—Bueno, pero eso no parece lo mismo.
—No lo es —corroboró la señora Carstairs—. Ahora, las mujeres emplean un lenguaje muy especial cuando se refieren a sus asuntos amorosos. Y frecuentemente se empeñan en poner de relieve, dando muchos rodeos, que nunca es demasiado tarde…
Capítulo VII
REGRESO AL PASADO
La señora Oliver estudió, dudosa, los tres peldaños que había frente a la puerta principal de una pequeña casa, de pobre aspecto, situada en una calleja. Al pie de las ventanas se veían algunas flores, principalmente tulipanes.
La señora Oliver abrió la agenda que tenía en las manos, comprobando unas señas. ¿Era aquélla la casa que buscaba? Seguidamente, levantó el picaporte suavemente, tras haber oprimido varias veces un botón correspondiente a un timbre eléctrico que por lo visto no funcionaba. Llamó varias veces también con el picaporte, ya que nadie le contestaba. Finalmente, oyó dentro de la vivienda un rumor de pasos. Luego, más cerca, una respiración jadeante, casi asmática. Unas manos afanosas intentaban abrir la puerta desde dentro.
Aquélla se entreabrió por último con un chirrido. La señora Oliver vio entonces una arrugada cara de mujer. El gesto no era de bienvenida precisamente. La expresión no era de temor, sino, simplemente, de disgusto. La mujer, de encorvada espalda, tendría setenta u ochenta años, pero aparecía todavía como una gallarda defensora de su hogar.
—No sé a qué viene usted aquí, pero… —La vieja se interrumpió—. ¡Cómo! ¡Pero si es la señorita Ariadne! ¿Cómo podía figurarme yo esto? ¡Es la señorita Ariadne!
—Es estupendo que me haya reconocido en seguida —contestó la señora Oliver—. ¿Cómo está usted, señora Matcham?
—¡Señorita Ariadne! ¡Qué sorpresa!
La señora Oliver pensó que había transcurrido ya mucho tiempo desde la época en que era la señorita Ariadne. En aquella voz cascada de la anciana todavía acertó a distinguir una inflexión familiar.
—Entre, querida —dijo la vieja—. Entre. Tiene usted muy buen aspecto. ¡Cuántos años llevaba sin verla! ¿Cuántos han sido? Quince, por lo menos.
Habían transcurrido más de quince años, pero la señora Oliver no se entretuvo corrigiéndola. Entró en la vivienda. A la señora Matcham le temblaban mucho las manos. No le obedecían. Con mucho trabajo, logró cerrar la puerta. Luego, arrastrando visiblemente los pies y cojeando un poco, condujo a su visitante a una habitación reservada para los de fuera, según se notaba. Había allí fotografías por todas partes, de niños y de adultos, algunas de ellas enmarcadas. En una de plateado marco aparecía una mujer joven vestida con traje largo, con la cabeza coronada por plumas. La señora Oliver vio también los retratos de dos oficiales de la Armada, dos militares y varias fotos con bebés desnudos y tumbados sobre cojines. En la estancia había dos sillones y un sofá. Por sugerencia de la dueña de la casa, la señora Oliver se sentó en uno de los sillones. La señora Matcham se dejó caer en el sofá, colocándose un cojín en la espalda.
—Bueno, querida, ¡qué alegría verla de nuevo! ¿Sigue usted escribiendo bonitas novelas?
—Sí, claro.
La señora Oliver se dijo que tenían bien poco de bonitos sus argumentos, a base de policías y crímenes. Pero, en fin, la señora Matcham tenía la costumbre de expresarse de aquella manera.
—Ahora vivo sola —explicó la señora Matcham—. ¿Se acuerda usted de Gracie, mi hermana? Murió el otoño pasado, de cáncer. La operaron, pero cuando se puso en manos de los médicos ya era tarde.
—¡Oh! ¡Cuánto lo siento, señora Matcham!
Durante los diez minutos siguientes, la conversación de las dos mujeres estuvo centrada en Gracie. La señora Matcham habló, asimismo, de los parientes que le quedaban.
—Y usted, por lo que puedo apreciar, se encuentra bien, ¿verdad? ¿Y su esposo? ¡Oh! Ahora que me acuerdo, murió hace varios años, ¿no? ¿Y qué la ha traído por aquí, por Little Saltern Minor?
—Pasaba por aquí y como tengo sus señas en mi agenda, me dije que debía visitarla. Quería saber cómo estaba usted, qué tal marchaban sus cosas.
—¡Ah! Y querrá que hablemos también de los viejos tiempos, ¿eh? Siempre es agradable recordar el pasado.
—Sí, desde luego —contestó la señora Oliver, satisfecha al ver el enfoque que su interlocutora, espontáneamente, estaba dando a la conversación, pues con aquel fin había ido allí—. Tiene usted muchas fotografías en esta habitación…
—Aquí, sí. Cuando estuve en la Residencia de Ancianos, que sólo pude resistir durante un año y tres meses, me vi obligada a prescindir de mis cosas personales. ¡Qué sitio tan desagradable aquél! No digo que no estuviera cómodamente instalada, pero como allí todo ha de ser propiedad del centro y a mí me gusta verme rodeada de mis recuerdos… No me desprendería de mis fotografías y mis muebles por nada del mundo. Más tarde fui informada de la existencia de estas viviendas, donde sus ocupantes podían gozar de más libertad. De vez en cuando, aparece por aquí una asistenta social para enterarse de si marcha todo bien. ¡Oh, sí! Estoy muy a gusto en esta casa. No he tenido que separarme de mis cosas, como en la Residencia…
La señora Oliver echó una mirada a su alrededor.
—Las habitaciones de las residencias resultan, como las de los hoteles, muy frías. No le dicen a una nada. Estos muebles que usted ve constituyen recuerdos que hablan por sí solos, para mí. Mire: esa mesita de ahí me la envió un buen día el capitán Wilson, desde Singapur. ¿Verdad que es muy bonita? El adorno del cenicero es egipcio… ¿Ve? Es un escarabajo sagrado. Es de lavis, o lopis…
—Lapislázuli —aclaró la señora Oliver.
—Exacto. Me envió la figurilla mi chico, el arqueólogo, que la encontró en el curso de unas excavaciones.
—Tiene usted aquí todo su pasado, ciertamente —señaló la señora Oliver.
—Tengo aquí a todos mis chicos, de bebés, de niños, de mayores. Estas fotografías han estado siempre conmigo. Me acompañaron a la India, a Siam… Ésta es la señorita Moya, con traje largo. ¡Oh! Era muy bonita. Ha estado casada tres veces. Se casó primeramente con un lord. El matrimonio no se llevaba bien y después de divorciarse se unió a uno de esos cantantes «pop» de ahora. Otro fracaso, desde luego. Era de esperar. Finalmente, se casó con un hombre acaudalado de California. Tenían un yate y viajaban constantemente, según me han dicho. Murió hace dos o tres años, cuando sólo contaba sesenta y dos. Es una pena que haya muerto tan joven.
—Usted también ha viajado mucho, ¿no? —inquirió la señora Oliver—. Que yo recuerde, usted estuvo en la India, en Hong Kong, en Egipto, en Sudamérica… ¿Estoy equivocada?
—No, no, ¡qué va! Yo he dado muchos tumbos.
—Yo me acuerdo que cuando visité Malaya, usted se hallaba con cierta familia… Sé que él era general. A ver, espere… ¿No sería el general Ravenscroft?
—No, no. Ha equivocado usted el apellido. Usted se ha acordado de cuando estuve con los Barnaby. Los Barnaby, sí… Estuvo alojada en su casa, ¿no se acuerda? Usted estaba haciendo entonces un poco de turismo. Era amiga del matrimonio. El señor Barnaby era juez.
—Sí, en efecto. Le falla a una la memoria ya. Es fácil hacerse un lío con los nombres.
—Los Barnaby tenían dos hijos —declaró la señora Matcham—. Estuvieron en Inglaterra, estudiando. El chico fue a parar a Harrow y la muchacha a Roedean. Después, me fui con otra familia. ¡Ay! ¡Cómo han cambiado las cosas en los últimos tiempos! Ahora, al frente de las casas suele hallarse la madre y basta. Vivimos en otra época. Con los Barnaby me fue muy bien… ¿De quiénes me ha hablado antes? ¿De los Ravenscroft? También los recuerdo, por supuesto. Sí… Vivieron no lejos de donde yo estaba. Las familias se conocían. Ha pasado mucho tiempo, pero todavía no me falla la memoria. Cuando los chicos se fueron a sus colegios, me dediqué exclusivamente a cuidar de la señora Barnaby. ¡Oh, sí! Estaba allí cuando ocurrió aquel terrible suceso. No me refiero a los Barnaby… Hablo de los Ravenscroft. Nunca lo olvidaré… Llegaron muchas noticias a mis oídos sobre el caso. Fue horroroso.