—Puede ser que los Ravenscroft estuviesen enfermos. Es posible que él creyera padecer algún cáncer… El informe médico, sin embargo, desmintió tal probabilidad. Al parecer, el general había disfrutado siempre de buena salud. Bueno, me parece que tuvo algo de corazón, algo referente a la arteria coronaría. Pero de eso se había recobrado por completo. Y ella era una mujer muy nerviosa. Había sido siempre una neurótica.
—Creo recordar algo sobre el particular —confesó la señora Oliver—. Claro que, como ya he dicho, no conocía yo muy a fondo al matrimonio —de repente, preguntó—: ¿Llevaba ella la peluca?
—Pues, verá… No recuerdo con precisión ese detalle. Sé que siempre llevaba peluca. Una de las cuatro que poseía.
—Me he estado preguntando si… —La señora Oliver se interrumpió—. Yo creo que abrigando la intención de matar al esposo o de suicidarse, nadie cae en el detalle de ponerse una peluca. Lo lógico era que prescindiera de ella, ¿no?
Las dos mujeres se pusieron a discutir este asunto.
—¿Usted qué opina realmente sobre el caso, Julia?
—He tenido siempre mis dudas… Se han dicho muchas cosas. Es lo que sucede siempre, inevitablemente.
—¿Se hablaba de él o de ella?
—Verá… Se afirmó que había por en medio una mujer joven. Sí. Me parece que ella trabajó como secretaria del general durante un breve período de tiempo. El hombre escribía sus memorias, un relato de sus andanzas por el extranjero. Se las había encargado un editor. La chica iba tomando lo que él le decía al dictado. Algunas gentes afirmaron que había tenido relaciones íntimas con la secretaria. Bueno, ésta no era tan joven. Había cumplido ya los treinta. Y no era muy agraciada. Sobre ella no se había referido nada escandaloso. Bueno, no se sabe nunca… La gente dijo que el general había disparado sobre su esposa porque pretendía casarse con la secretaria. Yo nunca creí tal cosa…
—¿Usted qué pensaba?
—Mis reflexiones se centraban en la esposa, más bien.
—¿Se habló de algún hombre?
—Creo que en Malaya pasó algo. Yo había oído referir una historia acerca de lady Ravenscroft. Se dijo que había entrado en relación amorosa con un hombre mucho más joven que ella. Con tal motivo, el matrimonio había dado un escándalo. No sé dónde fue eso. Pero, de todos modos, eso había sido muchos años atrás y creo que no tuvo consecuencias.
—¿Se rumoreaba algo entre los vecinos de los Ravenscroft? ¿No estuvieron especialmente relacionados con alguno de ellos? ¿Se supo si reñían, si tenían diferencias?
—No creo que hubiese nada en tal sentido. Desde luego, en la época del crimen leí todo lo que se publicó sobre él. El tema fue apasionante para todos. Yo estimo que eran muchas las personas que relacionaban el suceso con alguna trágica historia de amor.
—Pero no se supo concretamente de ninguna, ¿verdad? El matrimonio tenía una hija, mi ahijada…
—¡Oh, sí! Y un hijo. Creo que estaba en un colegio, no sé dónde. La chica contaba solamente doce años… Bueno, quizá fuera mayor. Se encontraba en Suiza.
—Supongo que no habría enfermos mentales en la familia.
—¡Ah! Está usted pensando en el niño… Es posible que no fuese normal. Se oyen contar cosas extrañas. ¿Se acuerda usted del caso del chiquillo que disparó sobre su padre?… Esto ocurrió cerca de Newcastle, creo. Algunos años antes de lo que hemos estado comentando. El chico fue presa de una gran depresión y me parece que al principio se dijo que había intentado ahorcarse en el colegio. Nadie supo nunca por qué… Bueno, con los Ravenscroft no hubo nada de eso. Sí, estoy segura de ello. Yo continúo obsesionada con la idea de que…
—Siga, siga, Julia.
—A mí se me antoja, pese a todo, que hubo un hombre en este asunto.
—¿Quiere usted decir que ella…?
—Sí… Se me figura lo más probable. Hay que considerar primeramente las pelucas.
—No sé qué pueden tener que ver las pelucas con lo demás.
—Ella se empeñaba en ser una mujer de buen ver.
—Contaba treinta y cinco años tan sólo.
—Algún año más tendría. Treinta y seis, tal vez. A mí me enseñó las pelucas un día y pude comprobar que un par de ellas hacíanla aparecer mucho más atractiva. Otra cosa: se maquillaba mucho. Y todo eso había empezado después de haberse venido a vivir allí. Sí. Decididamente, tenía muy buen aspecto lady Ravenscroft.
—¿Cree usted entonces en la posibilidad de que ella trabara relación con algún hombre?
—Eso es lo que he pensado siempre —declaró la señora Carstairs—. Cuando un hombre va con una mujer la gente se da cuenta en seguida de lo que hay, ya que ellos difícilmente saben ocultar sus andanzas. La mujer es siempre más reservada, más cauta, en estos casos. Se las arregla mejor a la hora de disimular.
—¿Usted cree, Julia?
—Hablo en términos generales, porque normalmente hay personas que, por su posición, están en condiciones de descubrir lo que hay. Pienso en los criados, en los jardineros, en los conductores de los autobuses… Y hasta en un simple vecino que sea un poco fisgón. Cuando se descubre una historia de éstas, la gente habla, comenta. Y si lo que habla llega a conocimiento del marido…
—¿Cree usted que aquello fue un crimen pasional?
—Pues sí.
—Así, pues, usted se inclina a pensar que el marido disparó sobre la mujer, suicidándose a continuación.
—Me inclino a pensar, efectivamente, que las cosas sucedieron de ese modo. De suponer otra cosa, la mujer habría tenido que coger un bolso bastante grande, a la hora del paseo, para guardar en él su revólver. Ninguna de nosotras coge un bolso para dar un paseo por los alrededores de su casa. Hay que buscar el lado práctico de las cosas.
—Es cierto. ¡Qué interesante!
—A usted tiene que parecérselo, por el hecho de dedicarse a la literatura policíaca. Me imagino que sus ideas serán más sensatas y razonadas que las mías. Usted sabe siempre qué es lo que con toda probabilidad va a ocurrir en un caso cualquiera.
—Yo no sé qué es lo más probable —indicó la señora Oliver—. Escribo de crímenes, ciertamente, en mis novelas, pero tenga en cuenta que esos crímenes me los he inventado yo. Quiero decir que en mis argumentos sucede lo que yo deseo que suceda. No se trata de nada que haya pasado o que pueda pasar. En consecuencia, yo soy la persona menos indicada para opinar. A mí me interesa saber lo que usted piensa por su extraordinario conocimiento de la gente, Julia. Además, usted conoció el matrimonio. Cabe la posibilidad de que ella le refiriera algo un día…
—Sí. Un momento. Añora que dice usted eso se me ha venido a la cabeza una cosa.
La señora Carstairs se recostó en su sillón, moviendo la cabeza. Luego, cerró los ojos, quedándose como en trance. La señora Oliver guardó silencio, escrutando su faz. En sus ojos apareció la mirada característica del ama de casa que observa y espera el instante en que va a empezar a hervir algo que tiene arrimado al fuego, en la cocina.
—Recuerdo que en una ocasión dijo algo y no sé qué quiso significar con sus palabras —manifestó la señora Carstairs—. Fue algo acerca de iniciar una nueva vida, en relación con Santa Teresa, Santa Teresa de Ávila.
La señora Oliver experimentó un ligero sobresalto.
—¿Pero cómo fue hablar de ella?
—No lo sé, realmente. Me parece que había estado leyendo una vida de la santa. De todos modos, me dijo que era asombroso ver cómo algunas mujeres habían cambiado de rumbo en la mitad de su existencia. Fue algo así, por el estilo, ya que no puedo recordar sus palabras con exactitud. Aludió a las que, cumplidos los cuarenta o cincuenta años, habían decidido seguir caminando por una nueva senda. Es lo que hizo la santa de Ávila. En la primera etapa de su vida no había hecho nada especial. Habíase limitado a ser una monja más. Luego, se echó a la calle, por decirlo así, reformando y creando conventos. Se empleó a fondo y llegó a ser una gran santa.