—Debió de serlo —confirmó lacónicamente la señora Oliver.
—Fue después de haber regresado usted a Inglaterra, mucho tiempo después de eso, creo. Formaban una magnífica pareja. El suceso produjo una impresión tremenda en la casa.
—La verdad, ahora no me acuerdo muy bien… —murmuró la señora Oliver.
—Ya. Las cosas se olvidan. Pero yo aún tengo fresca la memoria… De niña, ella se había mostrado ya como una criatura muy extraña. Se contaba que en una ocasión había sacado a un bebé del cochecillo en que se encontraba para arrojarlo al río. Cuestión de celos, se dijo. Otras personas aseguraron que lo que pretendía era que la criatura no tuviese que esperar toda una vida para ir al cielo.
—Bueno, usted se está refiriendo a lady Ravenscroft, ¿no?
—No, por supuesto que no. ¡Ah! Su memoria no es tan fiel como la mía. Estaba refiriéndome a la hermana.
—¿A su hermana?
—No sé si era hermana de ella o de él. La gente dijo que había estado una temporada en una clínica mental. A raíz de haber cumplido los once o doce años. Una vez curada, salió de allí, contrayendo matrimonio con un marino. Surgieron problemas y tuvo que ser recluida de nuevo. La trataron bien. Y ellos iban a verla, según creo. No sé si era el general, o su esposa, o si iban los dos… Los chicos quedaron a cargo de otras personas. Se temía que tuvieran algo de la madre. Después, ella recobró la salud. Volvió al hogar, a vivir otra vez con su esposo. Más adelante, falleció. Algo de hipertensión, o de corazón, no sé… De todos modos, ella estuvo muy trastornada y se fue a vivir con su hermano o hermana. Parecía sentirse feliz, mostrándose encariñada con los niños. No fue el niño, creo, el cual se encontraba en el colegio. Fue la niña, con otra pequeña, que se reunió con ella para jugar aquella tarde… ¡Oh! No acierto a recordar los detalles ahora. ¡Ha pasado tanto tiempo! Se habló mucho de todo eso… Hubo quien dijo que no fue cosa suya, atribuyéndolo todo al ama. Pero el ama quería mucho a aquellas criaturas y se mostró muy apenada. Ella decía que estaban en peligro allí, y otras cosas por el estilo. Desde luego, los otros no creían lo mismo y después pasó lo que pasó…
—¿Qué fue en definitiva de esa hermana del general o de lady Ravenscroft?
—Bueno… Creo que un médico se la llevó, instalándola en algún sitio. Me parece que al final regresó a Inglaterra. No sé si fue a parar al mismo lugar de antes, pero estuvo bien atendida. No había problemas de orden económico. La familia del marido era gente de dinero. Pero es posible que volviera a recuperarse. Todo esto lo tenía medio olvidado. Hacía años que no pensaba en ello. Me ha refrescado la memoria su llegada aquí, hablando del general y de lady Ravenscroft. Me pregunto qué habrá sido de los dos ahora. Supongo que él se retiró hace mucho tiempo…
—Hubo algo muy triste —señaló la señora Oliver—. Tal vez leyera usted la noticia en los periódicos.
—¿Qué noticia?
—El matrimonio compró una casa en Inglaterra y después…
—¡Ah! Ya recuerdo. Sí. Recuerdo que supe de ellos por la prensa. El apellido Ravenscroft me sonaba, pero no acertaba a concretar más. Los dos murieron al despeñarse por una escarpadura. ¿No fue eso?
—Sí, aproximadamente.
—Bueno, querida, no sabe usted lo mucho que me alegro de verla. Me aceptará una taza de té, ¿no?
—La verdad es que no me apetece —replicó la señora Oliver—. No, déjelo, muchas gracias.
—Desde luego, tiene usted que aceptármela. Si no le importa, pase a la cocina, ¿quiere? En la cocina paso la mayor parte del tiempo ahora. Se desenvuelve una más cómodamente allí. Claro, a mis visitantes las hago entrar siempre en esta habitación. Es que me siento muy orgullosa de mis cosas, ¿sabe?
—Yo creo que las personas como usted, que han tenido contacto con tantos niños, deben de haberlo pasado bien en la vida —apuntó la señora Oliver.
—Pues sí. Me acuerdo de cuando usted, señora Oliver, era una criatura. Le gustaban mucho mis cuentos. Había uno referente a un tigre. Me acuerdo de otro que era de monos, de monos que trepaban a un árbol y…
—Sí. Yo también los recuerdo. ¡Cuánto tiempo ha transcurrido desde entonces!
La señora Oliver se vio a sí misma de seis o siete años de edad, paseando por un camino, con los pies embutidos en unas botas de botones que le resultaban algo estrechas, mientras una servidora llamada Nanny le contaba una historia infantil que se desarrollaba invariablemente en el marco de la India, o de Egipto. Esta mujer era Nanny. La señora Matcham era Nanny.
Paseó la mirada por las paredes. Por todas partes había fotografías de niños y niñas y también de personas mayores, en la edad media de la vida, todos ellos luciendo sus mejores ropas. Ninguno de aquellos seres había olvidado a Nanny. Gracias a ellos, probablemente, Nanny disfrutaba de modestas comodidades en su vejez. Todos le enviaban dinero, seguramente, poco o mucho. La señora Oliver sintió de pronto una extraña congoja, sintió ganas de llorar. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para contenerse. Ella no era dada a tales expansiones. Avanzó detrás de la señora Matcham hacia la cocina. Ariadne le mostró lo que había comprado para obsequiarla.
—¡Vaya! ¿Quién iba a figurárselo? Nada menos que té «Tophole Thathams», el preferido por mí. Es extraordinario que se acuerde usted de semejante detalle. Hoy puedo conseguirlo en muy raras ocasiones. Y aquí están mis bizcochos predilectos. Bueno, es que se acuerda usted de todo… ¿Cómo la llamaban aquellos dos chiquillos que iban por casa a jugar? ¡Ah, sí! Uno la llamaba Lady Elefante y el otro Lady Cisne. El que la llamaba Lady Elefante se subía a su espalda y entonces usted se ponía a gatas, fingiendo hallarse en posesión de una gran trompa con la que recogía las cosas del suelo.
—¿Cómo se le han quedado impresas todas esas cosas en la cabeza, Nanny? —inquirió la señora Oliver.
—¡Oh! —exclamó la señora Matcham—. Es que tengo una memoria de elefante…
Capítulo VIII
LA SEÑORA OLIVER SE MUEVE
La señora Oliver entró en «Williams and Barnet», acreditado establecimiento, en el que, entre otras cosas, se vendían productos de belleza. Se detuvo frente a una vitrina, vaciló al pasar junto a una montaña de esponjas y por fin llegó a la sección en cuyos estantes, frascos, tarros y cajitas, con envolturas sobriamente elegantes, lucían los nombres de Elizabeth Arden, Helena Rubinstein, Max Factor y otros beneméritos suministradores de artículos para tocador.
Luego, se acercó a una chica algo metida en carnes, interesándose por los lápices de labios. De pronto, lanzó una exclamación de sorpresa.
—¡Cómo! ¡Pero si es Marlene! Eres Marlene, ¿verdad?
—¡Y usted es la señora Oliver! Me alegro mucho de verla. ¡Cómo se van a poner mis compañeras cuando se enteren de que ha estado de compras aquí!
—No es necesario que les digas nada, ¿eh?
—Si se han dado cuenta estarán preparando ya sus libros de autógrafos.
—Yo preferiría pasar inadvertida —dijo la señora Oliver—. Bueno, ¿cómo te va?
—Vamos tirando, tirando, solamente, señora Oliver.
—No sabía que continuabas trabajando aquí.
—Pues sí. En algún sitio hay que estar y aquí no la tratan a una mal. Me subieron el sueldo el año pasado y ahora, más o menos, estoy al frente de esta sección de perfumería y productos de belleza.
—¿Y tu madre? ¿Está bien?
—¡Oh, sí! A mamá le agradará saber que nos hemos visto.
—Sigue viviendo en la misma casa, aquella que queda más allá del hospital, ¿no?