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—¿No cree usted entonces que pretende lo imposible?

—Quiero que realice usted unas investigaciones —dijo Desmond—. Tal vez no se trate de un trabajo normal, de los que le encargan habitualmente, o no le guste…

—No hay inconveniente por mi parte —le atajó Poirot—. Confieso que siento ya cierta curiosidad. No obstante, ¿cree usted que resulta prudente airear las cosas ocultas o censurables que siempre surgen al desvelar una tragedia humana?

—No. No lo es seguramente. Pero ya ve usted que…

Poirot interrumpió a Desmond.

—¿No conviene usted conmigo, por otro lado, que va a resultar imposible descubrir la verdad de lo ocurrido al cabo de tanto tiempo?

—Aquí es donde no estoy de acuerdo con usted. A mí me parece que existen muchas posibilidades de dar con aquélla.

—Muy interesante, hombre —contestó Poirot—. ¿Por qué opina usted así?

—Porque…

—Vamos, vamos. Usted tendrá sin duda sus consistentes razones.

—Pienso que debe haber personas enteradas de los hechos, bien informadas. Tiene que haber gente que pueda aclarar el misterio. Es posible que esas personas no deseen ponerse al habla conmigo, ni con Celia. Ante usted, en cambio, quizá reaccionen de otra manera.

—Muy interesante —repitió Poirot.

—Han ocurrido ciertas cosas —dijo Desmond— que pertenecen ya al pasado. Yo… yo he oído hablar de ellas de un modo vago. Hubo una persona que era deficiente mental. Hubo alguien (no sé quién exactamente, lady Ravenscroft, tal vez) que estuvo recluida en un manicomio durante años. Mucho tiempo. Hubo una tragedia siendo ella joven aún… Murió un niño, en un accidente, creo… Así, así… Lo cierto es que esa mujer tuvo que ver con aquel asunto.

—Me figuro que todo eso lo ha averiguado indirectamente.

—Me lo dijo mi madre. Ella oyó contar algo. En Malaya, creo. Circularon algunas habladurías. Usted sabe lo que pasa en los servicios oficiales: las gentes de idénticas procedencias se mantienen unidas, las mujeres murmuran, dicen cosas que a lo mejor pueden ser simples embustes…

—Y usted desea averiguar qué había de verdad en aquellas afirmaciones o comentarios, ¿eh?

—Sí. Pero no sé qué camino tomar personalmente. Ha pasado mucho tiempo y yo no sé a quién dirigirme, no sé a quién ir. Y el caso es que hasta que sea averiguado concretamente qué pasó y por qué…

—Comprendo lo que quiere decirme. Es decir, lo supongo… Celia Ravenscroft sólo accederá a casarse con usted cuando esté segura de que no heredó de su madre ninguna deficiencia mental. ¿Me equivoco?

—Eso es lo que creo que se le ha metido en la cabeza ahora. Me parece, además, que la idea se la suministró mi madre.

—No es un asunto fácil de investigar —puntualizó Poirot.

—No. Ahora yo he oído contar muchas cosas acerca de usted. Me han dicho que es usted un hombre muy inteligente, muy hábil, que sabe cómo hay que dirigirse a la gente para hacerla hablar.

—¿A quién me sugiere usted que debo interrogar? Me ha hablado antes de Malaya. Supongo que no se refería a la gente de tal nacionalidad. Usted se remonta a los días en que Inglaterra tenía montados ciertos servicios oficiales allí. Se refería a compatriotas suyos en el extranjero y a diferentes comentarios intercambiados entre ellos.

—No he querido decirle que eso fuera de utilidad ahora. Ha transcurrido mucho tiempo desde entonces, como ya señalé antes. Los que murmuraron habrán olvidado ya sus palabras, lógicamente, si es que no han muerto. Lo que yo pienso es que mi madre se hizo con una serie de informaciones erróneas, a las que posteriormente ha aportado ideas propias.

—Y aun así todavía piensa que yo voy a ser capaz de…

—No he pretendido nunca que usted se trasladara a Malaya para interrogar a la gente. Allí no quedará nadie de los que estaban por aquellas fechas.

—En consecuencia, no puede darme nombres.

—De esa clase, no —dijo Desmond.

—¿Otros, acaso?

—Creo que hay un par de personas que pueden saber qué pasó y el porqué. Por el hecho de haber estado allí. Su información tiene que ser directa, de primera mano.

—¿No quiere ir usted a ellas personalmente?

—Podría hacerlo, pero no creo que… No me gustaría tener que hacerles ciertas preguntas. Celia se halla en el mismo caso. Eran muy amables. Pudieron haber mejorado las cosas o haberlo intentado. Sólo que no les fue posible… ¡Oh! Me estoy expresando muy confusamente.

—Pues yo creo que su mente alberga una idea muy concreta. Dígame: ¿está en todo de acuerdo con usted Celia Ravenscroft?

—La verdad es que no he sido muy explícito con ella. Celia estuvo muy encariñada con Maddy y Zélie.

—¿Maddy y Zélie?

—Se llamaban así. Le facilitaré algunas aclaraciones. Verá… Siendo Celia una niña, en la época en que la conocí, cuando vivíamos en casas casi contiguas, tuvo una institutriz francesa. Una señorita, se decía también. Era una joven muy agradable. Solía jugar con nosotros. Celia la llamaba Maddy para abreviar… Toda la familia la llamaba así.

—Ya.

—Por el hecho de ser francesa, he pensado que accedería a decirle a usted lo que supiera… Me imaginé que con otras personas se mostraría bastante menos comunicativa.

—Comprendido. ¿En cuanto al otro nombre?

—Zélie… Otra institutriz, otra señorita. Maddy estuvo allí dos o tres años, regresando posteriormente a Francia, o a Suiza… no sé… Y llegó Zélie… Así la llamaba Celia y toda la familia. Era más joven que Maddy y muy bonita y divertida. Todos la queríamos muchísimo. Siempre jugaba con nosotros. Sentíamos verdadera adoración por Zélie. El general Ravenscroft la tenía en gran estima. Jugaban los dos frecuentemente al «picquet», al ajedrez…

—¿Cuál era la actitud de lady Ravenscroft?

—Sentíase muy encariñada con Zélie también y la chica le correspondía. Por ese motivo volvió más tarde…

—¿Volvió?

—Lady Ravenscroft estuvo enferma. Había estado en un hospital… Zélie, que se había ido de la casa, regresó a ella para hacerle compañía, para cuidar de la madre de Celia. No estoy seguro, pero creo, estoy casi seguro de que se hallaba en la casa cuando se produjo la tragedia… Zélie tiene que saber qué es lo que ocurrió realmente.

—¿Y conoce usted sus señas? ¿Sabe dónde para en la actualidad?

—Sí. Sé dónde está. Tengo su dirección. Me he hecho con las direcciones de las dos. Pensé que quizá usted accediera a ir a verla, a verlas. Sé que es mucho pedir, pero…

Desmond guardó silencio de pronto.

Poirot miró a su interlocutor, pensativo, diciendo, finalmente:

—Sí. Se trata de una posibilidad, ciertamente, de una posibilidad…

Capítulo XI

EL SUPERINTENDENTE GARROWAY Y POIROT COMPARAN SUS NOTAS

El superintendente Garroway miró a Poirot, al otro lado de la mesa. Parpadeó. George acababa de dejarle al lado un whisky con soda. Acercándose a Poirot, le sirvió un vaso lleno hasta el borde de un líquido purpúreo.

—¿Qué bebida es ésa? —inquirió Garroway, curioso.

—Un jarabe de grosella —respondió Poirot.

—Muy bien. Sobre gustos no hay nada escrito. ¿Qué es lo que me dijo Spence? ¡Ah, sí! Que usted tomaba una especie de tisana…

—Una sustancia muy útil para bajar la fiebre, sí, señor.

—¡Bah! Medicamentos —Garroway tomó un largo sorbo de whisky—. He aquí el arma del suicida.

—¿Fue aquello un suicidio? —inquirió Poirot.

—¿Y qué otra cosa podía ser? —dijo el superintendente Garroway—. ¡La de cosas que quiere usted saber!

El hombre movió la cabeza. Su sonrisa se hizo más acentuada.