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—Le entiendo —replicó la señora Oliver—. Y he conseguido algo en ese aspecto gracias a la vieja Nanny. La vieja Nanny cuenta en la actualidad no diré que cien años, pero sí ochenta, por lo menos. Yo la recordaba de los días de mi niñez. Me contaba relatos referentes a los miembros de los servicios oficiales en el extranjero, en la India, en Egipto, en Siam y Hong Kong…

—¿Dijo algo que atrajo su atención?

—Sí. Me habló de cierto drama. Con algunas vacilaciones, desde luego. No estoy segura de que tenga que ver con los Ravenscroft… Es posible que se refiera a otra gente. La anciana no recordaba determinados apellidos y detalles. En una de las dos familias había una enferma mental. No sé de quién de los dos era cuñada. Había estado en un manicomio durante años. Me parece que había matado o intentado matar a sus hijos mucho tiempo atrás. Una vez curada, según se supone, se trasladó a Egipto, Malaya o donde fuera. Se instaló con ellos… Y después parece ser que hubo una nueva tragedia relacionada con un niño. Fue algo que se procuró silenciar. El caso es que esta historia me hizo calibrar la posibilidad de la existencia de enfermos mentales en la familia del general Ravenscroft o en la de lady Ravenscroft. No hay por qué pensar necesariamente en un parentesco muy próximo. Pudo existir un primo o prima. Bueno, la verdades que el hecho me sugirió un camino inédito para mis investigaciones.

—Sí… Está bien. Siempre hay agazapado algo, que espera muchos años a veces para salir al exterior, que se hace presente teniendo sus raíces en el pasado. Es lo que alguien me dijo. Los viejos pecados tienen largas sombras.

—Es posible que el suceso fuese una fantasía, o que la anciana Nanny Matcham lo recordara mal, o que se hubiese producido entre otra gente, pero tal vez se ajustara a lo que aquella desagradable mujer de la comida literaria me dijera.

—¿Se refiere usted con todo esto a lo que ella quería saber…?

—Exactamente. Pretendía saber gracias a la hija, mi ahijada, si fue la madre quien mató al padre o fue el padre quien dio muerte a aquélla.

—¿Creía que la muchacha podía estar informada sobre el particular?

—Es lógico suponer que la chica estaba informada. Bueno, no al producirse el drama (ya que entonces le sería ocultado todo), sino más adelante, ella habría tenido ocasión de considerar una serie de circunstancias y datos que podían haberla llevado a descubrir quién mató a quién, aunque lo más probable es que jamás aludiera a ello, ni hablara con nadie acerca de este asunto.

—Y dice usted que esa mujer… esta señora…

—Sí. Ya no me acuerdo de su apellido. La señora Burton y no sé qué más. Un nombre así. Habló de su hijo y de la chica y de que querían casarse. Nada más natural en este caso que una madre desee saber si en la familia de la muchacha hay antecedentes criminales por parte del padre o la madre, o enfermos mentales. Ella pensó, seguramente, que de haber sido la madre quien matara al padre su hijo arriesgaba mucho en aquel matrimonio. La cosa cambiaba mucho para ella de haber sido el padre el agresor, probablemente.

—Usted quiere decir que ella habrá pensado en una transmisión hereditaria por la línea femenina…

—Bueno, a mí esa mujer me dio la impresión de no ser muy inteligente —repuso la señora Oliver—. La vi, antes que nada, dominante. Ella cree saber mucho, pero yo no soy de su opinión. Me parece que usted pensaría lo mismo que yo, de ser mujer.

—Un interesante punto de vista, lleno de posibilidades —manifestó Poirot, suspirando—. Todavía nos quedan muchas cosas por hacer.

—Tengo que exponer otra perspectiva. Es lo mismo, pero más de segunda mano, si usted entiende lo que quiero decir. Viene alguien y dice: «¿Los Ravenscroft? ¿No se trata del matrimonio que adoptó a un chico? Recuerdo que luego apareció la madre de la criatura, reclamando a su hijo, por cuyo motivo tuvo que mediar en el asunto la justicia. El juez concedió al matrimonio la custodia del niño y después la madre intentó recuperarlo por la fuerza, raptándolo».

—De su informe se deducen puntos mucho más simples —dijo Poirot—, que son los que prefiero.

—¿Por ejemplo?

—La cuestión de las pelucas. Cuatro pelucas.

—Pensé en seguida que eso iba a interesarle, pero no sé por qué. Al parecer, la cosa no tiene ningún significado. La otra historia se refería a una persona mentalmente deficiente. Hay seres de este tipo, recluidos en manicomios e incluso en casas particulares por el hecho de haber dado muerte a sus hijos o a cualquier otro niño, sin ningún motivo, en acciones carentes de sentido. No me explico por qué eso iba a llevar al general y a lady Ravenscroft al suicidio.

—A menos que uno de ellos estuviese implicado en el hecho —contestó Poirot.

—¿Supone usted que el general Ravenscroft pudo haber matado a alguien, a un chico, a un hijo ilegítimo quizá, suyo o de su esposa? No. Creo que ahora nos mostramos excesivamente melodramáticos. Claro, habla calibrando también la posibilidad de que fuera ella la causante de la muerte del hijo propio o de su esposo…

—Y sin embargo —señaló Poirot—, muy frecuentemente, la gente es lo que parece ser.

—Explíquese.

—Ellos parecían estar mutuamente encariñados, formando una pareja que vivía feliz, que no discutía. No hubo, por lo visto, ningún caso clínico, ninguna historia referente a una enfermedad, más allá de la sugerencia de una intervención quirúrgica, de una posibilidad de dolencia grave, cáncer, por ejemplo, algo de ese tipo, un futuro con el que ellos no se atrevieran a enfrentarse. No conseguimos rebasar lo posible, no alcanzamos lo probable. ¿Hubo alguien muy significativo, aparte del matrimonio, en la casa, en la época en que se cometió el doble crimen? La policía, esto es, mis amigos, los que estuvieron al tanto de las investigaciones realizadas, declaró que nada de lo dicho era realmente compatible con los hechos. Por una razón u otra, aquellas dos personas no quisieron continuar viviendo. ¿Por qué?

—Durante la guerra, la segunda guerra mundial, se entiende —declaró la señora Oliver—, conocí una pareja muy particular. Sabían que los alemanes iban a desembarcar en Inglaterra y habían decidido suicidarse si llegaba a ocurrir tal catástrofe. Yo les contesté que lo suyo era una estupidez. Ellos alegaban que en adelante resultaría imposible vivir aquí. Aquello continúa pareciéndome una idiotez. Hay que hacer acopio de valor para superar las grandes dificultades. La muerte de alguien en semejantes situaciones no va a hacer bien a nadie. Ahora me pregunto…

—¿Qué es lo que se pregunta usted?

—Se me ha ocurrido de pronto: ¿causó algún bien a alguien la muerte del general y de lady Ravenscroft?

—Usted quiere saber si hubo alguien que heredara dinero de ellos, ¿no?

—Bien. No pensaba en una cosa tan clara. Quizá hubiese alguien que al morir ellos se enfrentaba con la posibilidad de vivir mejor. Tal vez hubiera en la vida del matrimonio algo que no les interesaba que supiesen sus hijos…

Poirot suspiró.

—Lo malo de usted, madame, es que piensa demasiado a menudo en cosas que pudieron haber ocurrido, que pudieron haber sido. Usted me da ideas. Ideas posibles. ¡Ah, si fuesen ideas probables también! ¿Por qué? ¿Por qué era necesaria la muerte de aquellas dos personas? No sufrían de nada, no padecían enfermedades, no se sentían desgraciadas, por lo que hemos visto. Entonces, ¿por qué, en la tarde de un hermoso día, salieron a dar un paseo por cierto paraje, llevándose consigo al perro…?

—¿Qué tiene que ver el perro en eso? —inquirió la señora Oliver.

—He hecho una suposición. ¿Se llevaron el perro o bien éste les siguió? ¿Qué papel representa el perro en el caso?

—Me imagino que entra en el asunto del mismo modo que las pelucas —indicó la señora Oliver—. Ésta es una cosa más que no se puede explicar, que carece de sentido. Uno de mis elefantes dijo que el perro sentía una especial predilección por lady Ravenscroft y otro declaró que el animal la mordió en una ocasión.