—Allí seguimos, en efecto. Mi padre no marcha bien. Estuvo una temporada en un hospital… Pero mamá se mantiene perfectamente, dentro de lo que cabe. Desde luego, se sentirá gratamente sorprendida cuando se entere de que la he visto. ¿Está usted hospedada en este distrito?
—No —contestó la señora Oliver—. Pasaba por esta calle casualmente. Fui a ver a una antigua amiga y ahora me pregunto si… —Consultó su reloj—. ¿Estará en estos momentos tu madre en casa, Marlene? En caso afirmativo, me acercaría a verla. Me gustaría charlar unos minutos con ella antes de irme.
—Vaya a verla, sí —repuso Marlene—. Le dará una alegría. Siento no poder acompañarla… Aquí no se vería bien que abandonase el trabajo a esta hora.
—No te preocupes. Otra vez será. ¡Ah! No acierto a recordar el número de vuestra casa… ¿Era el 17? ¿O llevaba un nombre?
—Lo último. La bautizamos con el nombre de «Laurel Cottage».
—¡Oh, sí! Por supuesto. ¡Qué estúpida soy! Bueno, chica, encantada de verte.
La señora Oliver compró un lápiz de labios que no necesitaba, guardándolo en el bolso. Ya al volante de su coche, se deslizó por la calle principal de Chipping Bartram. Dejó atrás un garaje y un hospital. Luego, enfiló un camino estrecho. A banda y banda de la carretera se veía una serie de pequeñas casas de agradable aspecto.
Paró el coche frente al «Laurel Cottage». Se apeó y llamó a la puerta de la vivienda. Una mujer delgada, dotada de un rostro enérgico, con los cabellos canosos, de unos cincuenta años de edad, abrió aquélla. La reconoció en el acto.
—¡Pero si es la señora Oliver! Llevamos muchos, muchos años sin vernos, ¿eh?
—Sí, ha pasado mucho tiempo.
—Entre, entre, por favor. ¿Le apetece una taza de buen té?
—Se lo agradezco, pero es que acabo ya de tomar té en casa de una amiga. Además, tengo que regresar a Londres cuanto antes. Es que entré en una tienda para comprar unas cosas y vi a Marlene…
—Sí. Marlene ha encontrado una buena colocación. La estiman mucho sus jefes. Dicen que es una joven de mucha iniciativa.
—¡Magnífico! La chica acabará por abrirse paso. ¿Y cómo se encuentra usted, señora Buckle? Tiene usted muy buen aspecto. No han pasado los años por usted, por lo que veo.
—No diga usted eso, señora Oliver. Mis cabellos tiran a blancos y he perdido bastantes kilos.
—Llevo un día… En muy pocas horas he tropezado con unas cuantas personas que conocí hace años. Antiguas amistades… —La dueña de la casa había hecho entrar a la señora Oliver en una habitación que, evidentemente, hacía las veces de cuarto de estar, la cual se hallaba recargada de muebles—. No sé si usted se acordará de la señora Carstairs, Julia Carstairs…
—Claro que me acuerdo de ella, ¡no faltaba más!
—Estuvimos hablando de los viejos tiempos. Recordamos cierta tragedia, un triste suceso de hace bastantes años ya. Yo me hallaba en América por entonces, así que no conocía tantos detalles sobre el hecho como ella… Ravenscroft era el apellido familiar de los protagonistas.
—¡Oh! Me acuerdo de eso muy bien.
—Tengo entendido que usted trabajó para ellos. ¿Es cierto, señora Buckle?
—Sí. Iba por la casa tres veces por semana, dedicándoles las mañanas, eran unas personas muy agradables. Un caballero y una señora en toda la extensión de estas palabras. Gente de la vieja escuela.
—Fue una desgracia terrible…
—En efecto.
—¿Estaba usted en la casa en la época del suceso?
—No. Había dejado de ir por allí. Mi tía Emma se vino a vivir conmigo. Estaba medio ciega y no se encontraba, en general, bien de salud. Yo no tenía tiempo ya para dedicárselo a los demás. Dejé a esa familia un mes o dos antes de la tragedia.
—Fue algo horroroso, verdaderamente —declaró la señora Oliver—. Tengo entendido que se pensó en un doble suicidio.
—No creo en tal suicidio —manifestó la señora Buckle—. Nada de eso. Tal suposición no se acomodaba a la manera de ser de aquellas personas. Además, vivían muy bien. Hacía poco tiempo que ocupaban la casa que yo conocí…
—Cierto. A su vuelta a Inglaterra se quedaron en un lugar que está cerca de Bournemouth. ¿Es así o no?
—Sí. Pero se dieron cuenta de que resultaba demasiado alejado de Londres, por cuya razón establecieron su residencia en Chipping Bartram. La nueva casa era preciosa y contaba con un bonito jardín.
—¿Gozaban de buena salud el general y lady Ravenscroft?
—Bueno… A él le pesaban ya los años. El general había tenido algo del corazón, un ligero ataque, según creo. Los dos se medicaban y hacían reposo metódicamente.
—¿Qué recuerda usted de lady Ravenscroft?
—Al parecer, echaba de menos la vida que habían llevado en el extranjero. No llevaban una vida social intensa, si bien conocían a unas cuantas familias de su esfera. Pero, claro, su existencia allí no sería como la que habían conocido en Malaya y otros sitios. Lejos de Inglaterra, siempre habían tenido muchos servidores. Y supongo que estarían habituados a las reuniones frecuentes con sus amigos.
—¿Usted cree que ella echaba de menos aquéllas?
—Pues no puedo asegurárselo…
—No sé quién me dijo que ella usaba peluca.
—Tenía varías —declaró la señora Buckle, sonriendo levemente—. Eran de las buenas, de las caras. De vez en cuando, lady Ravenscroft las enviaba a Londres, al establecimiento en que las comprara, con objeto de que cambiaran los peinados, tras lo cual se las devolvían. Eran muy bonitas. Había una de cabellos casi blancos, otra con rizos grises… Ésta le caía muy bien, realmente. Las otras dos, menos finas, las destinaba a los días de viento o de lluvia, cuando deseaba ponerse un sombrero. Lady Ravenscroft cuidaba su aspecto personal y gastaba mucho dinero en vestidos.
—¿Cuál cree usted que fue la causa de la tragedia? —preguntó la señora Oliver—. Por el hecho de encontrarme yo en América cuando tuvo lugar aquélla, no estuve al tanto de los rumores que circularon por aquí… Por otro lado, no era oportuno abordar el tema en mis cartas, formulando preguntas y solicitando comentarios. Naturalmente, pienso que tuvo que existir un motivo. Tengo entendido que el arma del crimen (o lo que fuera) pertenecía al general Ravenscroft.
—Sí. El general tenía en la casa dos revólveres. Decía que así se sentía más seguro. Tal vez tuviera razón al afirmar que un arma de fuego suele ser la salvaguardia de un hogar. No es que les hubiese pasado algo desagradable con anterioridad allí, que yo sepa. Recuerdo que una tarde se plantó ante la puerta de la casa un individuo… No me gustó nada su aspecto. Quería ver al general. Explicó que había servido en el regimiento del general, de joven. El general le hizo unas cuantas preguntas. Me parece que a él tampoco le agradó el visitante. Se deshizo pronto del hombre…
—¿Cree usted en la posibilidad de que mediara en el asunto alguna persona ajena a la familia?
—Tiene que haber sido así, ya que no doy con ninguna otra explicación. He de decirle que jamás me infundió confianza el hombre que acudía a la casa para arreglar el jardín. Tenía mala reputación y me parece que había estado en prisión varias veces a lo largo de su vida. El general, desde luego, se hallaba al tanto de sus andanzas, pero quería darle una oportunidad, a ver si se regeneraba.
—Entonces, ¿cree usted que el jardinero pudo haber asesinado al matrimonio?
—Pues… La verdad, yo siempre pensé eso. Pero es posible que esté equivocada. Se habló de una historia escandalosa relativa a él o a ella, llegándose a asegurar que el general mató a su esposa. Hubo quien afirmó que había sido todo al revés, es decir, que ésta había dado muerte a su marido. Yo digo que tuvo que haber alguien ajeno a la familia, que éste los asesinó. Sería una de esas personas que… Bueno, las cosas no andaban mal entonces, tan mal como ahora. No se había iniciado todavía la ola de violencia de nuestros días…