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– Bueno… -Carraspeó, echando una mirada al edificio de la escuela-. ¿Entramos?

Lo último que ella deseaba en el mundo era volver a unirse al baile como si fuesen una pareja de indios de madera. Ya eran marido y mujer.

Quería que estuviesen solos… y juntos.

– ¿Cuánto tiempo?

– Bueno… quiero decir, ¿quieres bailar?

– En realidad, no, Theodore. ¿Y tú? -le preguntó, cautivándolo ' con la mirada.

– Yo… bueno… -Se alzó de hombros, miró otra vez hacia la puerta de la escuela, sacó el reloj y lo abrió-. Han pasado unos minutos de las cinco -comentó, nervioso, volviendo a guardar el reloj.

Los ojos de Linnea siguieron el relámpago que reflejó a la luz menguante del día y lo vio desaparecer dentro del bolsillo del chaleco entallado que la había subyugado durante todo el día por el modo en que se le adhería al torso y señalaba hacia el vientre.

– ¿Y a la gente le parecería extraño que nos fuésemos a una hora tan insólita?

La atrevida conjetura de la muchacha sacudió la calma del hombre.

Tragó con dificultad y se quedó mirándola, preguntándose qué diría la gente si se marchaban en ese momento.

– ¿No crees? -dijo casi ahogado.

Pobre Teddy, tan acorado en su noche de bodas… Supo que debía ser ella la que diese el primer paso.

– Podríamos decir que nos vamos para pasar por la casa de Clara y Trigg, como habíamos prometido.

– Pero ya lo hicimos de paso para la iglesia.

Linnea se acercó y le apoyó una mano en el pecho.

– Quiero ir a casa, Teddy -repitió en voz suave.

– Oh, bueno, entonces iremos, por supuesto. Si estás cansada, nos iremos ya mismo.

– No estoy cansada. Únicamente quiero ir a nuestra casa. ¿Tu no?

La pregunta hizo humedecerse la piel de Theodore en ciertos lugares. Señor, ¿de donde sacaba ella esa calma? El sentía como si tuviese cientos de puños en el estómago, que se apretaran más cada vez que pensaba en la noche que les esperaba.

– Bueno, eh… si. -Introdujo un dedo dentro del cuello de celuloide y lo aflojó-. Será agradable quitarse esta cosa.

Linnea se puso de puntillas, sosteniéndose con las yemas de los dedos en el pecho de él, y le dio un leve beso.

– Entonces vamos -susurró.

Oyó el brusco siseo del aire que Theodore inhalaba al tiempo que le apoyaba las manos fin los brazos. El hombre echó una mirada cautelosa a la puerta de la escuela y le depositó un suave beso en la frente.

– Tenemos que ir a decir adiós.

– Vamos a decirlo, pues.

La hizo girar por el codo y rodearon el caballo y el coche y subieron los peldaños.

Kristian estaba pasándolo en grande. Había bebido un par de cervezas, y bailó con todas las chicas. Era evidente como la nariz en la cara de Carrie Brandonberg que le gustaba a ella. Mucho. Pero cada vez que bailaba con Carrie, los ojos de Patricia Lommen seguían cada uno de los movimientos que ellos hacían. Terminó una pieza y la buscó, bromeando:

– La próxima es tuya Patricia, si la quieres.

– Te crees especial, ¿eh, Westgaard? Como si fueras el único muchacho con el que quiero bailar el vals.

– ¿Y no lo soy?

– ¡Ja!

Levantó la nariz y trató de alejarse, pero él la atrajo a sus brazos y, sin pedirle permiso, instantes después giraban al ritmo de un vals. Cuanto más bailaban, más cerca estaban. Los pechos de la muchacha rozaban la chaqueta del traje de Kristian. Una cosa llevó a la otra y, como por arte de magia, Patricia quedó apretada contra él. Kristian se convenció de que nada había sido tan placentero en su vida.

– Mira que hueles bien, Patricia -le dijo en el oído.

– Usé el agua de violetas de mi madre.

Tenía la mejilla apoyada en el mentón de él, y la tibieza de sus pieles parecía mezclarse.

– Bueno, pues me gusta.

– Me parece que tú también usaste la colonia de tu padre.

Se echaron atrás, se miraron a los ojos y rieron sin parar. Y se callaron al mismo tiempo. Sintieron una gozosa contracción en las entrañas, se acercaron otra vez, conociendo la sensación de dos cuerpos que se rozaban.

Cuando terminó la pieza, Kristian retuvo la mano de la muchacha.

El corazón le palpitaba con la incertidumbre de los comienzos.

– Hace un poco de calor aquí. ¿Quieres que vayamos a refrescamos un poco al guardarropa?

Patricia asintió y lo precedió. Aunque tenían el helado recinto para ellos solos, fueron hasta un rincón. Desde atrás, Kristian vio cómo Patricia esponjaba el cabello en la nuca.

– ¡Uh! Sí que hacía calor ahí dentro.

– Podrías resfriarte. ¿Quieres que te traiga el abrigo?

Patricia giró hacia él.

– No. Me gusta así.

– Eh, eres buena bailarina, ¿sabes?

– Pero no tan buena como tú.

– Sí que 1'ueres…

– No, no lo soy, pero soy mejor en gramática. Por lo menos no digo l’ueres.

– Ya no lo digo más.

– Acabas de hacerlo. Cuando te decía que no eras el único muchacho con el que yo quisiera bailar el vals.

– ¿En serio?

Rieron y luego se quedaron en silencio, tratando de pensar en algo que decir.

– La última vez que estuvimos solos aquí me diste la bufanda que me hiciste para Navidad, y yo me sentí mal porque no tenía nada para regalarte.

Patricia se encogió de hombros y manoseó la manga de una chaqueta que colgaba junto a ellos.

– Yo no quería que me regalaras nada a cambio.

Patricia tenía los ojos más hermosos que hubiese visto, y cuando apartaba la vista con timidez, como en ese momento, Kristian tenía ganas de levantarle la barbilla y decirle:

– No apartes la vista de mí.

Pero le daba mucho miedo tocarla.

De repente. Patricia lo miró de frente.

– Mi madre dice…

Las miradas se encontraron y no pudo continuar. Entreabrió los labios, y la mirada de Kristian se posó en ellos… esos hermosos labios en forma de arco de Cupido; el solo hecho de mirarlos lo hacía hervir por dentro como una máquina de vapor enloquecida.

– ¿Qué dice tu madre? -susurró con voz aguda.

– ¿Qué? -susurró ella a su vez.

Se miraron fijamente como si se vieran por primera vez y sintieron pulsar sus cuerpos inexpertos con los latidos del miedo y la expectativa Kristian se inclinó para tocar los labios de la joven con los suyos… un beso tan simple, tan despojado de complicaciones como la juventud. Pero, cuando se apartó, vio que Patricia estaba tan sin aliento y ruborizada como él. La besó por segunda vez y, con gesto tímido, le puso las manos en la cintura para acercarla más. La muchacha no se resistió, y le apoyó levemente las manos en los hombros. Cuando terminó ese segundo beso, se apartaron y se sonrieron. Luego la mirada de él se apartó hacia el rincón, y la de ella hacia el pecho de él, mientras ambos se preguntaban cuántos serían los besos permitidos la primera vez. Pero segundos después las miradas volvieron a encontrarse. Hubo apenas un instante de vacilación, y los brazos de ella se alzaron, los de él la rodearon, y quedaron tan próximos como cuando bailaban, con los labios pegados.

Se abrió la puerta que daba al exterior, y Kristian se apartó de un salto, sonrojándose intensamente pero sujetando la mano de la chica sin advertirlo.

Eran su padre y Linnea.

Cuando los recién casados entraron en el guardarropa vieron, sorprendidos, a las dos figuras que se apartaban de repente, deshaciendo un apretado abrazo.

– Kristian… -dijo Linnea-. Oh, Patricia, hola.

– Hola-respondieron al unísono.

Linnea notó que Theodore se detenía junio a ella, clavando la vista en su hijo, y le resultó evidente que no tenía idea de cómo manejar la situación. Y cubrió la brecha con una naturalidad que desvaneció la culpa en la expresión de Patricia, que dejó de forcejear para soltar la mano del apretón nervioso de Kristian.