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Linnea no tenía muchas cosas que guardar… no había llevado mucho más que un par de mitones de visón, un gato tallado, un chal tejido a ganchillo y un volumen de Tennyson encuadernado en cuero. Tuvo cuidado de no pensar mucho en esas cosas mientras las metía en la maleta.

Cuando volvió abajo, no tenía la certeza de poder pronunciar las despedidas necesarias. Las lágrimas estaban tan cerca de la superficie que le escocía la nariz, y el nudo de emoción que le obturaba la garganta convertía en un esfuerzo al hecho de hablar. Sin embargo, cumplió su mejor actuación, dibujando una radiante sonrisa e imprimiéndole un aire decidido a cada paso.

A Nissa le dio un abrazo fugaz.

– Una menos para cocinar -gorjeó.

Apuntó a Kristian con un dedo juguetón.

– Ocúpate de hacer la tarea aunque yo no esté aquí por las noches, sentada a la mesa.

Dio a Theodore un apretón de manos convincente.

– Progresará muy bien con la lectura. Lo sé. Kristian puede ayudarlo. Bueno, Trigg, todo listo.

Se dio la vuelta con la aparente ansiedad de una chica que se acercara a una tienda de dulces, pero, cuando se hubo ido, los tres Westgaard se miraron entre sí, sin saber qué decir. Por fin, Nissa rompió el silencio.

– Bueno, ¿qué sabes tú de esto, Teddy?

Tragando saliva, el aludido se alejó.

– Nada.

– ¿Kristian?

– Nada.

– Bueno, esa chica ha estado llorando, y mucho. No me ha engañado en absoluto. Mañana pienso ir allí y averiguar qué está pasando.

– Déjalo, ma.

– ¿Que lo deje?

– Si quiere ir a vivir allí, déjala. Como ella dice es una boca menos que alimentar.

Pero nada era grato sin ella. Era como cuando se había ido para Navidad, pero peor. Las comidas eran momentos torvos. Nadie hablaba. Todos fijaban la vista en los platos y no entendían por qué la comida no tenía buen sabor. Se sorprendieron unos a otros mirando la silla vacía de Linnea, y trataron de disimularlo. John había vuelto, pues estaba mejor del resfriado, pero, así como había salido de su caparazón desde que la muchacha había entrado en sus vidas, ahora estaba más retraído que nunca. Entraba arrastrando los pies, con la cabeza gacha, y se iba del mismo modo.

Si bien Kristian la veía todos los días en la escuela, iba y volvía sin decir una palabra sobre cómo estaba. Theodore quería preguntar cómo se arreglaba. Cómo se vestía. Todas las mañanas tenia que hacer un esfuerzo para levantarse y convencerse de que el día tenía algún significado. Las noches eran una tortura. Nadie sacaba un libro. Nadie sacaba una pizarra. Trigg la llevaba a la escuela en esos días fríos, su vehículo pasaba con regularidad por la mañana y por la tarde. Pero, como la carreta tenia puesta la protección contra el frío, si Linnea iba en ella, no se la veía. Theodore advirtió que merodeaba por los almacenes a esas horas, con la esperanza de atisbar el vehículo que la transportaba.

Por la noche se daba vueltas en la cama, inquieto, pensando en el futuro. Kristian ya tenía diecisiete años. La madre, setenta. No los tendría cerca para siempre. Y, cuando se hubiesen ido, ¿qué haría entonces? Quedarían él y John. Dos viejos solterones, viviendo en sus solitarias granjas de la pradera, hablando casi siempre de animales, saludando a las carretas que pasaban, con la esperanza de que alguna diese la vuelta y les llevara compañía.

Pensó en Linnea allá, en casa de Clara, y se preguntó cómo estaría y si lo echaría de menos. Señor, era fuerte esa chica. Jamás imaginó que se iría como lo había hecho. Supuso que estaría bien allí, con los chicos que siempre creaban algún entretenimiento… no cabía duda de que amaba a los chicos. También quería mucho a Clara, y las dos se llevaban de maravilla.

Supuso que cuando llegara el nuevo niño, Linnea estaría en la gloria teniéndolo cerca. Pensó en recién nacidos. Una muchacha como esa merecía tener hijos, pero un hombre de su edad no tenía por qué tenerlos. Y sin embargo se preguntó cómo serían unos hijos suyos y de Linnea. Probablemente rubios, robustos y llenos de energía, como ella.

Cuando la veía en la iglesia los domingos, se le saltaban los ojos de las órbitas y se le oprimía el pecho. Ella, en cambio, parecía feliz como una alondra y lucía una gran sonrisa bajo el sombrero con alas de pájaro. Dijo:

– Oh. hola, Teddy. ¿Dónde está Nissa?

Y antes de que Theodore pudiese despegar la lengua, ya había desaparecido. Después de la cena, ese domingo, fue a hurtadillas a su cuarto y se peinó, imaginando que podían caer en cualquier momento, pues Clara y Trigg siempre iban a visitar a la madre los domingos. Pero no fueron.

A última hora de la tarde, viendo que no aparecían, escondió la pizarra bajo la chaqueta y fue a la talabartería, para ver si un poco de ejercicio le aliviaba la angustia. Pero perdió media hora contemplando la montura sobre el caballete, y otra, el nombre que había escrito en la pizarra. Linnea.

Linnea. Linnea. Señor Todopoderoso, ¿qué debía hacer? Sufría. Sufría. El amor no tenía por qué doler así. Se levantó con esfuerzo y probó limpiar el banco de herramientas, pero ya estaba en perfecto estado. Retrocediendo, arrojó una pinza para recortar cascos con tanta fuerza que golpeó tres boles y volcó al suelo los clavos para herraduras. Lanzando una violenta maldición, se dio la vuelta, recogió la pizarra y salió de allí como una exhalación.

Nissa y Kristian estaban en la cocina cuando volvió. Lo miraron, pero no dijeron nada. Theodore fue hacia su dormitorio y reapareció un instante con los tirantes y la camiseta caídos, llenó la palangana, se lavó, se afeitó por segunda vez en el día. Se palmeó la cara con colonia, se untó el cabello con aceite, se peinó con pulcritud, desapareció una vez más y reapareció poco después, vistiendo el traje de los domingos y una camisa blanca limpia con un cuello flamante. No miró a su hijo ni a su madre, pero se puso el abrigo, tomó la pizarra y el silabario y anunció:

– Iré a casa de Clara, para ver si puedo reanudar mis lecciones.

Cuando la puerta se cerró de un golpe tras él, Kristian clavó la vista en ella, mudo. Nissa siguió moviendo las agujas, observando a su nieto sobre la montura de las gafas.

– Yo podría seguir enseñándole a leer -declaró Kristian, hostil.

– Sí.

Las agujas siguieron chocando, y la mirada de Kristian se clavó en la de su abuela.

– ¿Por qué, pues, tenía que ir a la casa de Clara?

La anciana prestó atención al tejido, aunque no lo necesitaba.

– Para mí que tu padre ha ido a cortejar -respondió con expresión satisfecha.

En la casa de Clara, Linnea estaba junto a la mesa de la cocina, preparando las lecciones para el lunes, y toda la familia comía palomitas de maíz. Se oyó un ruido que atravesó la pared.

– Viene alguien. -Trigg se levantó y espió a través de la ventana hacia la oscuridad-. Me parece que es Teddy.

La mano de Linnea se detuvo a mitad de camino de la boca, y el corazón redobló su ritmo. No tuvo tiempo de absorber el anuncio cuando, la puerta se abrió y allí estaba Theodore, con el aspecto de un asistente a un funeral. Miró a todos los presentes, menos a ella.

– Hola, Clara, Trigg, chicos. Creía que hoy ibais a pasar por casa.

Decidí venir a ver si todo estaba bien.

– Todo está bien. Pasa.

– Hace frío aquí afuera.

Linnea sintió que se ruborizaba.

– ¡Tío Teddy! ¡Tío Teddy! ¡Tenemos palomitas de maíz'!

La pequeña Christine se abalanzó hacia él, alzando los brazos. La levantó y le dio un suave pellizco en la barbilla, sonriendo. Por fin miró a Linnea a los ojos sobre la cabeza rubia de la niña. La sonrisa desapareció y la saludó con un cabeceo silencioso. Ella, en cambio, volvió la atención a la tarea.

– Corre una silla -lo invitó Trigg, y colocó una entre la de él y la de Bent.