Cuando se reunió con él, dijo, animada:
– Ya está. Creo que ya tengo todo lo que necesito. Lo demás puede esperar hasta mañana.
– ¿Qué es eso? -preguntó, señalando lo que tenía en la mano.
Linnea abrió la mano, y los dos miraron:
– Es un ágata que encontré en el camino, el otoño pasado. Tiene una veta marrón del mismo color de tus ojos.
Le miró a los ojos, sorprendiéndolo con la guardia baja, otra vez maravillado de que ella en verdad fuese suya, y que tanto tiempo atrás, el otoño anterior, a Linnea le interesara el color de sus ojos, Pero, cuando avanzó hacia la puerta y bajó la escalera, Theodore se apartó, iluminando con la lámpara la copa del sombrero. Linnea se detuvo en la entrada del dormitorio de su esposo, y permitió que él la precediera y dejase la linterna sobre el tocador.
Lo siguió con la mirada, dudando, pero el retrato de Melinda ya no estaba. Theodore abrió un cajón de la cómoda y luego se irguió y la miró, ansioso por complacerla:
– Puedes poner tus cosas aquí. Lo limpié y tiré algunas cosas viejas para dejarte espacio.
– Gracias, Theodore.
Colocó sus cosas en el cajón, junto a una pila de camisas de trabajo azules y un par de elásticos para las mangas que él jamás usaba. A Theodore le palpitó la sangre teniéndola tan cerca. Hacía mucho tiempo que no veía a una mujer hacer esas cosas: alisar prendas, cerrar el cajón, acomodar el cepillo y el peine sobre el tapete que cubría la cómoda, dejar la piedra, el recipiente para horquillas y el frasco de perfume junto a los cuellos de celuloide desechados, el cepillo del marido… ¿y un puñado de remaches?
Theodore se precipitó a extender la mano para recogerlos.
– Ayer estuve arreglando unos arneses -le explicó, contrito, y los arrojó en un cajón, cerrándolo luego con expresión culpable.
Con una sonrisa ladeada, Linnea avanzó, abrió otra vez el cajón, y apartó a Theodore. Rebuscando en el rincón, bajo el montón de ropa interior de abrigo, encontró las piezas de metal y las dejó donde estaban antes, encima de la cómoda.
– Este sigue siendo tu cuarto. Si vamos a compartirlo, tienes que dejar los remaches exactamente donde estaban antes de que nos casáramos.
En ese momento, si ella hubiese recitado un romántico poema no la habría amado tanto. Se preguntó de nuevo qué hora sería y si lo creería un perverso en caso de que se inclinara hacia ella y la besara y la llevase a la cama como quería hacer, sin hacer caso de que el resto del mundo aún estuviese ordeñando o cenando en ese momento. O bailando en la boda, sin él. En el nombre de Dios, ¿qué era eso de estar hablando de remaches? ¿Cómo hacía un hombre para insinuarle a su esposa que se preparase para la cama a las seis menos cuarto de la tarde?
Linnea recorrió la habitación con la mirada, candida e inocente, y el imponente sombrero resaltaba la fragilidad de su cuello. El corpiño del vestido desaparecía bajo una chaqueta entallada con cuello alto, con diminutos botones que abrochaban con presillas desde la cintura hasta la garganta. "Señor, que debajo de eso haya un vestido enterizo", pensó el esposo, mientras sugería:
– Pienso que tal vez quieras quitarte el abrigo y el sombrero y ponerte más cómoda, de modo que te dejaré sola unos minutos.
Linnea había soñado cómo sería esa noche, y en ninguno de esos sueños figuraba un esposo dolorosamente tímido. Recordaba lo que le había dicho Clara, y anhelaba tenerlo todo. En voz suave y temblorosa aventuró:
– Pensé que esa era tarea del marido.
Los ojos de Theodore se posaron en el reloj que estaba sobre la mesilla de noche, andando, resonando en el súbito silencio, y vio que la manecilla marcaba casi las seis. Volvió la vista hacia sus ojos.
– ¿Eso pensaste?
Asintió dos veces, tan levemente que Theodore tuvo que prestar mucha atención para notarlo. Linnea tenía los ojos grandes y brillantes a la luz de la lámpara, y estaba ahí de pie, con una mano apoyada en el borde de la cómoda.
Theodore dio un paso, y los labios de la mujer se entreabrieron. Dio otro paso, y ella tragó saliva. Dio el tercero, y Linnea ladeó la cabeza, con los ojos ya oscurecidos, elevándose hacia él desde abajo del ala del sombrero. Se quedaron quietos, cercanos, embelesados, observándose respirar. La besó una vez, mucho más suavemente de lo que deseaba, y, sujetándola de los hombros, la hizo darse la vuelta. En el espejo, la muchacha sólo vio la mitad superior de la cara de su marido por encima de la colmena de su sombrero.
Los dedos del hombre buscaron la perla en forma de lágrima y quitaron el alfiler del sombrero, de tres centímetros. Lo sujetó entre los dientes mientras sacaba con delicadeza las peinetas que tenía detrás de las orejas. Cuando levantó el sombrero, una de las peinetas enganchó un mechón rubio y lo soltó. Linnea levantó una mano para colocarlo, mientras Theodore clavaba el alfiler en el sombrero y lo dejaba en la cómoda, delante de ella.
Las miradas se encontraron en el espejo, tan oscuras que no parecían tener color, sino sólo un chisporroteo de expectativa. El mechón de cabello suelto pendía suelto, detrás de la oreja. Estaba tan cerca, que el aliento de Theodore lo hacía ondular como una espiga de trigo en el viento estival. Lo tocó, lo levantó y lo llevó, con torpeza, hacia atrás, viéndolo flotar colgando sobre el cuello esbelto, escultural. Linnea aguardó, conteniendo el aliento, deseando que siguiera. Como si le hubiese adivinado el pensamiento, Theodore tanteó los secretos del peinado con dedos torpes y encontró las horquillas de celuloide ocultas dentro, soltándolas una por una, hasta que la masa de oro se derramó cayendo por su propio peso para descansar, enrollada, sobre los hombros. La peinó con los dedos callosos, y, como era tan fino, se le enganchó en la piel. ¿Cuándo había sido la última vez que oliera el cabello de una mujer? Se inclinó y hundió la cara en esa masa fragante, inhalando largamente. Linnea vio por el espejo cómo la cara de Theodore desaparecía y luego reaparecía cuando él se enderezaba.
Cuando las miradas se encontraron, Theodore sintió que mil pulsaciones luchaban por abrirse paso en su garganta. Linnea había levantado la botella de perfume. Sosteniéndole la mirada en el espejo, destapó el frasco con movimientos lentos, lo inclinó sobre la yema de un dedo, y luego se pasó el perfume debajo de la barbilla. Una, dos veces, hasta que el olor a lirios del valle convirtió la habitación en una glorieta. Retiró uno de los puños dejando al descubierto la delicada piel surcada de venas azules en la cara interna de la muñeca, la perfumó, después la otra, y volvió a tapar el frasco, mientras lo retenía prisionero con esos ojos como zafiros.
¿Dónde había aprendido semejante cosa una muchacha de su edad?
Durante todo el día, cada vez que evocaba este momento, la imaginación de Theodore se bloqueaba al pensar en la inexperiencia de su esposa. Pero la invitación era inconfundible.
Apretándole los brazos, la hizo girar como a una bailarina de caja de música y contempló sus ojos un instante antes de llevar la mano al botón que cerraba el vestido en la garganta. El botón era una cuarta parte del tamaño de su pulgar y estaba pasado por una delicada presilla que se le enganchó dos veces en los dedos, hasta que supo cómo manipularlo. Luego, con mucha lentitud, desabotonó los otros trece.
Bajo la chaqueta, el corpiño se tensaba sobre los pechos, que subían y bajaban al ritmo acelerado de la respiración de Linnea. Theodore alzó la vista hacia la boca delicada, entreabierta y en espera.
Qué increíble: eran marido y mujer.
Se inclinó para posar su boca en la de ella, y el cabello suelto le sombreó la cara mientras ahuecaba las manos en las mandíbulas y la besaba con tierna consideración para empezar, con besos suaves, como tiernos picotazos, al tiempo que la sedosa tibieza del interior de sus labios se unía al de ella. Linnea se balanceó hacia él, tocando las solapas con las yemas.