Con la vista clavada en la chimenea de la estufa, se quedó un par de minutos, pensando. Sólo había silencio. Por fin, la dominó la curiosidad y miró sobre un hombro: ahí estaba, con las manos en las caderas, mirándola enfadado bajo el ala del Stetson.
Linnea giró otra vez bruscamente hacia la estufa.
– Bueno, ¿me va a hablar de él o no? -espetó el hombre, con voz hostil.
– ¿De quién? -replicó, obstinada.
– ¿Quién? -Lanzo unas carcajadas desdeñosas, y sus botas hicieron un ruido sordo sobre el suelo. Se detuvo a menos de treinta centímetros de la muchacha-. ¡Adrián no sé cuántos, ese!
– Mitchell. Se llama Adrián Mitchell.
– En realidad, me importa un comino cómo se llame. ¿Vas a decírmelo o no?
– Ya te dije que trabaja en la tienda de mi padre -le espetó.
– Claro, cómo no -repuso él, sardónico.
Linnea giró sobre los talones:
– ¡Bueno, es verdad!
Aunque el sombrero le ocultaba los ojos, Linnea podía adivinar las chispas en sus profundidades. Tenía el cuello de la chaqueta subido hasta las orejas y las botas firmemente plantadas, bien separadas.
– ¿Otro más para tu colección? -la acusó.
– ¿Y a ti qué te importa? -repuso, cerrando los puños dentro de los mitones.
– ¿Lo es? -insistió Theodore, cerrando los puños con los guantes puestos.
– No es asunto tuyo. ¿Cómo te atreves a hacerme preguntas sobre mi vida personal? ¡No eres más que el patrón de mi alojamiento!
– ¿Qué haces con él, paseas en automóvil? -se burló.
– De hecho, así lo hice. Y me divertí. Y me llevó a una fiesta, bailamos, bebimos ponche de champaña y fue a cenar a casa de mis padres. ¿Y sabes qué mas hizo, Theodore? -Acercó más la nariz a él, provocándolo con ojos brillantes, desafiantes-. Me besó. ¿Eso era lo que querías saber? ¿Eso?
Se acercó más aún y tensó la barbilla, viendo que el rostro de Theodore se ponía como un pimiento con manchas blancas,
– Estás presionándome demasiado, señorita -la amenazó en voz baja y grave.
Linnea retrocedió y resopló, desdeñosa:
– Oh, no me hagas reír. Theodore. Haría falta una locomotora para presionarte. Estás asustado de tu propia sombra. -El hombre dio un paso amenazador, pero la muchacha no cejó-. ¿No lo estás?
Se enfrentaron, cada uno buscando un punto débil en el otro sin poder encontrarlo, hasta que al fin, Theodore preguntó:
– ¿Cuántos años tiene?
– Veinte, tal vez veintiuno. ¡Y ahora, huye, Theodore, huye como siempre haces!
La miró, serio, con los músculos del cuello tan tensos que le dolía hasta la cabeza. Entonces Theodore, que rara vez maldecía, gruñó la segunda maldición del día.
– Maldita seas.
La atrajo hacia si sujetándola por los codos, dejando caer la boca sobre la de ella en un beso salvaje. La boca de Linnea se abrió de inmediato y forcejeó como para gritar, pero él la retuvo, sintiendo que los brazos de la muchacha se ponían tensos. Bajo su boca, emitió un sonido ahogado, como si tratase de hablar, pero no quiso soltarla para que volviese a gritarle. Le metió la lengua entre los dientes y la de ella le salió al encuentro con el mismo impulso. Sólo en ese momento comprendió que ella no forcejeaba para alejarse de él sino para acercarse más. Aflojó de inmediato la presión en los codos, y ella le rodeó el cuello con los brazos y se puso de puntillas, aproximándose, pegándose a él.
Los brazos de Theodore le rodearon la espalda, atrayéndola a él, con la barrera de la ropa de abrigo interponiéndose entre ellos.
Alzó la cabeza bruscamente, alejándola, respirando con dificultad.
Los ojos de Linnea eran como ascuas encendidas. Ardían con brillo quemante, fijos en el rostro de él.
– Teddy, Teddy. ¿Por qué lo rechazas?
El aliento se le escapaba rápido, agitado.
Theodore cerró los ojos tratando de controlarse, apartándola con los brazos.
– Porque soy lo bastante mayor para ser tu padre. ¿Acaso no lo entiendes?
– Entiendo que lo usas solamente como excusa.
– ¡Basta! -le gritó, abriendo los ojos y revelando la expresión torturada-. ¡Piensa en lo que estás diciendo, en lo que estamos haciendo! ¡Tienes dieciocho años…!
– Casi diecinueve.
– Está bien: el mes que viene tendrás diecinueve. Y dos meses después, yo tendré treinta y cinco. ¿Cuál es la diferencia? Sigue habiendo dieciséis años entre nosotros.
– No me importa. -Insistió.
– A tu padre sí le importaría. -Inmediatamente advirtió que había tocado un punto vulnerable-. Seguro que él ha elegido para ti a un joven llamado Adrián, que tiene trabajando en su tienda, ¿no es así?
– Adrián me escribió a mí. Yo no le escribí.
– Pero lo besaste e hiciste todas esas cosas con él, y yo estoy celoso aunque no tenga derecho a estarlo, ¿no lo ves? Tendrías que estar con gente joven como él, no con viejos como yo.
– No eres ningún viejo, para mí es más divertido estar contigo que con él, y cuando me besa él no me pasa nada de lo que me pasa cuando tú…
– ¡Shhh!
Le cubrió la boca con el dedo enguantado, y sintió que la furia se desvanecía tan rápido como se había encendido.
Por largo rato, las miradas se abrazaron, hasta que Linnea quitó el dedo de su boca y murmuró:
– Pero es verdad.
– Vives en mí casa. ¿No sabes lo que la gente podría decir, lo que podría pensar?
– ¿Que me amas? -preguntó con suavidad-. ¿Tan terrible sería eso?
– Linnea, no… -exhaló, insistiendo en alejarla.
– Oh, Teddy, yo… te amo tanto que hago locuras -confesó en tono quejumbroso- Beso pizarras y ventanas y almohadas porque no me besas tú.
Por mucho que deseara ser fuerte contra ella, el ingenio de la muchacha provocó una triste sonrisa en la boca de Theodore. El problema consistía en que lo que más le gustaba de ella eran las cosas que la hacían demasiado joven para él. Ninguna otra chica que conociera era tan natural, tan carente de caprichos. Fijó la mirada en la línea del cabello, en el echarpe rojo que le rodeaba, severo, el rostro. Los ojos sinceros. La boca dulce.
Con mucha más suavidad, Linnea dijo:
– Te amo, Teddy.
Señor, Señor… Muchacha, no me hagas esto.
Pero cuando ella alzó una vez más la mirada hacia él, Theodore cedió y la atrajo a sus brazos, esta vez con ternura. Cerró los ojos y la acurrucó bajo la barbilla con una mano, sujetándola por la parte de atrás de la cabeza.
– No lo hagas -le pidió en voz seca y áspera. Linnea sintió el movimiento de la nuez contra la coronilla-. No trates de madurar demasiado deprisa y no desperdicies en mí estos años preciosos. Sé joven y tonta. Besa pizarras y ventanas, y habla con personas que no existen.
Mortificada, se hundió más bajo la barbilla de él.
– Lo adivinaste, ¿cierto?
– ¿Que hablas con personas que no existen? Sí, ese día que te sorprendí aquí, junto a la pizarra. Y otra vez, cuando te oí en la planta alta hablando con tu amigo Lawrence. ¿Ya estás dispuesta a decirme quién es?
Se echó atrás para verla mejor, y ella dejó caer la cabeza, avergonzada. Theodore le alzó la barbilla con un dedo obligándola así a mirarlo a los ojos. En los pómulos de Linnea apareció un rubor y parpadeó con fuerza.
– No es nadie -admitió-. Yo lo inventé.
Theodore frunció el entrecejo.
– ¿Lo inventaste?
– Es sólo un personaje imaginario. Una persona que pudiese ocupar el lugar del amigo que no tuve cuando llegué aquí. En realidad, lo inventé cuando tenía unos trece años, cuando empecé a notar la diferencia entre los chicos y las chicas. El y yo… bueno, simplemente, puedo conversar con él como nunca pude hacerlo con un muchacho real.
Dejó caer la barbilla y se puso a examinar la solapa del bolsillo de Theodore.
El le miró la nariz, las cejas, la curva de las pestañas, que protegían los hermosos ojos azules. Los labios eran delicados y levemente hinchados, y lo que más anhelaba era besarlos y enseñarles los cientos de maneras de devolver un beso.