»Fíjese en lo que venimos leyendo a diario en los periódicos. Los jóvenes, en ocasiones casi niños, toman drogas. Cuando están excitados arremeten contra todo, disparan sus armas por cualquier causa si las tienen. Se llevan a lo mejor a una chica a un bar, la invitan a beber y veinticuatro horas después aparece el cadáver de la muchacha en una zanja o en la cuneta de cualquier carretera. Secuestran a un niño, van a una sala de fiestas en compañía de una amiga y la estrangulan al regreso, camino de su casa. Ahora parece como si todo el mundo pudiese hacer lo que se le antoje. Ahí tiene usted el caso del matrimonio Ravenscroft… El general y su esposa salieron a dar un paseo, como habían hecho en tantas ocasiones. Horas después fueron hallados sus cadáveres, con sendos balazos en la cabeza.
—¿Les dispararon en la cabeza?
—Bien. No lo recuerdo con exactitud y yo no llegué a ver nada personalmente.
—¿Se llevaba bien el matrimonio?
—Sostenían alguna discusión que otra, pero, ¿en qué matrimonio no se da alguna diferencia?
—¿Cabe pensar en la existencia de algún amante por parte de él o de ella?
—Se habló de esa posibilidad. ¡Bah! ¡Tonterías! No hubo nada en ese sentido. La gente se inclina siempre a pensar en cosas como ésa para explicarse ciertos misterios.
—Quizás estuviese enfermo de cierta gravedad uno de los dos…
—Lady Ravenscroft, ciertamente, había estado en la consulta de un doctor londinense. Creo que planeaba ingresar en un hospital para someterse a una intervención quirúrgica. Nunca llegó a concretar sobre el particular hablando conmigo. Luego, había de estar en el establecimiento sanitario muy poco tiempo. Creo que no hubo tal intervención. A su regreso, parecía mucho más joven. Le sentaban mejor que nunca sus pelucas. Tuve la impresión entonces de que se iniciaba un nuevo período de su existencia.
—Hábleme del general.
—Era un gran caballero y yo no oí jamás ninguna historia escandalosa referente a su persona. La gente, cuando se da una de estas tragedias, hace todo género de comentarios. Puede ser que hallándose en Malaya, el general recibiese un fuerte golpe en la cabeza… No es ninguna tontería lo que acabo de señalar. En Malaya precisamente estuvo un tío mío que sufrió una caída cuando montaba a caballo. Por lo visto, dio contra un cañón… Mi tío dio bastante que hablar en lo sucesivo. Pasó seis meses tranquilo y por fin hubo que internarle en un manicomio debido a que se le había metido en la cabeza la idea de acabar con su esposa. Aseguraba que su mujer le perseguía y que trabajaba como espía a sueldo de otra nación. ¡Oh! ¡La de cosas que llegan a suceder en el seno de la familia!
—En consecuencia, usted no cree que el general y su esposa se hubiesen disgustado, hasta el punto de matar uno al otro para suicidarse a continuación el superviviente…
—No, no creo en esa historia…
—¿Estaban sus hijos en casa en aquellas fechas?
—No. La señorita… ¿Se llamaba Rosie? ¿Era Penélope? No me acuerdo en estos momentos…
—Celia —aclaró la señora Oliver—. Es mi ahijada.
—¡Claro! Ya caigo… Recuerdo haberla visto a usted ir en su busca. Era una niña de genio muy vivo, un tanto malcriada, pero muy amante de sus padres, a mi entender. La señorita Celia estaba en un colegio de Suiza cuando pasó aquello. Menos mal. La criatura habría vivido una experiencia terrible y directa de haberse hallado en Inglaterra.
—¿Y el chico?
—¿Su hermano Edward? El padre andaba bastante preocupado con él. No se llevaban muy bien.
—En sus relaciones con el padre, es frecuente que los chicos pasen por esa fase. ¿Era muy apegado a la madre?
—Verá usted… La madre estaba demasiado pendiente de él, cosa que el muchacho encontraba molesta. A ningún chico le agrada que la madre esté con exceso dedicada a él, reparando en detalles de su atuendo, por ejemplo, diciéndole a cada paso qué chaleco debe ponerse, recomendándole que se abrigue… Al padre le disgustaba su forma de llevar los cabellos. No era que entonces los muchachos llevaran los mismos como ahora, tan largos, pero se apuntaba ya la moda actual. ¿Entiende usted lo que quiero decir?
—Pero en la época de la tragedia el chico no se encontraba en la casa, ¿verdad?
—No.
—Supongo que aquello sería un golpe terrible para él.
—Indudablemente. Claro, yo, por aquellas fechas, no iba ya por la casa, de manera que no tuve ocasión de escuchar muchos comentarios. Si quiere que le sea sincera, a mí no me gustaba nada el jardinero. ¿Cómo se llamaba? Fred, creo… Fred Wizell. Sí. Un nombre así. Me parece que incurrió en alguna que otra irregularidad y que el general se proponía despedirle. A mí no me inspiró nunca confianza aquel hombre.
—¿Cree usted que pudo asesinar al matrimonio?
—Es posible que en un arrebato de furia el jardinero hiciera fuego sobre el general. Luego, habiendo acudido al ruido del disparo la esposa, quizá la matara. Se leen cosas así en los libros.
—Sí —contestó la señora Oliver, pensativa—. En los libros se encuentra una con cosas así y otras por el estilo.
—También habría que hablar del profesor del chico. A mí no me fue nunca simpático.
—¿A qué profesor se refiere usted?
—Verá… Anteriormente, hubo un profesor en la casa. El muchacho tropezaba con algunas dificultades en los estudios y sus padres decidieron ayudarle, asignándoselo. Este hombre fue por la casa durante un año, aproximadamente. Lady Ravenscroft lo apreciaba mucho. Ella era aficionada a la música. El profesor, también. Creo que se llamaba Edmunds. El señor Edmunds era un hombre de maneras muy corteses. Me parece que al general Ravenscroft aquel joven no le hacía mucha gracia.
—Pero lady Ravenscroft no pensaba igual…
—¡Oh! Tenían muchas cosas en común. Creo que fue ella quien contrató sus servicios. Ya lo he dicho: el señor Edmunds tenía unos modales muy finos, se dirigía a todos con mucha educación.
—¿Y qué opinaba el chico de su profesor?
—Me inclino a pensar que tenía un buen concepto de él. El señor Edmunds era más bien blando con el muchacho. Bueno, no hay que dar crédito a las murmuraciones referentes a unos supuestos escándalos familiares. No existieron motivos para pensar en un idilio de la dueña de la casa con el profesor. Y lo del general Ravenscroft con su secretaria me sonó siempre a cosa falsa. No hubo nada de eso… El asesino fue, seguramente, alguien ajeno a la casa. La policía, sin embargo, no pudo señalar nunca a nadie como sospechoso… Fue visto un coche por las inmediaciones del lugar del suceso, pero esta pista no condujo a ninguna parte. A mí me parece que los agentes hubieran debido centrar su atención en las personas que el matrimonio conoció años atrás, en Malaya, o en otros sitios, e incluso en aquellas que trataron al principio de su estancia en Inglaterra, en Bournemouth. Nunca se sabe…
—¿Qué pensó su esposo ante aquella tragedia? —inquirió la señora Oliver—. Seguramente, él no sabría tantas cosas como usted sobre el matrimonio Ravenscroft. No obstante, pudo haber oído algunos comentarios significativos.
—Oyó decir muchas cosas, desde luego, para todos los gustos. En el bar, por ejemplo… Hubo quien dijo que ella bebía y que de su casa salían cajas enteras de botellas vacías. Falso, falso, como yo bien sé. Hablóse también de un sobrino que periódicamente les visitaba. Por lo visto, el joven tuvo que ver algo con la policía, pero su asunto no se hallaba relacionado con el drama de que habían sido protagonistas y víctimas sus tíos. Bueno, creo que esto no coincidió con la fecha del suceso.
—Puntualicemos: ¿no había en la casa más personas que el general y lady Ravenscroft?
—Ella tenía una hermana que iba por allí de vez en cuando. Una hermanastra, me parece que era. Se parecía a lady Ravenscroft. Siempre surgía algo imprevisto cuando se presentaba ella en la casa. El matrimonio discutía, no sé por qué… La hermanastra era de esas personas que promueven conflictos dondequiera que estén. Sabía decir las cosas más adecuadas para irritar a la gente.