– Sí -escribió.
A continuación, la pizarra le fue arrebatada de la mano y cayó al suelo boca abajo. De un solo salto impaciente. Theodore se levantó y fue a buscar su chaqueta, evitando mirarla.
– Esta noche hay aurora boreal, y Linnea y yo saldremos a verla.
Tuvieron la impresión de que tardaban un año y no un minuto en abotonarse los abrigos y cerrar la puerta después de salir. Y las únicas auroras que vieron fueron las que explotaban tras los párpados cerrados cuando Theodore la atrajo con vehemencia hacia sus brazos y estampó su boca en la de ella. Se besaron como locos, insaciables, hasta que llegaron a un punto en que todo les pareció asequible y la vida les corrió, alborotada, por las venas. Separaron las bocas apretándose hasta que les temblaron los músculos, murmurando frases a medias con prisa desesperada.
– Nada parecía bueno sin…
– Me he sentido desdichada…
– ¿En realidad quieres…?
– Sí. sí…
– Traté de no…
– No sabía cómo llegar a ti…
– Oh, Dios, Dios, te amo…
– Te amo tanto que…
Se besaron otra vez queriendo meterse dentro de la piel del otro sin poder, pero intentándolo de todos modos. Se pasaron las manos por todos los lugares permitidos, y lo más cerca posible de los prohibidos. Se separaron aturdidos por el desacostumbrado alivio que les había dejado llegar a un acuerdo. Se besaron otra vez todavía atónitos, y luego se detuvieron buscando el equilibrio.
Linnea apoyó la frente en el mentón de Theodore.
– Recuérdame que te enseñe cómo escribir casarías.
– ¿No lo sé?
Girando la cabeza sin despegarla de su mentón:
– No.
Theodore rió entre dientes.
– Al parecer, no tiene importancia.
La muchacha sonrió y le frotó los costados con las manos.
– C-a-s-a-r-í-a-s, así se escribe si quieres casarte conmigo. C-o-s-e-r-i-a-s es que me quedaría unida a ti.
– Ah, pequeña. -Sonrió y la atrajo más hacia sí-. ¿Acaso ignoras que, cuando seas mi esposa, habrás cumplido con ambas cosas?
Linnea no sabía que un corazón era capaz de sonreír. Se besaron otra vez, ya sin tanta prisa, pues la ansiedad inicial ya estaba saciada y podían explorar a gusto. Linnea lo aferró del cuello, atrajo la cabeza hacia él y probó la boca tibia y húmeda con la suya, saboreando la textura, experimentando la seducción. La cabeza de Theodore se movía en lánguidos círculos, le masajeaba el torso con las manos. Entonces surgió la impaciencia y Theodore, apelando a la voluntad, se apartó.
– Dije que salía contigo para contemplar la aurora boreal. Tal vez sería conveniente que echáramos un vistazo.
– No me gusta la idea -murmuró, apretándose a él, besándole el cuello.
A Theodore se le escapó una risa gutural, y Linnea la sintió en los labios.
– Qué muchacha tan desagradecida. La naturaleza pone en escena semejante espectáculo y ella ni se inmuta.
– Aquí mismo la naturaleza me está mostrando otro espectáculo, y estoy intentando demostrarte cuánto me importa.
Pero Theodore era noble, no heroico. La hizo girar entre sus brazos, apretando la espalda de ella contra su pecho y rodeándola desde atrás.
– Mira.
Miró, y se quedó atónita.
Del cielo, que hacia el Norte era violáceo, irradiaba un resplandor fantasmal, y unos dedos de luz rosácea se estiraban y retrocedían formando dibujos cambiantes. La aurora boreal se extendía como el halo de la tierra iluminado desde abajo, reflejándose sobre el manto blanco que cubría el suelo. Por momentos, parecía que no sólo el cielo sino también la tierra irradiaba, generando una vista nocturna que era como ver el centro candente de la tierra a través de una inmensa ventana opaca. Hasta donde alcanzaba la vista, la tierra dormía, abrigada con la nieve. Un espacio plano, infinito, que seguía siempre, como el resto de su vida juntos.
– Oh, Teddy -suspiró, apoyando la cabeza contra su hombro-. Seremos muy felices juntos.
– Creo que ya lo somos.
La meció con ternura y siguieron contemplando el cielo, que a ratos se iluminaba y a ratos se oscurecía.
– Y viviremos para contar a nuestros nietos la historia de esta noche. Estoy segura.
Le besó el pómulo, imaginando ese futuro. Linnea cubrió los brazos de él con los suyos.
– ¿Crees que nuestros caballos están por ahí en algún sitio?
– En algún sitio.
– ¿Piensas que estarán abrigados y satisfechos?
– Aha.
– Como nosotros.
Eso era lo que le gustaba de ella: nunca daba la dicha por descontada.
– Como nosotros.
– Muchos de los mejores momentos que hemos compartido han sido igual a este: simplemente mirar nada… y todo. ¡Oh, mira! -Las luces se movieron, como leche fresca salpicando hacia arriba-. ¡Qué hermosas son!
– Sólo en Noruega son más brillantes -le dijo Theodore.
– Noruega. Ah… me gustaría ir allí alguna vez.
– Mamá le dice la tierra del sol de medianoche. Cuando ella y mi padre llegaron aquí, creyeron que jamás se acostumbrarían a la pradera. Sin fiordos, sin árboles, sin cursos de agua que valiesen la pena ni montañas. Lo único similar eran "las luces". Dijo que, cuando echaban tanto de menos la vieja patria que no podían soportarlo, solían hacer lo mismo que nosotros ahora, y eso los ayudaba a superarlo.
Sin saber cómo, la mano de Theodore se posó sobre el pecho de Linnea, y la sensación fue tan intensa que ella la retuvo por la muñeca.
– Durante esta semana echaba de menos a Níssa -dijo.
– Ven a casa conmigo. Esta misma noche.
Los dos advirtieron dónde estaba la mano, y Theodore la apartó.
Línnea se volvió hacia él.
– ¿Te parece prudente?
– ¿Estando mi madre y Kristian presentes todo el tiempo? -Le subió el cuello del abrigo y dejó allí las manos, rodeándole el cuello-. Por favor, Linnea, quiero que estés allí, y nos casaremos apenas Martin pueda calentar la iglesia. En una semana. Dos como máximo.
Linnea ansiaba ceder. Si bien disfrutaba de la compañía de Clara, no se sentía como en casa. Además, estaba más lejos de la escuela, y Trigg tenía que salir para llevarla en esas mañanas frías. Echaba de menos a Theodore con un anhelo tan feroz que la asustaba. Se puso de puntillas y le dio un abrazo repentino y fuerte.
– Sí, iré. Pero serán las dos semanas más largas de nuestras vidas.
La apretó contra su pecho sólido y bajó el rostro hacia el cuello que olía a almendras, pensando que si sólo podía pasar dos decenas de años con ella estaría agradecido.
En el baile de la noche siguiente, hizo salir a Kristian:
– Necesito hablar contigo, hijo. ¿Podrás salir un minuto?
Kristian observó a su padre un momento y luego contestó:
– Claro.
Salieron afuera, al aire cortante, y vieron una luna no más grande que un recorte de uña. La capa superficial de nieve crujía bajo sus pies, y vagaron sin rumbo aparente hasta que llegaron cerca de un racimo de carretas. Los caballos dormían, con las ásperas crines de la nariz duras de escarcha. Sin darse cuenta, se acercaron a Cub y Toots, los suyos, y permanecieron de pie junto a las grandes cabezas, guardando silencio durante un tiempo. En el cobertizo cesó la música, y lo único que se oía era la ruidosa respiración de los caballos.
– Esta noche no hay aurora boreal -comentó Theodore al fin.
– No.
– Anoche había muchas luces.
– ¿Ah, sí?
– Sí, Linnea y yo… -Dejó perderse la voz, y empezó de nuevo-: Hijo, ¿recuerdas aquel día que fuimos a buscar carbón a casa de Zahi?