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Poirot contestó afirmativamente.

—Tengo que darme prisa ahora —manifestó la señora Oliver—. He de ir a ver a un viejo Corcel de Guerra, proporcionado por mi Elefante Número 1, Julia Carstairs. Creo que me ha dado su nombre equivocado (es lo que le pasa siempre), pero confío en que las señas estén bien.

Capítulo XII

CELIA HABLA CON HÉRCULES POIROT

—Bueno, madame —dijo Poirot—, ¿y cómo le ha ido con sir Hugo Foster?

—Comenzaré por decir que no se llama Foster… Su apellido es Forther-gill. Es muy propio de Julia incurrir en semejantes errores. Siempre le pasa lo mismo.

—De manera que no se puede confiar en los elefantes por lo que atañe a los nombres, ¿eh?

—No hablemos más de elefantes… He terminado ya con ellos.

—¿Y su Corcel de Guerra?

—Algo inútil como fuente de información. He registrado una observación firme por cierta gente apellidada Barnet con un chico que murió en accidente, en Malaya. Pero eso no tiene nada que ver con los Ravenscroft. Le he dicho que he terminado con los elefantes…

—Madame: ha sido usted un ejemplo de perseverancia.

—Celia va a presentarse aquí dentro de media hora, aproximadamente. Usted quería conocerla, ¿verdad? Le he explicado que usted es… Bueno, que me está ayudando en este asunto. ¿Habría preferido que la joven fuese a verle?

—No —contestó Poirot—. Estoy conforme con la forma en que usted ha arreglado esto.

—Supongo que no estará aquí mucho tiempo. Si nos desembarazamos de ella en el plazo de una hora, más o menos, dispondremos de un rato para pensar en todo. Luego, llegará la señora Burton-Cox.

—¡Ah, bien! Será una entrevista verdaderamente interesante. Sí. Muy interesante.

La señora Oliver suspiró.

—¡Ay! Es una pena, ¿no? No disponemos de mucho material de trabajo, ¿eh?

—Cierto —repuso Poirot—. Ignoramos lo que andamos buscando. Todo lo que sabemos es que una pareja que vivía feliz recurrió al suicidio. Y tenemos que dar con una causa, con un motivo. Hasta ahora, hemos avanzado y retrocedido, hemos ido hacia la derecha y hacia la izquierda, nos hemos encaminado al oeste y al este.

—Hemos mirado en todas direcciones, desde luego. No hemos estado todavía en el Polo Norte, sin embargo.

—Ni en el Polo Sur —señaló Poirot.

—¿Qué es lo que tenemos, en resumen?

—Diversos detalles. He confeccionado una lista. ¿Quiere usted leerla?

La señora Oliver se sentó junto a Poirot, asomándose por encima de su hombro.

—Pelucas —dijo ella, señalando la primera anotación—. ¿Por qué las pelucas antes que otra cosa?

—Cuatro pelucas —repuso Poirot—. He aquí un detalle interesante y cuyo significado real resulta difícil averiguar.

—Creo que el establecimiento en que ella compró las pelucas ha desaparecido. La gente compra sus pelucas en distintos sitios ahora. De otro lado, éstas no se usan tanto en la actualidad. Las mujeres solían comprarse pelucas cuando viajaban, al trasladarse al extranjero, por ejemplo. Hay que reconocer que les ahorraban molestias…

—Sí. Ya veremos lo que hacemos con las pelucas. Éstas constituyen algo en que se centra mi interés. Hablemos de las cosas que se contaban… Circularon historias referentes a una persona de la familia deficiente mental. Se habló de una hermana gemela que no estaba bien de la cabeza, que pasó muchos años en una casa de salud.

—Esta pista, a mi entender, no conduce a ninguna parte —manifestó la señora Oliver—. Podríamos pensar que esa mujer se presentó en casa de ellos, abriendo fuego sobre los dos… No se me alcanza, sin embargo, el porqué de su acción.

—Claro —dijo Poirot—. Las huellas dactilares encontradas en el revólver eran del general Ravenscroft y de su esposa, tengo entendido… Se habló de un niño, que allí, en Malaya, fue asesinado o atacado, probablemente por la hermana gemela de lady Ravenscroft. Es posible que esto fuese obra de una criada o criado también. Punto segundo. Refirámonos ahora al dinero.

—¿Qué dinero? ¿Qué tiene que ver el dinero con este asunto? —inquirió la señora Oliver, un tanto sorprendida.

—Nada, por lo visto —contestó Poirot—. De ahí el gran interés del detalle. El dinero, habitualmente, siempre cuenta. El dinero llega como consecuencia de un suicidio. O por éste, precisamente, se pierde. El dinero da lugar normalmente a dificultades, a molestias, y excita la codicia de la gente, despierta determinados deseos y recelos. Aquí no se ve nada. Al parecer, aquí no cuenta para nada el dinero. Han circulado historias de tipo amoroso, se ha hablado de mujeres relacionadas con el esposo, de hombres que se sentían atraídos por la esposa. Una historia pasional por un lado o por otro pudo haber desembocado en el suicidio o el crimen. Son cosas que suceden muy a menudo. Luego, llegamos a lo que para mí es lo más importante. He ahí por qué siento tantos deseos de conocer a la señora Burton-Cox.

—¡Oh! Esa desagradable mujer. No sé por qué la considera usted tan importante. Todo lo que hizo fue actuar como una entrometida e impulsarme a mí a efectuar algunas indagaciones.

—Sí, muy bien, pero, ¿por qué estaba tan interesada en que usted se lanzase a eso? Este extremo se me antoja muy raro. Y creo que es necesario que descubramos la causa del mismo. La señora Burton-Cox constituye el eslabón…

—¿El eslabón?

—Sí. Ignoramos cuál era, dónde faltaba. Todo lo que sabemos es que ella desea conocer más detalles acerca del doble suicidio. Por su condición de eslabón, queda conectada con su ahijada, Celia Ravenscroft, y con su hijo, que no es tal hijo…

—¿Cómo que no es su hijo?

—Es un hijo adoptivo —explicó Poirot—. Es un hijo que adoptó porque el suyo murió.

—¿Cómo que su hijo murió? ¿Por qué? ¿Cuándo? ¿En qué circunstancias?

—Ésas son las preguntas que me formulo yo. Ella ha podido ser un eslabón, un eslabón emocional, un deseo de venganza por causa del odio, por causa de una historia amorosa. De todos modos, debo verla. Tengo que formarme una opinión directa sobre esa mujer. Sí. Pienso que eso es muy importante.

Sonó el timbre de la puerta y la señora Oliver se dispuso a atender la llamada.

—Será Celia —aventuró ella.

La señora Oliver volvió unos minutos después. La acompañaba Celia Ravenscroft. La joven parecía sentirse un poco recelosa.

—No sé si yo…

Se interrumpió, mirando a Hércules Poirot.

La señora Oliver le dijo:

—Quiero presentarte a una persona que me está ayudando, que espero que pueda ayudarte a ti también. Hablo de ayuda en el sentido de contribuir a que sepas lo que quieres saber. He aquí a monsieur Hércules Poirot. Es un hombre especialmente dotado para desvelar misterios.

Celia profirió una exclamación apenas audible y se quedó con la vista fija en el hombrecillo que tenía delante, con su cabeza ahuevada y sus grandes bigotes.

—Creo que he oído hablar de él —manifestó.

Hércules Poirot tuvo que hacer un esfuerzo para contestar con firmeza: «Casi todo el mundo ha oído hablar de mí». Esto había sido más cierto antes que ahora, puesto que muchas de las personas que habían sabido de Hércules Poirot y le conocieron, reposaban ya bajo sus lápidas, sepultadas en diversos cementerios.

—Siéntese, mademoiselle. Le diré algo acerca de mí mismo… Por ejemplo: que cuando inicio una investigación la llevo siempre hasta el fin. Daré con la verdad de todo y si es esto lo que desea se la haré conocer. Ahora, puede ocurrir que lo que quiera sea tranquilizarse. He aquí algo que no es lo mismo que la verdad. Puedo señalar varios aspectos que podrían apuntar a ese fin. ¿Será esto suficiente? De ser así, no pida más.

Celia se sentó lentamente en la silla, que él le había acercado, mirándole muy sería. Luego, dijo:

—Usted no piensa que a mí me preocupe mucho averiguar la verdad, ¿eh?