—Concretando: debía haber pensado en un hecho que nadie pudiera recordar aquí, por la sencilla razón de que los amigos del matrimonio, dentro de Inglaterra, no lo hubieran conocido nunca.
—Sus amigos de Inglaterra se habían ido desparramando por el país con el paso de los años, aunque supongo que, ocasionalmente, el matrimonio era visitado por algunos. Lo normal es que la gente comente lo actual, lo que tiene más a mano. Las personas olvidan con mucha facilidad…
—Sí. La gente suele ser olvidadiza —comentó Poirot, pensativo.
—Las personas no son como los elefantes —dijo el superintendente Garroway, con una débil sonrisa—. Se ha afirmado en varias investigaciones que los elefantes tienen una memoria prodigiosa.
—Es raro que haya dicho usted eso —manifestó Poirot.
—¿Lo de los viejos pecados con largas sombras?
—No, no. Es su observación sobre los elefantes lo que me ha llamado la atención.
El superintendente Garroway miró a Poirot sorprendido. Parecía estar esperando algo más. Spence fijó sus ojos atentamente en su viejo amigo.
—Pudo ser algo que pasara en el este —sugirió—. Quiero decir… Bueno, allí hay elefantes, ¿no? También los tenemos en África. De todos modos, ¿quién ha estado hablándole a usted de esos animales?
—Los mencionó una amiga mía —explicó Poirot—. Usted la conoce —añadió, dirigiéndose al superintendente Spence—. Es la señora Oliver.
—¡Oh! Ariadne Oliver. ¡Vaya!
—¿En qué está usted pensando? —inquirió Poirot.
—¿Es que ella sabe algo sobre este asunto?
—No lo sé, todavía… Pero es posible que averigüe algo antes de que transcurra mucho tiempo —Poirot agregó pensativo—: Ya sabe usted cómo es la señora Oliver. Suele ser muy inquieta.
—En efecto. ¿Ha concebido alguna idea especial?
—¿Se refieren ustedes a Ariadne Oliver, la escritora? —preguntó Garroway, con interés.
—Sí, por supuesto —aclaró Spence.
—Sé que se dedica a escribir novelas policíacas. No me explico de dónde saca sus ideas, los hechos que forman parte de sus argumentos.
—Las ideas se las saca de la cabeza. En cuanto a los hechos… Bueno, esto último es más difícil de explicar —declaró Poirot.
Hubo una pausa en la conversación.
—¿Piensa usted en algo en particular, Poirot?
—Sí —contestó aquél—. En cierta ocasión le eché a perder un argumento. Bueno, eso es lo que me ha dicho muchas veces. Acababa de ocurrírsele una excelente idea sobre un hecho, algo que tenía que ver con un chaleco de lana de mangas largas, cuando se me ocurrió llamarla por teléfono, con lo cual la distraje, siendo el culpable de que se le olvidara lo que había pensado. De vez en cuando, me lo echa en cara.
—¡Válgame Dios! —exclamó Spence—. Eso viene a ser como lo del perejil que se hundió en la mantequilla un día de mucho calor. ¿Saben a qué me refiero? A la historia de Sherlock Holmes y el perro que no hizo nada por la noche…
—¿Tenían ellos un perro? —preguntó Poirot.
—¿Cómo?
—He preguntado si ellos tenían un perro. Me refiero al general y a lady Ravenscroft. ¿Se hicieron acompañar por algún perro el día en que dieron el paseo que había de terminar con su muerte?
—Tenían un perro, sí —dijo Garroway—. Supongo que el animal les acompañaría frecuentemente en sus paseos.
—De haberse tratado de una de las historias de la señora Oliver, el perro hubiera sido hallado aullando junto a los dos cadáveres. Pero no sucedió nada de eso.
Garroway denegó con un movimiento de cabeza.
—¿Dónde estará ese perro ahora? —inquirió Poirot.
—Supongo que estará enterrado en algún jardín —señaló Garroway—. Pasaron catorce años desde entonces.
—En consecuencia, no podemos recurrir al animal para someterlo a un interrogatorio —dijo Poirot—. Una lástima. Es sorprendente… ¡La de cosas que llegan a saber los perros! Concretamente, ¿quiénes se encontraban en la casa? Me refiero al día en que se cometió el crimen.
—Me he traído una lista —declaró el superintendente Garroway—, por si usted deseaba consultarla. La señora Whittaker, una mujer de edad, hacía de cocinera y ama… Era su día libre, de modo que sus declaraciones resultaron ser de escasa utilidad para nosotros. Había también una persona que en otro tiempo había sido institutriz de los chicos de los Ravenscroft, según tenía entendido. La señora Whittaker era bastante sorda y corta de vista. No pudo referirnos nada de interés. Sólo que lady Ravenscroft había estado poco tiempo atrás en una clínica… Cosa de los nervios, al parecer. Se encontraba allí, asimismo, un jardinero.
—Pero pudo presentarse un extraño allí, una persona ajena a la casa. Una sombra del pasado. ¿Es ésa su idea, superintendente Garroway?
—Más que una idea, una hipótesis.
Poirot guardó silencio. Estaba pensando en que una vez le habían pedido que se adentrara en el pasado, teniendo ocasión de estudiar a cinco personas que le habían hecho acordarse de una canción infanticlass="underline" «Cinco cerditos». Había vivido una experiencia interesante y remuneradora, por el hecho de haber logrado dar con la verdad.
Capítulo VI
UNA VIEJA AMIGA RECUERDA
Cuando la señora Oliver regresó a su casa, a la mañana siguiente, se encontró con que la señorita Livingstone la estaba esperando.
—Ha tenido usted dos llamadas telefónicas, señora Oliver.
—¿De quién?
—La primera fue de Crichton y Smith. Querían saber si se quedaba con el brocado verde o azul pálido.
—Todavía no me he decidido —contestó la señora Oliver—. Recuérdeme este asunto mañana por la mañana, ¿quiere? Me gustaría verlos a la luz artificial.
—El otro comunicante era extranjero: un tal Hércules Poirot.
—¡Ah, sí! ¿Qué deseaba?
—Preguntó si podría usted llamarle e ir a verle esta tarde.
—Eso me va a resultar completamente imposible —manifestó la señora Oliver—. Llámele, ¿quiere? Yo tengo que salir inmediatamente. ¿Le dejó su número de teléfono?
—Sí, señora Oliver.
—Magnífico. Así no tendré que consultar la guía. Llámele. Dígale que siento no poder ir a verle, que ando tras la pista de un elefante.
—¿Qué?
—Dígale que estoy sobre la pista de un elefante.
—¡Oh, sí! —exclamó la señorita Livingstone, mirando a la señora Oliver un poco de reojo.
Ella sabía que Ariadne Oliver era una escritora famosa. Juzgaba que, además, no andaba muy bien de la cabeza.
—Nunca me había dedicado a la caza de elefantes —explicó la señora Oliver—. Ahora pienso que se trata de una actividad muy interesante.
Entró en el salón, abriendo el primero de los volúmenes apilados sobre el sofá, todos ellos con trazas de haber sido muy manoseados. La noche anterior había anotado en un papel varías direcciones.
—Bien. Hay que empezar por alguna parte —dijo—. Empezaré por Julia, si todavía le queda un poco de sensatez, si no está chiflada del todo. Julia fue siempre una mujer con ideas y, por otro lado, conocía aquella parte del país por haber vivido allí durante algún tiempo. Sí. Julia va a ser la primera…
—Aquí tiene usted cuatro cartas para firmar —le recordó la señorita Livingstone.
—No quiero que me moleste nadie —contestó la señora Oliver—. Es que no puedo perder ni un minuto. He de trasladarme a Hampton Court y esto queda bastante lejos.