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—Gracias —dijo la señora Oliver.

Llevóse a la boca un petit-four, masticándolo con energía.

—Siempre he dicho que estas cosas tan dulces le dan a una vitalidad. Bien. Vamos con mis sugerencias. He aquí lo que se me ha dicho siempre de buenas a primeras: «¡Oh, sí, por supuesto!», «¡Qué historia tan triste!, ¡Qué tragedia tan horrible!», «Naturalmente, yo creo que todo el mundo sabe qué es lo que sucedió allí»… Hay muchas otras frases por el estilo.

—Ya.

—Las personas entrevistadas creían estar al tanto de lo ocurrido. Pero carecían de buenas razones, de razones válidas que respaldaran su afirmación. Siempre se referían a algo que otro les había dicho, o algo que habían oído decir a unos criados o amigos… Hay sugerencias para todos los gustos. Hubo quien me dijo que hallándose escribiendo el general Ravenscroft sus memorias, relativas principalmente a sus días malayos, se procuró la ayuda de una joven que actuó como su secretaria, tomando sus notas en taquigrafía, tras lo cual las mecanografiaba. La chica era de buen ver y en aquella relación hubo algo especial… Resultado de esto fue… Bueno, aquí las opiniones seguían dos corrientes. Hay quien piensa que el general mató a su esposa porque pretendía casarse con la joven. Inmediatamente, horrorizado ante su crimen, el hombre se suicidó…

—Una explicación de tipo romántico del drama —comentó Poirot.

—Otra idea se basa en la presencia de un profesor del hijo. El chico había estado enfermo, llevando en sus estudios un retraso de seis meses… Los padres decidieron buscar a alguien que le ayudase a recuperar el tiempo perdido. Ese profesor era joven y de gran atractivo.

—¡Ah, sí! Y la esposa del general se enamoró del joven. Entonces, quizá tuvo relaciones con él…

—Tal era la idea —corroboró la señora Oliver—. No existían pruebas sobre el particular. Todo se limitaba a una sugerencia también de tipo romántico.

—¿Por consiguiente?

—Por consiguiente, creo que esa gente compartía la idea de que el general disparó sobre su esposa, volviendo luego el arma contra sí mismo, presa de insoportables remordimientos.

»Otros sostenían que el general había tenido relaciones íntimas con una mujer. Enterada la esposa de su aventura, disparó el revólver contra él, suicidándose a continuación.

»Me he encontrado con muchas variaciones sobre el mismo tema. Pero nadie podía afirmar rotundamente nada. Me refiero a que siempre he oído historias probables. Nadie ha concretado. Nadie ha aportado pruebas. Me he encontrado tan sólo ante habladurías de hace doce o trece años, medio olvidadas. Las personas con quienes he charlado han recordado nombres, eso sí, incurriendo en errores moderados. Se ha aludido a un jardinero iracundo, a una cocinera ya entrada en años, algo ciega y bastante sorda… ¿Por qué, si nadie sabe a ciencia cierta qué tuvieron que ver con el crimen? Y así sucesivamente.

»He tomado nota de los nombres y posibilidades. Algunos de aquéllos no vienen a cuento y otros sí. Todo se presenta sumamente difícil… Tengo entendido que lady Ravenscroft estuvo enferma durante algún tiempo, víctima de unas fiebres. Debió de perder buena parte de sus cabellos, ya que adquirió cuatro pelucas. Entre sus efectos personales fueron encontradas cuatro nuevas pelucas, por lo menos.

—Sí. Estoy informado sobre el particular —declaró Poirot.

—¿Quién le habló de eso?

—Un policía amigo mío. Evocó las circunstancias y detalles de la encuesta, aludiendo a las cosas vistas en la casa. ¡Cuatro pelucas! Me interesa conocer su opinión sobre este detalle, madame. ¿No cree usted que son demasiadas pelucas para una sola dama?

—Sí, desde luego —dijo la señora Oliver—. Tenía yo una tía que poseía dos y la segunda se la compró para no quedarse sin ninguna cuando le arreglaban la primera. Nunca supe de nadie que tuviera cuatro.

La señora Oliver sacó de su bolso una pequeña libreta, que se puso a hojear.

—La señora Carstairs —dijo— cuenta ya setenta y siete años y no anda muy bien de la cabeza. Cito sus palabras: «Me acuerdo muy bien de los Ravenscroft. Formaban una magnífica pareja. Una tragedia la suya. Sí. Un cáncer…» Le pregunté quién de los dos sufría esta terrible enfermedad; entonces la señora Carstairs me contestó que no estaba segura. Según ella, la esposa se había presentado en Londres, consultando con un médico. Sufrió una operación y regresó a su hogar sumamente abatida. El marido estaba muy inquieto por su causa. Al final, decidió matarla de un tiro, suicidándose a continuación.

—¿Era eso una hipótesis suya o hablaba de hechos reales y conocidos?

—Yo creo que se trataba de una hipótesis más. Por lo que he advertido en el curso de mis investigaciones —declaró la señora Oliver—, cuando alguien ha oído hablar de enfermedades repentinas y de consultas con doctores ha pensado siempre en el cáncer. Otra de las personas con quien hablé, cuyo nombre empieza con T (no consigo leer las restantes letras), me dijo que el enfermo de cáncer era él. Mostrábase muy preocupado, igual que la esposa. Entonces, puestos de común acuerdo, decidieron suicidarse.

—Muy triste y romántico —comentó Poirot.

—Sí. Y yo no creo una palabra de eso —repuso la señora Oliver—. Es desesperante. La gente alardea de tener buena memoria y luego resulta que la mayor parte de las cosas que recuerdan son en la realidad más que puras invenciones.

—Todos arrancan de algo conocido —manifestó Poirot—. Es decir, están al tanto de que alguien ha llegado a Londres para consultar con un doctor, o que alguien ha estado en un hospital por espacio de dos o tres meses… Se trata de un hecho conocido.

—Sí. Y cuando se tercia hablar de aquello, mucho tiempo después, aportan una solución al enigma que se han inventado. La verdad es que de poco puede servirnos eso en nuestras indagaciones.

—Yo opino, en cambio, que resulta válido. Tiene usted mucha razón en lo que me tiene dicho…

—¿Acerca de los elefantes? —inquirió la señora Oliver, dudosa.

—Sí —contestó Poirot—. Resulta importante conocer ciertos hechos que han perdurado en la memoria de algunas personas, aunque éstas no sepan su naturaleza exacta, su causa, sus antecedentes. Cabe siempre la posibilidad de que esas mentes alberguen algo que nosotros ignoramos, que no podemos llegar a saber. Fíjese en que han surgido recuerdos que han conducido a determinadas hipótesis: hipótesis de infidelidad, de enfermedad, de pactos, de suicidio, de celos… Son todas las ideas que han venido sugiriéndole los que con usted hablaron. Con las investigaciones posteriores llegaremos a descubrir qué posibilidades tiene cada una de aquéllas de ser la verdadera.

—A la gente le gusta hablar del pasado —declaró la señora Oliver—. A todo el mundo le agrada referirse al pretérito, más que ocuparse de lo que está ocurriendo en estos momentos o de lo que ocurrió el año pasado. Unos recuerdos arrastran a otros. Empiezan por referirse a personas de las cuales no quiere una saber nada, para ocuparse a continuación de lo que sabían ellas de otras… Así cualquiera acaba por perderse en un verdadero laberinto de amistades y parientes. Creo que he estado perdiendo el tiempo.

—No debe usted pensar eso —recomendó Poirot—. Estoy convencido de que en esa bonita libreta de pastas de color púrpura acabará por encontrar algo que esté relacionado de una manera interesante con la tragedia. Puedo decirle, basándome en los estudios realizados de las versiones oficiales de las dos muertes, que éstas han constituido un misterio. Es decir, desde el punto de vista de la policía. Tratábase de una pareja que se llevaba bien; no circularon graves habladurías referentes a cuestiones de tipo sexual; no hubo una enfermedad grave que pudiera llevar al matrimonio al suicidio. Me refiero ahora solamente, entiéndalo bien, a la época inmediatamente anterior a la tragedia. ¡Ah! Pero es que hubo otra antes, más lejana.