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Theodore vio que la mirada de la muchacha volvía a él y se apresuró a tomar la fuente con las albóndigas, aunque había estado observándola desde que terminó de decir la oración, recordando lo vacías que parecían las comidas sin ella. Durante su ausencia, la familia había vuelto a la antigua costumbre del silencio, de comer con el único propósito de llenarse la barriga. Pero, en cuanto Linnea entró en la casa, junto con ella pareció que recuperaban la capacidad de conversar.

Theodore pensó en la primavera, en que ella se marcharía, y las sabrosas albóndigas le supieron a serrín.

Cuando terminó la comida, Linnea dijo:

– Estoy impaciente por ver qué has aprendido. ¿Me lo enseñas?

Aunque respondió con aparente desinterés:

– Si no estás demasiado cansada… -se sintió más inquieto de lo que nunca había estado, cuando su madre dijo:

– Teddy te llevará a tu casa, John.

John se puso las botas, se abotonó la chaqueta y cerró la hebilla de las orejeras. Se envolvió trabajosamente la bufanda nueva alrededor de la cabeza y tanteó los bolsillos buscando los mitones. Con una mano en el picaporte, Theodore no decía palabra. Hubo otra demora para que Nissa metiera un frasco de sopa de verduras bajo el brazo de John y le ordenó quedarse en la cama al día siguiente.

Cuando dejó a John en la casa, regresó, desenganchó los caballos y entró en la cocina, Theodore estaba nervioso y excitado. Nissa y Kristian estaban sentados a la mesa, junto a Linnea. Desparramados encima estaban los libros y la nueva pizarra, ya preparados, y Kristian había abierto el silabario en la última página con la que estuvieron trabajando, ansioso por demostrar todo lo que le había enseñado a su padre.

Durante la ausencia de Linnea, Theodore había trabajado ávidamente con la lectura. Perseguía a Kristian para que lo ayudase y, en ese momento, mientras su hijo dictaba, orgulloso, una prueba de ortografía, se concentró por entero en la escritura de las palabras. Las trazó con sumo cuidado: Theodore, conocer, rodilla, sangre, salchicha, cerca, Kristian, corazón, Cub, Toots, hace, ase, John, madre, estufa, Linnea, Lutefisk.

– Lutefisk ¿Le enseñaste a escribir Lulefisk?

– Me obligó.

Linnea rió, pero cuando Theodore leyó en voz alta tuvo noción del inefable progreso que había logrado, en parte gracias a su decisión y en parte gracias al insólito método que usaron para elegir palabras familiares.

– ¡Caramba, Theodore, ya estás leyendo tan bien como mis alumnos de quinto grado!

– ¡Porque me volvió loco, por eso! -exclamó Kristian-. Casi no me dejaba tiempo para revisar mis trampas. -Aunque el rostro del padre se puso encarnado, de todos modos Linnea vio que estaba orgulloso-. Un día, hasta lo encontré escribiendo palabras en la nieve con una vara.

– ¿En la nieve?

Al echar una mirada a Theodore, vio que el sonrojo se había acentuado. La miró un instante y después apartó la vista.

– Bueno, no tenía la pizarra y no recordaba cómo escribir una palabra: me resultaba más fácil si la veía.

Sólo la ocasión en que descubrió que no sabía leer lo vio tan acalorado y sonrojado. Cuando se ruborizaba y le daba timidez, parecía tan joven que a Linnea le daba un vuelco el corazón.

A la noche siguiente, estaban otra vez sentados a la mesa, con Nissa y Kristian cerca, y Linnea decidió hacerlo tropezar. Escribió en la pizarra:

– ¿Te conté que mi padre compró un automóvil?

Se volvió para mirarlo, vio que leía sin dificultades y luego fruncía el entrecejo al llegar a la última palabra. Movió los labios sin ruido tratando de descifrarla y, tras varios segundos, Linnea giró la pizarra y, después de dividir la palabra con una barra inclinada: auto/móvil, se la mostró de nuevo.

Theodore deletreó la palabra y en su rostro se abrió una sonrisa.

Pero, en lugar de responder hablando, tomó la pizarra, la borró y escribió:

– No. ¿Paseaste en él?

Linnea borró y escribió:

– Sí, fue delicioso.

Pensó un buen rato y por fin se dio por vencido:

– Esa no la sé -dijo.

– Delicioso.

– Ah.

Se puso súbitamente pensativo y, mientras la contemplaba, olvidó la pizarra. "Un automóvil", pensó. Sería de la clase de mujeres a las que les gusta tener un automóvil. Cuando llegara la primavera, volvería a su vida en la ciudad, donde gozaría del automóvil de su familia y de todas las demás comodidades que, sin duda, compararía con la vida allí y la encontraría en desventaja. ¿Qué motivos tendría para regresar el otoño siguiente? Y había otra cosa que no podía sacarse de la cabeza, aunque le parecía tonto preguntarlo.

Pasó el trapo impregnado de tiza por la pizarra y escribió:

– ¿Viste a Lorents?

Pensó largo rato la pregunta, mientras intentaba juntar coraje para mostrársela. Echó un vistazo a Nissa y a Kristian, al otro lado de la mesa pero la madre estaba remendando un calcetín, y el hijo, inclinado sobre un libro. Cuando alzó la vista, vio que Linnea tenía el mentón apoyado en un puño y esperaba a ver con qué iba a salir. Lenta, muy lentamente, torció la pizarra de modo que sólo ella pudiese verla.

Los ojos de la muchacha le dispararon una mirada y apartó la barbilla del puño. El corazón apresuró los latidos y echó un cauteloso vistazo a los otros dos presentes para comprobar que no les prestaban la menor atención.

Le sacó la pizarra de los dedos y, sin borrar la pregunta, escribió debajo:

– ¿Lawrence?

Theodore observó el nombre bien escrito, sintiendo su torpeza y un calor que te subía por el cuello. Borró Lorents, lo escribió correctamente, giró la pizarra hacia ella y asintió.

Las miradas de los dos, intensas, oscuras, se sostuvieron durante interminables minutos por encima de la pizarra. Kristian pasó una página. Las tijeras de Nissa cortaron un hilo. En el último momento, un instante antes de posar la mano sobre la pizarra, Theodore creyó ver una chispa divertida en los ojos de la muchacha.

– No -escribió.

Cuando Theodore lo leyó, dejó escapar un largo suspiro silencioso y relajó los hombros, respaldándose contra la silla.

Esa noche, cuando fueron a acostarse, aunque ninguno de los dos dijo una palabra sobre los mensajes intercambiados por medio de la pizarra, los dos los tenían presentes.

Tenerla tan cerca todo el tiempo no resultará. O te casas con ella o la sacas de aquí.

No funcionará vivir bajo el mismo techo con él. Si no se casa contigo, el año que viene tendrás que buscar otro lugar para enseñar.

Al día siguiente, cuando Linnea volvió de la escuela, había un sobre apoyado contra la maceta de filodendro, sobre la mesa de la cocina. El remitente era Adrián Mitchell.

Linnea se quedó de una pieza al ver la carta y sentir, de repente, un par de ojos que la censuraban. Al mirar hacia el otro extremo, vio a Theodore parado en la entrada del vestíbulo delantero, mirándola como si acabara de anunciar que era espía alemana. Entre los dos, Nissa trabajaba junto a la cocina, y los ignoraba. Lo único que rompía el silencio era la cebolla chisporroteando en la grasa caliente. Theodore giró sobre los talones y desapareció, y Linnea pensó: "Ah, no me quieres para ti, pero nadie más puede tenerme, ¿no es cierto?"

Tomó con gesto brusco la carta de la mesa y subió la escalera pisando fuerte.

Adrián era tan eficiente escribiendo cartas como manipulando clientes y padres. Algunos de sus cumplidos la hacían sonrojar y los planes que tenía para el verano la impulsaron a ocultar el sobre en un cajón, bajo la ropa interior, para que Nissa no lo viera cuando fuese a cambiar las sábanas.

Esa noche, cuando se sentaron para la lección, la tensión entre los dos era palpable. Por una vez, el hombre deseó estar a solas con ella para hablar, pero Nissa ocupó la silla de costumbre y se puso a tejer, y Kristian estaba reparando un zapato para la nieve y masticando cecina. Cuando no pudo soportarlo más, Theodore escribió en la pizarra: