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—No —contestó Garroway—. Nada de eso. Las pruebas recogían los hechos visibles. No era la primera vez que una pareja moría en circunstancias parecidas a aquéllas. Y sin embargo…

—¿Qué? —preguntó Poirot.

—Todo apuntaba hacia el error —dijo Garroway.

—¡Ah! —exclamó Spence, que se sentía muy interesado, evidentemente, por aquel diálogo.

—En cierta ocasión, llegó usted a pensar lo mismo, ¿no? —inquirió Poirot, volviéndose hacia él.

—En el caso de la señora Macginty, sí[3].

—Usted no se dio por satisfecho cuando aquel difícil joven fue arrestado —recordó Poirot—. Había muchas razones que abonaban su actuación; daba la impresión de ser el autor de todo; todo el mundo lo tenía por tal. Pero usted sabía que no había hecho nada. Estaba tan seguro de eso que fue en busca mía, rogándome que averiguara lo que pudiera.

—Me procuré su colaboración. La cual me fue muy útil, ¿no es así? —preguntó Spence.

Poirot suspiró.

—Por fortuna. Era un joven sumamente fastidioso aquél. Merecía haber sido colgado, no porque hubiese cometido algún crimen sino por el empeño que ponía en que los demás no le ayudasen a demostrar su inocencia. Y ahora nos enfrentamos con el caso Ravenscroft… Usted ha dicho, superintendente Garroway, que algo del mismo marchó mal, ¿no?

—Sí. Yo tenía esa seguridad. Hasta cierto punto, claro… Usted ya me comprende, sin duda.

—Le entiendo —afirmó Poirot—. Como también le entiende Spence. Uno tropieza con esas cosas, a veces. Se poseen pruebas, hay un móvil, hay una oportunidad, se tienen pistas, se conoce la mise en scéne… Disponemos, por así decirlo, de una especie de plano a la vista. Pero se presiente el error. Es como cuando un crítico, dentro del mundo artístico, se sitúa frente a un cuadro. Instintivamente, sabe ver su falsedad, su falta de autenticidad.

—Nada pude hacer entonces, realmente —confesó el superintendente Garroway—. Estudié el caso por arriba, por abajo, por delante y por detrás. Hablé con algunas personas. No había nada más. Parecía haber mediado un pacto de suicidio entre las dos víctimas. Desde luego, la iniciativa pudo ser del esposo o de la esposa. Esta clase de sucesos se dan de tarde en tarde. Uno se encuentra ante hechos consumados. Y en la mayor parte de los casos da más o menos tarde con el porqué.

—En este caso concreto no se tenía la menor idea sobre el porqué, ¿verdad? —preguntó Poirot.

—Verá usted… En el momento en que se inicia una investigación, en cuanto se ven cosas y se empieza a hablar con la gente, uno consigue hacerse con un cuadro descriptivo, muy elocuente, por regla general. Aquello era una pareja que se había adentrado ya bastante en la vida. El historial del esposo era bueno. La esposa era una mujer afable, de buen carácter. Se llevaba bien el matrimonio. Esto es algo que se sabe en seguida. Vivían felices y tranquilos.

»Pasaban el tiempo dando largos paseos, jugando al picquet o al póquer. Tenían hijos que no habían sido causantes de particulares ansiedades: un chico en un colegio de Inglaterra y una chica interna en un pensionnat de Suiza. Nada erróneo u oscuro se advertía en aquellas vidas. Las víctimas disfrutaban hasta el momento de producirse la tragedia de una salud casi normal. El esposo había padecido algo de hipertensión, pero se mantenía en buena forma gracias a una medicación apropiada. Su esposa era ligeramente sorda, habiendo sufrido algún tiempo atrás del corazón. Nada que pudiera mantenerla constantemente preocupada. Es posible que él o ella fuesen aprensivos, desde luego. Hay individuos que gozan de una salud excelente y, sin embargo, están convencidos de que padecen una enfermedad grave y oculta por cuya razón creen que no van a vivir mucho tiempo. A veces, este convencimiento les lleva al suicidio. Yo no catalogaría a los Ravenscroft en esa categoría humana. Él y ella eran dos seres equilibrados y serenos.

—¿Qué es lo que realmente pensó usted ante todo aquello? —preguntó Poirot.

—Reflexionando ahora sobre el caso, me digo que fue un doble suicidio. No pudo haber otra cosa. Por una razón u otra, los dos llegaron a ver la vida como algo insoportable. Sin embargo, no se enfrentaban con dificultades económicas, no estaban enfermos, no eran dos seres castigados por las desgracias. Al llegar aquí, se quedaba uno parado. Aquello tenía todas las trazas del suicidio. No acierto a ver otra cosa.

»Salieron a dar un paseo. Y se llevaron consigo un revólver. El arma fue encontrada entre los dos cadáveres. Sus huellas dactilares, borrosas, estaban en el revólver. Los dos lo habían empuñado, pero no había manera de saber quién fue el primero en disparar. Uno se inclina a pensar que fue el esposo quien disparó sobre la esposa, suicidándose a continuación. Y yo pienso así porque lo estimo lo más probable. ¿Por qué? ¿Por qué? Han pasado bastantes años. Pero siempre que leo en los periódicos la noticia del suicidio de un matrimonio vuelvo a preguntarme qué fue lo que pasó en el caso de los Ravenscroft. Han transcurrido doce o catorce años y sigo planteándome esa incógnita. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Odiaba el hombre a su esposa? ¿Databa ese odio de mucho tiempo atrás? ¿O era ella quien odiaba al marido, ansiando deshacerse de él? ¿Era aquel odio mutuo? ¿Tan insoportable les resultaba aquella situación que no pudieron resistirla por más tiempo?

Garroway se llevó otro trozo de pan a la boca.

—Usted me ha hecho pensar de nuevo en el caso, monsieur Poirot. ¿Se le ha acercado alguien para decirle cualquier cosa capaz de excitar su curiosidad? ¿Ha dado usted con algo que pueda ser la respuesta al porqué?

—No —dijo Poirot—. Con todo, usted debió de formularse una hipótesis. ¿Es así o no?

—Sí, desde luego. Uno elabora hipótesis, con la esperanza de que alguna de ellas sirva para explicárselo todo. Habitualmente, sin embargo, no sirven de nada. Creo que llegué a una conclusión: que no podía buscar la causa del hecho por no disponer de elementos de juicio suficientes. ¿Qué sabía yo acerca del matrimonio? El general Ravenscroft estaba a punto de cumplir los sesenta años; su esposa tenía treinta y cinco… De sus vidas, en rigor, yo conocía únicamente un último período, de cinco o seis años de extensión. El general se había retirado. Habían vuelto a Inglaterra después de residir en el extranjero. Tras una breve estancia en Bournemouth, habíanse trasladado a la casa en que ocurrió la tragedia. Habían vivido allí tranquilamente, en paz. Sus hijos regresaban en la época de las vacaciones escolares. Yo diría que se trataba de una etapa feliz al final de lo que uno se inclinaba a considerar una vida normal.

»Ahora bien, ¿qué sabía yo sobre aquella existencia supuestamente normal? Conocía la vida que había llevado tras el retiro, en Inglaterra, sabía de su familia… No había móviles de tipo económico, ni el del odio, ni complicaciones de índole sexual. Pero existía otro período anterior a eso. ¿Qué sabía de él? Yo estaba enterado de que el matrimonio había residido casi siempre en el extranjero, efectuando ocasionales visitas a Inglaterra. El hombre tenía un buen historial. Las amigas de la esposa conservaban gratos recuerdos de ella. Nada apuntaba a la riña, al disgusto, a la tragedia. Claro, podía haber cosas que yo desconociera.

»Había que considerar un período de veinte-treinta años, los que iban desde la infancia hasta la época de la boda, el tiempo que viviera el matrimonio en Malaya y en otros sitios. Quizá la raíz del drama estuviera allí. Mi abuela gustaba de citar un elocuente proverbio: Los viejos pecados tienen largas sombras. ¿Radicaba la causa de aquella doble muerte en alguna larga sombra, en una sombra del pasado? Esto no es nunca fácil de averiguar. Uno se entera en seguida del historial personal y profesional de un hombre, de lo que dicen de él sus amigos y conocidos… En cuanto a lo de llegar a los detalles íntimos, ya es otro cantar. Una hipótesis fue tomando arraigo en mi mente: había que dar con algo que hubiese sucedido en otro país. Podía tratarse de algo supuestamente olvidado, liquidado, pero todavía latente. Y susceptible de proyectarse sobre la vida del matrimonio en Inglaterra. Yo creo que hubiera acabado por dar con ese algo misterioso… de haber sabido dónde centrar mi búsqueda.