La señora Oliver contestó ahora:
—Lo siento mucho, hija. Lamento haberte hecho recordar cosas bien tristes con mi pregunta.
—No me siento conturbada por la evocación de nuestra tragedia. Usted la ha agitado un poco en mi mente y esto ha despertado mi interés. Piense que han pasado años, que soy una mujer ya y que por tanto me agradaría saber a qué atenerme. Quise a mis padres como muchos otros hijos aman a los suyos. Fue el mío un cariño normal, no una pasión. Estimo que tuve pocos puntos de contacto con ellos. No sabía cómo eran en realidad, ni cómo era su vida en común. No sabía a ciencia cierta cuáles eran sus preferencias… Sigo en la misma ignorancia hoy. Desearía que esto no fuese así. Me pasa ahora lo mismo que si llevase dentro de mí un erizo que se agitara constantemente, que no me dejara en paz un instante. Sí. Me gustaría estar informada. ¿Por qué? Para dejar de pensar en esa tragedia de una vez para siempre.
—Así pues, Celia, tú piensas en ella…
La joven miró fijamente a la señora Oliver. Parecía estar intentando adoptar una decisión.
—Sí. No he dejado de pensar en eso nunca. Creo que pronto me habré forjado una idea sobre el caso… No sé si me comprende. Y Desmond abriga idéntica impresión.
Capítulo V
LOS VIEJOS PECADOS TIENEN LARGAS SOMBRAS
Hércules Poirot puso en marcha la puerta giratoria, que le llevó al interior del pequeño restaurante. Había poca gente allí. Localizó en seguida al hombre con quien estaba citado. Junto a una de las mesas del rincón se elevó el sólido corpachón del Superintendente Spence.
—Ha dado usted con el local, ¿eh? Supongo que sin muchos trabajos.
—En absoluto. Sus señas eran muy precisas.
—Permítame que le presente al Superintendente Jefe Garroway… monsieur Hércules Poirot.
Garroway era un hombre alto y delgado, de faz delgada, ascética. Sus escasos y grises cabellos se aclaraban por completo en lo alto de la cabeza, dibujando en ella una especie de tonsura. En consecuencia, parecía un sacerdote, hasta cierto punto.
—Encantado —dijo Poirot.
—En la actualidad, estoy jubilado —explicó Garroway—, pero todavía recuerda uno muchas cosas. Se trata de cosas del pasado, generalmente, olvidadas, en cambio, a veces totalmente, por el gran público.
Hércules Poirot estuvo a punto de contestar: «Los elefantes disfrutan de una memoria excelente», pero se contuvo a tiempo. Asociaba esta frase mentalmente con Ariadne Oliver y le costaba trabajo no pronunciarla cuando en ciertas ocasiones los interlocutores aludían a conceptos adecuados.
Los tres hombres tomaron asiento. Un camarero les llevó el menú. El Superintendente Spence, cliente de aquel restaurante, dio algunos consejos a sus acompañantes. Garroway y Poirot eligieron sus platos. Luego, recostándose en sus sillas, saborearon el jerez que acababan de servirles, observándose mutuamente en silencio por unos minutos.
—Tengo que presentarles mis excusas —dijo Poirot—. Tengo que rogarles que me disculpen por recurrir a ustedes en relación con un asunto que está más que liquidado.
—Lo que a mí me gustaría saber —dijo Spence— es por qué se ha interesado por el caso. ¿Por qué razón desea ahondar en el pasado? ¿Tiene esto algo que ver con cualquier cosa ocurrida recientemente? ¿Se ha sentido repentinamente interesado por este caso más bien inexplicable?
»El inspector Garroway fue el encargado en su día de las investigaciones sobre el asunto Ravenscroft. Hemos sido siempre buenos amigos y por tal motivo no he experimentado dificultades a la hora de intentar ponerme en contacto con él.
—Y ya veo que ha tenido la amabilidad de estar presente aquí hoy. Todo, sencillamente, porque me ha picado la curiosidad, una curiosidad que no se justifica muy bien, quizá, por el hecho de pertenecer el caso Ravenscroft al pasado y haber sido liquidado definitivamente.
—Bueno —contestó Garroway—, yo no me atrevería a decir tanto. Todos estamos interesados por algunos casos pertenecientes al pasado. ¿Mató Lizzie Borden realmente a sus padres con un hacha? Hay gente que todavía cree que no. ¿Quién asesinó a Charles Bravo y por qué? Existen diversas hipótesis, en su mayor parte no muy bien fundadas, A estas alturas, la gente formula todavía diversas explicaciones también.
Sus vivos y astutos ojos se fijaron en Poirot.
—Además, si no estoy equivocado, monsieur Poirot, en varias ocasiones se ha ocupado con éxito de algunos casos, todos ellos pertenecientes al pasado.
—En tres ocasiones, ciertamente —concretó el superintendente Spence.
—La primera vez creo que fue con motivo de una petición formulada por una joven canadiense.
—Así es —dijo Poirot—. Tratábase de una chica muy vehemente, muy apasionada y enérgica. Se presentó aquí con el afán de efectuar indagaciones en relación con un crimen que había motivado la condena de su madre a muerte. La mujer falleció antes de que se cumpliese la sentencia… La chica en cuestión estaba convencida de que su madre era inocente.
—¿Y pudo convencerle a usted ella, a su vez? —inquirió Garroway.
—De buenas a primeras, no —contestó Poirot—, pero me impresionó en seguida su vehemencia, la seguridad con que hablaba.
—Es natural que una hija se empeñara a toda costa en demostrar la inocencia de su madre —señaló Spence.
—Había algo más que eso —declaró Poirot—. La chica supo hacerme ver qué clase de mujer era su madre.
—¿Una mujer incapaz de cometer un crimen?
—No es eso. Ustedes estarán de acuerdo conmigo en que no hay ninguna persona que pueda ser juzgada incapaz de cometer un crimen. Ocurría en este particular caso que la madre jamás alegó ser inocente. Parecía estar satisfecha con la sentencia dictada por el tribunal. Esto constituía ya de por sí un detalle curioso. ¿Era una derrotista? Al parecer, no. Es una cosa que quedó demostrada nada más iniciar yo mis investigaciones. Puedo afirmar que no sólo no era una derrotista, sino que resultó ser todo lo contrario.
Garroway se mostró sumamente interesado por las palabras de Poirot. Inclinóse sobre la mesa, cortando una punta al panecillo que el camarero había colocado junto a su plato.
—¿Y resultó ser también inocente?
—Sí —contestó Poirot.
—¿Se sintió usted sorprendido ante tal descubrimiento?
—En su momento, no. Había un par de cosas, una de ellas, singularmente, que ponía de relieve su falta de culpabilidad. Se trataba de un hecho no valorado por nadie cuando debiera haber sido considerado…[1]
El camarero sirvió a los tres comensales un plato a base de trucha pasada por las brasas en este momento.
—Hubo otro caso de investigación referida a una época pasada, aunque no planteado de la misma forma —agregó Spence—: el de la chica que en el transcurso de una reunión declaró haber visto cometer un asesinato[2].
—Otra acción proyectada hacia el pretérito, en efecto —confirmó Poirot.
—¿Y era cierto que la chica había visto cometer aquel crimen?
—No —contestó Poirot—. Esta trucha es deliciosa —añadió, satisfecho.
—En este restaurante, los platos de pescado son magníficos —apuntó el superintendente Spence.
El hombre se sirvió más salsa.
—La salsa también es estupenda —declaró a modo de justificación.
Los siguientes tres minutos transcurrieron en silencio.
—Cuando Spence me preguntó si recordaba las circunstancias del caso Ravenscroft —manifestó el superintendente Garroway—, me sentí intrigado y encantado al mismo tiempo.
—¿No lo había olvidado del todo?
—El caso Ravenscroft es de los que se recuerdan siempre.
—¿Cree usted que existieron en él algunas discrepancias raras? ¿Hubo falta de pruebas, demasiadas hipótesis, quizá?