¡Toda la familia Westgaard engullía con el cuello estirado!
Y los ruidos eran horrorosos.
Nadie pronunció palabra y todos se limitaban a hundir las cucharas en los platos y apalear hasta que empezaron a vaciarse y uno por uno pidieron otra vez que les pasaran las fuentes. ¡Lo hacían con las maneras del hombre de las cavernas!
– ¡Patatas! -exigió Theodore-
Con disgusto, Linnea observó cómo John le pasaba las patatas sin levantar casi la vista de su plato, del que recogía con esmero la salsa con una rebanada de pan, que luego embutía en la boca con los dedos.
Un instante después, siguió Kristian:
– ¡Carne!
La abuela empujó la fuente de carne desde el otro lado de la mesa, y a la única que le pareció mal el modo en que lo hizo fue a Linnea. Los minutos pasaban y seguían oyéndose gruñidos y sorbetones.
– ¡Maíz!
Linnea no advirtió que se había demorado hasta que alzó la vista del plato: todos estaban mirándola.
– He dicho maíz -repitió Kristian,
– ¡Ah, maíz!
Tomó la fuente y la pasó al otro lado de la mesa, demasiado perpleja para aludir al tema de los modales esa primera noche en su nuevo hogar.
Buen Dios, ¿así comerían siempre?
Se dedicaron a segundas raciones y así le dieron tiempo para estudiarlos uno por uno.
Nissa, con sus pequeñas gafas ovaladas, la cabeza gris y la nariz respingona, también tenía la cabeza inclinada sobre el plato. Aunque como madre había fallado en inculcarles modales a sus "muchachos", era indudable que tenía control sobre ellos, Linnea estaba segura de que si esa mujer no le hubiese dado la bienvenida ella no habría estado sentada en ese momento cenando con ellos.
John. Con él al lado, se sentía como una enana. La manga rota de la camisa estaba apoyada sobre la mesa y los hombros anchos se encorvaban hacia delante como un yugo. Recordó la renuencia a estrecharle la mano. El rubor que le subió al rostro cuando la saludó con un "Señorita". Jamás tendría que temerle.
Kristian. No se le habían escapado las miradas furtivas que le lanzaba mientras comían. Lo hizo desde que se sentaron. ¡Era tan grande…! ¡Tan adulto! Qué raro sería ser maestra de un joven que le llevaba media cabeza, y que tenía hombros tan anchos como un percherón… Nissa lo había mencionado como "el hijo de Theodore", pero era tan niño como el tío o el padre y era evidente que se había enamoriscado de inmediato de ella. Tendría que cuidar de no alentarlo de ninguna manera.
Theodore. ¿Qué era lo que hacía a un hombre tan agrio y difícil de tratar? Mentiría si dijera que no le inspiraba temor. Pero nunca le permitiría saberlo aunque viviese en esa casa durante cinco años y tuviese que luchar contra él con uñas y dientes todo el tiempo. Dentro de cada persona dura había una tierna; encuéntrala y hallarás su alma. Sin duda, esa sería una tarea difícil con Theodore, pero tema intenciones de intentarlo. Inesperadamente él alzó la vista, la miró a los ojos y ella descubrió, sobresaltada, que no era un hombre viejo. Los ojos castaños eran diáfanos y sin arrugas, salvo una sola línea blanca en cada comisura. Vio en esos ojos inteligencia y hostilidad y se preguntó qué haría falta para nutrir a una y ahogar la otra. Si bien el cabello no tenía el color del centeno al atardecer, como ella había imaginado, era castaño, espeso y, a medida que iba secándose después de haber sido alisado con agua, se proyectaba hacia la frente en rizos caprichosos. Tampoco tenía una nariz demasiado grande. Era recta, atractiva y bronceada, como el resto de la cara hasta unos milímetros de la raíz del cabello, donde una banda blanca lo identificaba como granjero que trabaja al sol. A diferencia de John, usaba el cuello de la camisa abierto. Dentro, el cuello era vigoroso. Empecinado, se negaba a interrumpir el contacto visual con ella; entonces Linnea se sintió incómoda y bajó la vista a los brazos de él. A diferencia de los de John, estaban descubiertos hasta la mitad del antebrazo. Las muñecas eran estrechas, lo que hacía parecer más poderosos las manos y los brazos, que se ensanchaban hacia arriba y abajo. ¿Tendría cuarenta años? Todavía no. ¿Treinta? Era más probable. Debía ser, puesto que tenía un hijo de la edad de Kristian. Luego, con un suspiro quedo, llegó a la conclusión de que debía de estar en lo cierto: su edad estaría entre los treinta y cuarenta años, y eso era mucho.
Al alzar otra vez la vista, lo encontró con la cabeza gacha, comiendo, pero con la mirada todavía clavada en ella. Sonrojada, miró alrededor y vio que Kristian había estado observándolos a los dos. Le dedicó una rápida sonrisa y dijo lo primero que se le ocurrió:
– De modo que serás uno de mis alumnos, Kristian.
Todos los presentes dejaron de masticar y se hizo un abrupto silencio. La miraron como si le hubiesen salido colmillos. Sintió que se ruborizaba, sin saber bien por qué.
– ¿He dicho algo malo?
El silencio se estiró, hasta que al fin Kristian respondió:
– SÍ. Quiero decir que no ha dicho nada malo y que sí, será mi maestra.
Todos reanudaron la comida, bajando la vista a los platos, mientras Linnea reflexionaba en medio del silencio. Una vez más lo rompió.
– Kristian, ¿en qué grado estás?
Una vez más se detuvieron sobresaltados por la interrupción. Echando una mirada furtiva alrededor, Kristian contestó:
– En octavo.
– ¿Octavo? -Debía de tener, al menos, dieciséis años.- ¿Perdiste algún año… quiero decir, estuviste enfermo o algo así?
Con ojos dilatados, fijos, la miró y el color le subió desde la barbilla.
– No- No perdí ni un año.
– Ningún año.
– ¿Cómo dice?
– No perdí ningún año -lo corrigió.
Por un momento, el muchacho pareció perplejo, pero luego se le iluminaron los ojos y dijo:
– ¡Ah! Bueno, yo tampoco.
Linnea notó que todos la miraban, pero no pudo imaginar qué era lo que los asombraba tanto. Lo único que hacía era llevar adelante una conversación cortés, como se acostumbraba en la cena. Pero ninguno de ellos tuvo la gentileza de recoger el guante que ella arrojaba. Lo que hicieron fue guardar silencio y seguir llenándose los gaznates: lo único que se oía era el ruido de la masticación.
Theodore habló una vez, cuando se vació su plato. Se echó atrás en la silla, expandió el pecho y preguntó:
– ¿Qué hay de postre, ma?
Nissa llevó budín de pan. Linnea vio, estupefacta, cómo esperaban en silencio a que se lo sirviera y volvían a comer con renovado interés.
Miró alrededor, estudiándolos y por fin comprendió: comer era algo muy serio para ellos- ¡Nadie profanaba con parloteos el sacrosanto acto de alimentarse!
Jamás la habían tratado con tanta grosería en la mesa- Cuando terminó la comida, la rodeó un coro de eructos y a continuación todos se recostaron y se hurgaron los dientes ante las tazas de café.
¡Ni uno se disculpó! ¡Ni siquiera Nissa!
Se preguntó cómo reaccionaría la anciana si le pedía que, en adelante, le llevase una bandeja a su cuarto. Realmente le desagradaba comer con ellos y oírlos comportarse como cerdos en un abrevadero.
Pero, al parecer, en ese momento había acabado el ritual inviolable.
Theodore empujó la silla hacia atrás y le habló:
– Mañana querrá ver la escuela.
Lo que en realidad quería ver al día siguiente era el interior de un tren que la llevase de regreso a Fargo. Ocultó su desilusión y respondió con todo el entusiasmo que pudo:
– Sí, me gustaría ver con qué libros cuento para trabajar y qué elementos necesito pedir.