corazón de Theodore.

– Tienes una gorra nueva.

Él se la tocó, pudoroso.

– Me la regaló mi madre para Navidad.

La condujo hacia la trasera de la carreta y se quedaron de pie junto a la compuerta, tratando de aplacar la necesidad de mirarse pero sin lograrlo.

– Me encanta el libro, Theodore. Muchas gracias.

Quiso poder besarla allí mismo, pero había gente del pueblo alrededor.

– A mí me encantó mi juego de pluma y tinta y también la pizarra.

– No sabía que eras capaz de escribir mi nombre.

– Kristian me enseñó.

– Eso imaginé. En mi ausencia, ¿estuviste practicando con el silabario?

– Todas las noches. Ese Kristian no es mal maestro, lo es, ¿sabes?

– Kristian no es mal maestro -lo corrigió,

Le dirigió una sonrisa ladeada.

– Acabas de llegar y ya estás emprendiéndola conmigo.

Le apretó más fuerte el codo, la ayudó a subirse y poco después iban camino de la casa.

– Bueno, sí no te corrigiese un poco, creerías que te has equivocado de chica.

La sonrisa persistente la recorrió y se tomó un buen tiempo antes de responder:

– No, eso es imposible.

El corazón de la muchacha bailoteó de alegría.

– ¿Cómo estaba tu familia? -le preguntó el hombre.

Conversaron sin cesar, sin importarles demasiado de qué, sentados lado a lado, con los codos chocándose suavemente de vez en cuando. Si bien el sol no era demasiado entusiasta, la temperatura era moderada. La nieve estaba blanda y abrazaba los patines como una mano infinita. Era agradable deslizarse acompañados por el chirrido incesante y el golpeteo de los cascos. Alrededor, las nubes colgaban del cielo como viejas gallinas blancas después de un baño de polvo. Parecían fruncir el entrecejo sobre sus cabezas de ellos. En la línea de unión con el horizonte no se distinguían bien la tierra del aire y sólo se veía una mezcla blanca grisácea que no se levantaba ni definía el contorno del mundo.

Cuando estaban a unos ochocientos metros de la escuela, Theodore enderezó los hombros, dirigió la vista hacia el Norte y tiró de las riendas. Cub y Toots se detuvieron en mitad del camino, patearon la nieve y relincharon.

Preocupada, Linnea echó una mirada a la yunta y luego a Theodore.

– ¿Qué pasa?

– Mira.

Le señaló,

– ¿Qué? No veo nada.

– Allí, ¿ves esas manchas oscuras que avanzan hacia nosotros?

Linnea entornó los ojos y escudriñó.

– Oh, ahora lo veo. ¿Qué es?

– Los caballos. -Y agregó, excitado-: Ven, baja.

Enroscó las riendas en la vara del freno y saltó de la carreta, tendiéndole la mano, distraído, para ayudarla a apearse. Caminaron junto a la zanja pasaron al otro lado dando pasos gigantescos en la nieve que les llegaba a las rodillas y se detuvieron junto a una cerca de dos hileras de alambre de púas. Inmóviles, contemplaron a la manada que galopaba en dirección a ellos, sin trabas, desde un campo lejano. En unos minutos, los caballos se habían acercado lo suficiente para distinguirlos unos de otros, pero sólo las cabezas. Las panzas quedaban ocultas por la nieve suelta que se movía como una nube baja alrededor de ellos. Los cascos la hacían arremolinarse y parecía fundirse con el mundo ataviado de blanco de abajo y las nubes lechosas de arriba. Era un espectáculo soberbio, una estremecida masa en movimiento.

A medida que se acercaban, Linnea percibió un débil temblor a través de las suelas, una vibración del alambre bajo los mitones. Debían de ser unos cuarenta animales y el caudillo era un orgulloso picazo con una ondulante crin gris y poderosos hombros moteados de gris y blanco, que parecían una extensión de las nubes sucias que les servían de fondo.

Percibiendo su presencia, el animal relinchó y levantó la cabeza, con las fosas nasales dilatadas y los ojos vivaces. Con un resoplido, viró y condujo a la manada en una dirección nueva. Qué majestuosa exhibición de poderío y belleza, con los cascos aporreando espírales blancas, las colas sueltas, el pelo largo e hirsuto del invierno.

Estos no eran como los esbeltos trotadores de Virginia, sino más bien gigantes de vigorosos músculos, de dudosa genealogía, con pechos macizos, hombros fornidos y patas delgadas, bestias que conocían el arado y la rastra y habían ganado un lapso de libertad.

Los dos espectadores se estremecieron de emoción. Sin saberlo, Linnea trepó a la hilera baja de la cerca para ver mejor. Haciendo equilibrio, observando a los caballos que pasaban haciendo temblar la tierra, casi no advertía el brazo de Theodore que la sostenía de las caderas. Las vibraciones fueron extinguiéndose y la nube de nieve fue disipándose.

Theodore levantó la vista.

La joven podría ser una de esas criaturas sueltas gozando de su libertad. Tuvo la impresión de que había olvidado que él estaba junto a ella, ahí parada sobre el alambre más bajo, con las rodillas apretadas contra la de arriba, el cuello estirado y la nariz al aire, esforzándose por lograr una última visión de la manada que desaparecía. Se preguntó si sería consciente siquiera de que estaba encaramada ahí. Parecía más niña que nunca con la pañoleta de lana sobre el cabello, atada bajo la barbilla.

Pero no importaba. Lo único importante era que también era capaz de apreciar la majestad de los caballos, igual que él. Una vez más, lo sacudió la noción de lo mucho que había echado de menos a esta especie de muñeca con la infantil pañoleta, con la nariz roja como una cereza y que apoyaba una de sus manos metida dentro de un mitón, sobre su hombro.

Rió entre dientes, con la esperanza de relajar la súbita tensión que sentía en la ingle.

Linnea miró hacia abajo.

– Bájate, a ver si te caes del otro lado y te pierdo en la nieve.

La tomó de la cintura y la muchacha se bajó de un salto. Se quedaron un instante así, los mitones de ella apoyados en los bolsillos delanteros de él.

– ¿No ha sido imponente, Teddy?

Echó una última mirada melancólica hacia donde habían desaparecido los caballos. Todo había quedado en silencio, como si la manada jamás hubiese pasado por allí.

– Te dije que alguna vez los veríamos.

– Sí, pero no me dijiste que sería tan bello… tan… -Buscó la palabra adecuada-. ¡Tan imponente! ¡Ojalá pudiera hacer que los chicos lo dibujaran tal como se ven, poderosos, resoplando y arrojando nieve hacia todos lados! -Sin aviso previo se inclinó, recogió dos puñados de nieve y los arrojó sobre sus cabezas. Cayó sobre la cara levantada, mientras Theodore reía y retrocedía, para eludirla-. ¡Theodore, gallina! -lo provocó-. En verdad, nunca conocí a alguien tan gallina.

– No soy ninguna gallina. Lo que pasa es que soy más sensato que ciertas maestritas que conozco, que acabarán en cama con gripe, igual que John.

– ¡Oh, bah! ¿Qué mal puede hacer un poco de nieve?

Se agachó, excavó y dio un bocado. Theodore casi se sentía capaz de precisar el segundo exacto en que había vuelto a convertirse de mujer en niña. Eso formaba parte de los motivos para amarla tanto: esos cambios tan repentinos. Despreocupada, empezó a modelar una bola de nieve palmeteándola por arriba y por abajo, pasándola de mitón a mitón, arqueando una ceja con maliciosa intención.