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Pero Linnea entendió qué era lo que en realidad estaba inquietándolo.

– Estás asustado, ¿no es cierto, Teddy?

– Ya lo creo que estoy asustado, ¿por qué no debería estarlo?

Con sus suaves mitones, Linnea le sostuvo la cara, clavando la mirada en sus ojos.

– Porque yo no soy Melinda. Yo no huiré dejándote abandonado. Amo este lugar Lo amo tanto que estaba impaciente por volver.

Pero era demasiado joven para pensar que, si tenían hijos, para cuando se fueran de la casa él sería muy viejo… si vivía tanto. Dándole la espalda, se encaminó a zancadas hacia la carreta.

– Ven, vámonos.

– Teddy, por favor…

– ¡No! No tiene sentido seguir hablando de esto. Vámonos.

Viajaron en silencio hasta que se acercaron al sendero que llegaba hasta la escuela.

– ¿Podríamos detenernos unos minutos en la escuela?

– ¿Necesitas algo?

– No, es que la he echado de menos.

La miró a la cara.

– ¿Que la has echado de menos?

¿Podía ser que hubiese añorado ese pequeño bulto en medio de la pradera?

– Eso y muchas otras cosas.

Theodore se acomodó la gorra y se concentró otra vez en guiar.

– Podemos detenernos un minuto, pero no más. Hace frío aquí.

Cuando frenaron en el patio, Linnea exclamó:

– ¡Bueno, alguien ha despejado de nieve los senderos!

Theodore detuvo a los caballos y se bajó, pero evitando los ojos de la muchacha.

– Bueno, un día nevó un poco y la nieve se amontonó.

– ¿Tú lo hiciste? -le preguntó, con complacida sorpresa.

Theodore dio la vuelta al vehículo para ayudarla a apearse. Recordaron el primer día que ella había ido ahí y que él había asegurado no tener tiempo para cuidar flores de invernadero.

– Qué amable. Gracias, Teddy.

– Si quieres entrar, entra -le ordenó, gruñón.

La vio correr hacia la puerta y sacudió la cabeza con la vista en el suelo. Era tan joven… Qué tenía que hacer él, vagando por la nieve con ella, si nada podría resultar de todo ello y él lo sabía…

La siguió y se quedó cerca de la puerta del guardarropa, observándola mientras ella hacía una rápida inspección del salón. Lo observó con cariño y, de paso hacia el frente, fue tocando la estufa, los pupitres, el globo terráqueo, como si pudiesen sentirla. El salón estaba helado, pero la muchacha no lo notaba y en su rostro brillaba una sonrisa complacida. Lo que había dicho era verdad: ella no se parecía en nada a Melinda, pero -¡maldición!- no pensaba que, cuando ella tuviese treinta y cuatro años como él ahora, él tendría los cabellos grises y no quedaría nada de su juventud.

Linnea subió al estrado, tomó un trozo de tiza y escribió sobre la pizarra limpia:

– ¡Bienvenidos otra vez! ¡Feliz año nuevo 1918!

Dejó la tiza con un golpe resuelto, se sacudió las manos y volvió donde estaba Theodore, para girar otra vez y contemplar el mensaje desde ahí.

– ¿Sabes leerlo? -le preguntó.

Theodore frunció el entrecejo, concentrándose unos segundos.

– Puedo leer otra vez y feliz. -Se debatió con la primera palabra- Bbbb… -Cuando la descifró, su rostro se relajó-: Bienvenidos otra vez.

– ¡Bien! ¿Y lo demás?

Linnea observó cómo se esforzaba por entenderlo.

– La palabra que sigue es feliz -le apuntó.

– Feliz año nuevo 1918 -leyó lentamente y luego releyó todo el mensaje: Bienvenidos otra vez Feliz año nuevo 1918.

Sonrió, orgullosa: era cierto que había estado estudiando.

– Para fines de este nuevo año, estarás leyendo tan bien como mis alumnos de octavo grado.

Cuando él le devolvió la sonrisa, la tensión que había estado aumentando se relajó.

– Ven, vámonos a casa. Mamá está esperándonos.

Entrar en la cocina de Nissa fue como quitarse unas sandalias nuevas de baile y ponerse unas gastadas zapatillas de fieltro. Todo estaba iguaclass="underline" el hule sobre la mesa, las chaquetas colgadas del gancho detrás de la puerta, el tanque y la palangana, el olor delicioso que salía de la cocina.

Nissa estaba haciendo albóndigas de carne con patatas y salsa para la cena y todas las ventanas estaban empañadas de vapor. La anciana se volvió y se acercó con los brazos abiertos.

– Ya era hora de que regresaras aquí.

Linnea devolvió el cariñoso abrazo.

– Mmmm… huele bien aquí. ¿Qué está preparando?

– Estofado de corazón.

Rieron y Linnea la empujó en broma.

– Le diré a Theodore que me lleve de vuelta a la estación.

– No creas que te hará mucho caso. Me parece que estaba un poco perdido sin ti.

– ¿Ah, sí? -Arqueó una ceja, mirando al aludido-. No lo habría imaginado. De camino aquí, me tiró en un campo de nieve.

– ¡En un campo de nieve!

Desde el otro lado de la cocina, Theodore fruncía el entrecejo. En ese preciso momento, Kristian, que volvía de revisar sus trampas, bajó a galope las escaleras y frenó girando cuando vio a Linnea con una sonrisa tan ancha que parecía levantarle las orejas. Aún tenía las mejillas sonrosadas, el cabello erizado y le sobresalían las puntas de las medias rojas. Línea casi pudo sentir el esfuerzo que hacía para no abrazarla. Ella se casaría con su padre. ¡Lo haría! Y sería conveniente que toda la familia se habituase al hecho de que no tenía la menor intención de andar de puntillas en torno de Kristian sintiéndose culpable cada vez que tuviese ganas de tocarlo. Le apoyó los mitones de visón en las mejillas.

– Kristian, son los mitones más abrigados y bellos que he visto jamás. ¿Tú los hiciste?

Se ruborizó y removió los pies.

– ¿Le quedan bien?

– Perfectos. ¿Ves?

Kristian le agradeció el conjunto de cepillo y peine de palo de rosa, Linnea dio las gracias a Nissa por las chinelas y el momento incómodo pasó. Nissa se burló en tono hosco:

– Gracias a usted, también, señorita, pero ¿para qué necesita una vieja tonta como yo esa elegante agua de lilas que me regalaste? No hay hombre en seis kilómetros a la redonda que se acerque lo suficiente para olerla.

Mientras todos reían y se contaban lo que había sucedido en esas dos semanas, Linnea puso la mesa. Poco antes de la hora de comer, apareció John, envuelto en la nueva y fina bufanda de lana azul que la muchacha le había regalado para Navidad y que usaba encima de la gorra con orejeras.

– ¡John, creí que estaba enfermo!

– Lo estaba. Ya no.

Linnea le dio un rápido abrazo y se echó atrás para observarlo con actitud crítica.

– Sí que lo está. Mire esa nariz enrojecida y esos ojos acuosos. No tendría que haber venido hasta aquí con este frío.

Igual que Kristian, removió los pies, incómodo, y se puso encarnado.

– No quería perderme nada.

Todos rieron. Ah, qué bueno era estar de regreso. Así era como debía de sentirse uno cuando le daban la bienvenida.

Cuando se sentaron a comer, Linnea no pudo resistir la tentación de observar a Theodore mientras decía la plegaria: cabeza gacha, el cabello un poco aplastado por la gorra, los párpados bajos, las comisuras de los labios ocultas tras las manos unidas.

– Señor, gracias por este alimento y por todo lo que nos brindaste hoy, sobre todo por habernos devuelto sana y salva a nuestra pequeña señorita. Amén.

Cuando levantó la vista la sorprendió mirándolo y los dos tuvieron plena conciencia de que Linnea pertenecía a ese lugar, a ese hueco que habían abierto para ella en sus vidas.

Recorrió la mesa con la vista y algo agudo muy cercano al dolor le oprimió el corazón. Caramba, amaba a estas personas. No sólo a Theodore sino a todos ellos, a Nissa, con su áspero afecto, a Kristian, con esos súbitos sonrojos de admiración, y a John, con su corazón de oro y sus actitudes lentas y tranquilas.