—¿Estaba lady Ravenscroft encariñada con ella?
—Ya que me hace usted esa pregunta, yo diría que no. Al general le agradaba aquella visitante porque jugaba muy bien a las cartas. Los dos jugaban también al ajedrez, pasando muy buenos ratos. Ella era una mujer muy divertida, en cierto modo. Jerryboy… Éste era su apellido, sí. La señora Jerryboy era viuda, me parece. A veces pedía dinero al matrimonio, en calidad de préstamo.
—¿Qué tal le cayó a usted esa mujer?
—Si quiere que le sea sincera, le confesaré que no me gustaba nada. Me era profundamente antipática. La juzgaba una de esas mujeres que no dejan a nadie en paz, que siembran problemas al paso. Cuando sucedió la tragedia llevaba ya bastante tiempo sin ir por la casa. No recuerdo muy bien su rostro… Tenía un hijo del que se hizo acompañar en dos o tres ocasiones. Tampoco me fue simpático. Se las daba de ingenioso, de listo.
—Es lógico que no se llegue a saber nunca la verdad de lo ocurrido —comentó la señora Oliver—. Y menos ahora, después de haber transcurrido tantos años… El otro día vi a mi ahijada.
—¿Sí? Me alegra tener noticias de la señorita Celia. ¿Qué tal está? ¿Se encuentra bien?
—Sí. Ahora proyecta casarse, me parece. El caso es que tiene novio formal.
—¿De verdad? —preguntó la señora Buckle—. ¡Estupendo! Llega un momento en que la mujer, como el hombre, ya se sabe… No es que tengan que casarse con la primera persona que conozcan, pero… Es preciso obrar con toda cautela.
—¿Conoce usted a una señora que se apellida Burton-Cox? —inquirió de pronto la señora Oliver.
—¿Burton-Cox? Me suena… No, creo que no la conozco. ¿Vivió aquí? ¿Estuvo en casa de los Ravenscroft? No es que recuerde algo… Sin embargo… ¿No es ése el apellido de un viejo amigo del general Ravenscroft, de un hombre que conoció en Malaya? No, no sé nada en relación con él…
La mujer movió la cabeza.
—Bueno —dijo la señora Oliver—, yo creo que ya está bien de charla, ¿no? No debo entretenerla más, señora Buckle. Me alegro mucho de haberla visto a usted y a su hija Marlene.
Capítulo IX
RESULTADOS DE UNA INVESTIGACIÓN ELEFANTINA
—Una llamada telefónica para usted —dijo George, el criado de Hércules Poirot—. De la señora Oliver.
—Muy bien, George. ¿Y qué es lo que la señora Oliver le ha dicho?
—Ha preguntado si tenía inconveniente en que viniese a verle esta noche, después de cenar.
—¡Magnífico! —contestó Poirot—. Estupendo. He tenido un día muy movido. Esto de enfrentarme con la señora Oliver representará una experiencia estimulante. Es una mujer de conversación interesante. Además de ella cabe esperar siempre las cosas más sorprendentes. A propósito, ¿aludió para algo a unos elefantes?
—¿A unos elefantes? Pues no, señor. Creo que no.
—Eso quiere decir, seguramente, que los elefantes la han decepcionado.
George miró a su señor un tanto perplejo. Había momentos en que no acertaba a comprender del todo el significado de los comentarios de Poirot.
—Llámela —dijo aquél—. Y dígale que me encantará recibirla.
George se apresuró a cumplimentar las instrucciones de su señor, volviendo para notificarle que la señora Oliver se presentaría en la casa a las nueve menos cuarto.
—Prepare un poco de café —dijo ahora Poirot a su servidor—. Y unos cuantos petit-fours. Me parece recordar que últimamente compré un paquete de ellos en «Fortnum and Mason».
—¿Algún licor, señor?
—No. Seguramente no va a hacer falta. Yo tomaré Sirop de Cassis.
—Muy bien, señor.
La señora Oliver se presentó en la casa a la hora anunciada, puntual como siempre. Poirot la saludó, muy afable.
—¿Cómo está usted, chére madame?
—Agotada —contestó la señora Oliver.
Se dejó caer en el sillón que Poirot habíale señalado.
—Completamente agotada —remachó ella.
—¡Ah! Qui va a la chasse… Pues mire, ahora no recuerdo el dicho.
—Yo sí —dijo la señora Oliver—. Lo aprendí siendo una niña. «Qui va á la chasse perd sa place».
—Estoy seguro de que eso no es aplicable a la caza en que ha estado usted empeñada. Me refiero a la persecución de elefantes que emprendió. A menos que sólo se tratara de una simple figura discursiva.
—En absoluto —contestó la señora Oliver—. He estado persiguiendo elefantes sin desmayo. He estado yendo de acá para allá, por todas partes. He gastado muchos litros de gasolina, he tomado algunos trenes, he escrito muchas cartas, he cursado numerosos telegramas… No puede usted imaginarse lo cansado que es todo esto.
—Pues ahora descanse un poco. ¿Le apetece una taza de café?
—Un café solo, fuerte… Sí, desde luego. Es precisamente lo que necesito.
—¿Puedo preguntarle si ha dado con algo positivo?
—He dado con muchas cosas. Lo malo es que no sé si van a ser de alguna utilidad.
—No obstante, usted ha tropezado con algunos hechos, ¿no? —inquirió Poirot.
—No. En realidad, no. Me he enterado de cosas que determinadas personas consideran hechos. Ahora bien, yo he puesto en duda sus afirmaciones.
—¿Se trataba de simples rumores?
—No. Se trataba de recuerdos. Hay mucha gente que goza de buena memoria. Hasta cierto punto, claro. Porque a la hora de puntualizar, generalmente, esa gente altera sus recuerdos o los confunde.
—Bueno, pero pese a todo usted ha obtenido unos resultados, ¿no es así?
—¿Y usted qué ha hecho, Poirot? —preguntó la señora Oliver.
—Usted siempre tan severa, madame. No en balde me pidió que corriera de un lado para otro, que hiciera también algunas cosas —manifestó Poirot, sonriente.
—¿Y bien? ¿Llegó usted a correr mucho de un lado para otro?
—No. Pero en cambio he consultado el caso con algunos hombres de mi misma profesión.
—Por lo visto, su trabajo ha sido más tranquilo que el mío —declaró la señora Oliver—. ¡Oh! Este café es muy bueno. Y fuerte, realmente. No tiene usted idea de lo fatigada que me siento. Y confusa.
—Vamos, vamos. No me tenga usted ya más tiempo en vilo, señora Oliver. Usted ha descubierto algo.
—Me he hecho con un puñado de sugerencias e historias. No sé, sin embargo, qué habrá de cierto en ellas.
—Puede que no sean ciertas. A pesar de ello, podrían resultar útiles.
—Sé lo que usted quiere decir —dijo la señora Oliver— y comparto su opinión. Es lo que pensé desde un principio. Ahora, muy a menudo, cuando la gente recuerda algo y lo cuenta no siempre habla de lo que ocurrió sino de lo que ella cree que ocurrió.
—Pero quien habla tiene que basarse en algo —afirmó Poirot.
—Me he traído una lista —declaró la señora Oliver—. No es necesario que entre en detalles, contándole a dónde fui, qué dije y por qué… Mis pasos fueron planeados. He hablado con personas que sabían algo acerca de los Ravenscroft, si bien algunas no los conocieron a fondo.
—¿Posee usted informaciones relativas a sus estancias en el extranjero?
—Hay muchas de ellas de este tipo. Hay otras personas que los conocieron aquí ligera, aunque directamente. Hay gente con parientes o amigos que tuvieron relación con ellos hace mucho tiempo.
—Y todas esas personas han podido contarle alguna historia, se han referido a la tragedia o a la gente implicada en ella, ¿no es así?
—Mi idea ha consistido en recoger sus declaraciones, de las cuales pienso darle cuenta por encima. ¿Le parece bien?
—Sí. Tome un petit-four.