—Siempre vuelve uno al punto de partida —manifestó Poirot—. Uno quiere saber más —suspiró nuevamente—. Uno quiere saber más cosas acerca de los protagonistas del drama… Ahora bien, ¿cómo se puede conseguir eso hallándonos separados de ellos por espacio de un montón de años?
—Creo que no es la primera vez que se encuentra usted metido en un caso de esta índole —opinó la señora Oliver—. Usted intervino en el caso del pintor asesinado a tiros o envenenado[4]. El hecho ocurrió en un lugar de la costa, en una especie de fortificación. Usted, Poirot, consiguió dar con el autor del crimen, pese a no saber nada acerca de los protagonistas del suceso.
—Querrá usted decir que no los conocía. Saber sí que supe de ellos por la gente del lugar.
—Algo semejante estoy yo intentando hacer —repuso la señora Oliver—. Sólo que tropiezo con dificultades insuperables. No acierto a dar con nadie que esté realmente enterado, o implicado en el hecho. ¿Cree usted que debiéramos renunciar, dándonos por vencidos?
—Creo que sería muy prudente renunciar —declaró Poirot—. Ahora, hay momentos en que uno no quiere hacer gala de su buen juicio o prudencia. Yo lo que quiero es saber más de lo que sé. En la actualidad, siento un vivo interés por esa agradable pareja, padres de dos gentiles hijos. Yo me figuro que son gentiles, verdaderamente.
—No conozco al chico —manifestó la señora Oliver—. Creo que no llegué a hablar nunca con él. ¿Quiere usted conocer a mi ahijada? Podría decirle que viniese a verle.
—Sí. Es una buena idea. Me gustaría verla, conocerla, hablar con ella. Tal vez ella no sienta el menor deseo de conocerme. Podríamos planear un encuentro, algo que no resultara forzado. Ésta es una experiencia llena de interés. Hay otra persona que desearía conocer también.
—¿Cuál?
—La mujer de la comida literaria. La dominante. Su amiga, madame.
—No es amiga mía —aclaró la señora Oliver—. Me abordó para hablarme, eso fue todo.
—¿Podría ponerse en comunicación con ella?
—Sí, fácilmente. Me parece que daría un salto si oyese mi voz al teléfono.
—Quisiera verla. Quiero saber por qué desea conocer del caso que nos ocupa los detalles que le dijo.
—Sí. Me imagino que ése sería un paso acertado. Por otro lado —dijo la señora Oliver, con un suspiro—, me gustaría descansar un poco de mis elefantes. Nanny, la vieja Nanny, de quien le hablé antes, aludió a los elefantes, resaltando su buena memoria. Empiezo a sentirme acosada por esta idea. Bueno, amigo mío, debe usted de lanzarse a la búsqueda de más elefantes. Es su turno.
—¿Y usted qué?
—Es posible que me dedique a buscar cisnes.
—Mon Dieu! ¿Qué pintan aquí los cisnes?
—Nanny hizo que me acordara de una cosa… Cuando jugaba con algunos niños había uno que me llamaba lady Elefante y otro lady Cisne. En este último papel, yo fingía nadar tendida en el suelo. Pero cuando era lady Elefante, los chicos se encaramaban a mi espalda. En este asunto no hay cisnes.
—Una buena cosa —comentó Poirot—. Con los elefantes ya tenemos suficiente.
Capítulo X
DESMOND
Dos días más tarde, mientras Hércules Poirot saboreaba su chocolate de la mañana leía la misiva que había llegado con su correo. Leíala ahora por segunda vez. El firmante de la carta tenía buena letra, aunque ésta carecía del sello especial que da la madurez.
Distinguido monsieur Poirot:
Temo que esta carta mía le parezca un tanto extraña. Me haré comprender mejor, sin duda, si menciono aquí a una amiga suya. He intentado ponerme en contacto con ella para concertar una entrevista con usted, pero al parecer no se encuentra en este país. Su secretaria (estoy refiriéndome a Ariadne Oliver, la novelista) me dijo algo en relación con un «safari» en que toma parte en África Oriental. En vista de eso, he pensado que su ausencia puede prolongarse durante algún tiempo. Pero estoy seguro de que ella me hubiera ayudado. Tengo mucho interés en entrevistarme con usted. Necesito urgentemente su consejo.
Tengo entendido que la señora Oliver conoce a mi madre, con la que estuvo hablando recientemente, en el transcurso de una comida literaria. Le quedaría muy agradecido si usted me señalara un día para visitarle. Me acomodaré a lo que usted sugiera. No sé si esto servirá de algo, pero es el caso que la secretaría de la señora Oliver pronunció la palabra «elefantes». Me figuro que eso tiene que ver con el viaje de la novelista por África Oriental. La secretaría pronunció esa palabra como si hubiese sido una clave. Yo no entiendo nada de ello, pero tal vez no sea éste su caso. Estoy muy preocupado, me siento preso de una gran ansiedad y le quedaría muy reconocido si accediera a recibirme.
Suyo sinceramente,
Desmond Burton-Cox.
—Nom d’un petit bonhomme! —exclamó Hércules Poirot.
—¿Cómo ha dicho el señor? —inquirió George.
—Es una simple exclamación —explicó Hércules Poirot—. Hay ciertas cosas que cuando se meten en la vida de uno no le dejan ya más en paz. Nada, que no hay manera de desembarazarse de ella. Lo mío son los elefantes.
Poirot se levantó, llamando a su fiel secretaria, la señorita Lemon, a la que entregó la carta de Desmond Cox, dándole instrucciones para concertar una cita con el mismo.
—No me hallo muy ocupado en la actualidad —señaló—. Me vendría bien mañana.
La señorita Lemon le recordó que tenía concertadas ya dos entrevistas para la misma jornada, si bien reconoció que disponía de bastantes horas libres, por cuya razón lo dejaría arreglado todo de acuerdo con sus deseos.
—¿Es esto algo que tiene que ver con los Jardines del Parque Zoológico? —preguntó ella.
—Pues no —repuso Poirot—. No haga referencia a los elefantes en su carta. Los elefantes son unos animales de gran tamaño. Suelen ocultarnos una gran parte del horizonte. Sí. Dejémoslos a un lado. Indudablemente, pese a todo, surgirán en el curso de la conversación que voy a sostener con Desmond Burton-Cox.
—El señor Desmond Burton-Cox —anunció George, haciendo entrar en la estancia al visitante.
Poirot se había puesto en pie, quedándose junto a la repisa de la chimenea. Guardó silencio un momento. Luego, consciente de la primera impresión, avanzó. Se encontraba ante una persona nerviosa y enérgica. Desmond se mostraba algo inquieto, pero lo disimulaba bien. El joven dijo, extendiéndole una mano:
—¿El señor Hércules Poirot?
—Sí —contestó Poirot—. Y usted es Desmond Burton-Cox. Haga el favor de sentarse y dígame en qué puedo servirle, explíqueme las razones que le han inducido a venir a verme.
—Resulta algo difícil de explicar esto —manifestó Desmond Burton-Cox.
—Hay muchas cosas difíciles de explicar siempre —contestó Hércules Poirot—, pero disponemos de tiempo… Siéntese, por favor.
Desmond, vacilante, escrutó el rostro del hombre que tenía delante. Realmente, pensó, era como un personaje cómico. La cabeza le recordaba un huevo. Y luego, su gran bigote… No resultaba imponente, por supuesto. No respondía a lo que él había esperado encontrar.
—Usted… usted es detective, ¿verdad? —preguntó—. Esto quiere decir que está acostumbrado a averiguar ciertas cosas. La gente viene a verle para que haga indagaciones en su nombre.
—Sí. Ésa es una de mis misiones en la vida —confirmó Poirot.
—No creo que sepa usted a qué he venido. Tampoco creo que sepa muchas cosas acerca de mí.
—Sé algo —afirmó Poirot.