De pronto, sus ojos se fijaron en una mujer de gran estatura, corpulenta, además. Era lo que un francés hubiera denominado una femme formidable. Sus ademanes eran seguros, como de quien está habituado al mando. Evidentemente, conocía a la señora Oliver. O intentaba trabar relación con ella.
—¡Oh, señora Oliver! —dijo la mujer, que tenía una voz muy aguda—. ¡Cuánto me alegra verla! Hace mucho tiempo que deseaba conocerla. Sus libros me encantan. A mi hijo le pasa lo mismo. Y mi esposo era incapaz de viajar sin llevar consigo dos o tres libros suyos. Pero, ¿por qué no nos sentamos? Quería hacerle unas cuantas preguntas.
«¡Vaya! —pensó la señora Oliver—. Este tipo de mujer no es el que más me agrada, desde luego. Pero como he de estar con alguien…»
La señora Oliver se vio conducida, como guiada por un policía, hasta un sofá de dos plazas situado en uno de los rincones de la estancia. Su nueva amiga aceptó una taza de café, colocando una taza ante ella, sobre una pequeña mesita.
—Ya estamos servidas y acomodadas, ¿ve? Supongo que mi nombre no le es conocido. Soy la señora Burton-Cox.
—¡Oh, sí! —exclamó la señora Oliver, nerviosa, como de costumbre en tales situaciones.
¿La señora Burton-Cox? ¿También se dedicaba a escribir libros? Pues no. No recordaba nada absolutamente acerca de ella. Pero le parecía haber oído o leído aquel apellido en alguna parte. Una leve idea cruzó su mente. ¿Lo habría leído en algún libro político? Nada de novelas policíacas, de simple entretenimiento; nada de literatura de evasión. ¿Se enfrentaba con una intelectual de ideas políticas o sociológicas? «Bueno —pensó la señora Oliver—. Si me habla de cosas que no entiendo saldré fácilmente del paso exclamando: “¡Qué interesante!”»
—Se quedará usted sorprendida, realmente, cuando sepa lo que voy a preguntarle… —dijo la señora Burton-Cox—. Verá. Leyendo sus libros me he dado cuenta de que es usted una mujer de sentimientos, que comprende perfectamente al ser humano. He pensado que si hay alguien en este mundo capaz de responder a mi pregunta, esa persona es usted.
—La verdad, yo no sé si… —empezó a decir la señora Oliver, dudando de su capacidad para ponerse a la altura de los conceptos que iba a esgrimir seguramente su interlocutora.
La señora Burton-Cox sumergió en su taza un terrón de azúcar, triturándolo con su cucharilla de un modo… carnívoro, como si hubiese sido un hueso. O un diente de marfil, quizá, pensó la señora Oliver. ¿Marfil? Los perros tenían marfil, como las morsas, como los mismos elefantes, desde luego. Unos grandes colmillos de marfil. La señora Burton-Cox estaba diciendo:
—He aquí ahora lo primero que deseo preguntarle… Estoy segura, completamente segura, ¿eh?, de que usted tiene una ahijada, un ahijada que se llama Celia Ravenscroft. ¿Es así?
—¡Oh! —exclamó la señora Oliver, gratamente sorprendida.
Había pensado en seguida que a base de aquel tema de la ahijada podía salir bien parada en aquella conversación, quizás. Ella tenía muchas ahijadas. Y ahijados también. Había momentos, a medida que pasaban los años, en que no acertaba a recordarlos a todos.
Había cumplido con su deber en ciertas épocas de su existencia, enviando regalos a sus ahijados por Navidad, visitándolos, a ellos y a sus padres; había llegado a ir a los colegios que los chicos y chicas frecuentaban, para llevarlos y traerlos. Posteriormente, al cumplir ellos los veintiún años, una fecha señalada, habíase portado como una buena madrina, haciendo acto de presencia en sus hogares, lo mismo que, más adelante, en la etapa nupcial, siempre con el presente adecuado o el regalo en metálico, u otra atención cualquiera por el estilo. Seguidamente, los ahijados, de uno y otro sexo, se habían ido alejando de su vida. Unas veces porque establecían sus casas en países extranjeros y otras porque ejercían sus profesiones a muchos kilómetros de su residencia o se ocupaban de proyectos que no les dejaban parar un momento. El caso era que, lentamente, se desvanecían. Por supuesto, la señora Oliver se alegraba mucho cuando, de repente, por cualquier causa, volvía a verlos. Pero entonces ya le costaba trabajo recordar cuándo había tenido lugar la última entrevista, quiénes eran sus padres, qué circunstancias especiales le habían llevado a amadrinar a una criatura.
—Celia Ravenscroft… —murmuró la señora Oliver, esforzándose sinceramente por hacer memoria—. Sí, sí, claro. Sí. Ya la recuerdo.
Desde luego, a su memoria no acudía ninguna imagen reciente de Celia Ravenscroft. El bautizo… Había estado presente en el bautizo de la niña, naturalmente, regalándole un precioso colador de plata estilo Reina Ana. Era muy bonito, sí. Servía para filtrar la leche y, más adelante, la niña podría vender su regalo fácilmente, cuando quisiera hacerse con unas monedas en el acto. Sí. Se acordaba muy bien del fino colador. Estilo Reina Ana… ¡Con qué facilidad se acordaba la señora Oliver de las cafeteras, coladores o tazas de la fiesta del bautizo! Mejor, mucho mejor que de la criatura bautizada, protagonista del acontecimiento.
—Sí —contestó—. Desde luego. Pero hace mucho tiempo que no veo a Celia.
—¡Oh, sí! Celia es, hay que decirlo, una muchacha bastante impulsiva —declaró la señora Burton-Cox—. He de señalar que sus ideas cambian muy a menudo. Hay que reconocer que es una intelectual, a quien se le dio bien la Universidad. En cuanto a sus nociones políticas… Supongo que la gente joven de ahora tiene ideas políticas más o menos definidas.
—Tengo que confesarle que en cuestiones políticas soy una ignorante —manifestó la señora Oliver, para quien la política había constituido siempre un enigma inexplicable.
—Pienso confiarme a usted. Voy a decirle qué es exactamente lo que quiero saber. Espero que no se molestará por ello. Sé por ciertas personas que la han tratado que es usted muy amable, que siempre está dispuesta a complacer a los demás.
«¿Estará pensando esta mujer en pedirme dinero en concepto de préstamo?», se preguntó ahora la señora Oliver. Habían sido varias las personas que obraran así tras una preparación semejante a la contenida en aquel preámbulo.
—Se trata de un asunto que reviste el máximo interés para mí. Es algo que me he creído en la obligación de averiguar. Celia va a casarse con mi hijo, Desmond…
—¿De veras?
—Al menos, tal es su propósito en estos momentos. Desde luego, una debe estar al tanto de la gente que la rodea y hay algo que quiero saber a toda costa. Es una pregunta extraordinaria la mía, una pregunta que no se puede formular a cualquiera, a una persona desconocida. Yo ya no la tengo a usted por tal, mi querida señora Oliver.
«Ojalá no fuese así», pensó esta última. Progresivamente, se estaba poniendo nerviosa. ¿Tendría Celia un hijo ilegítimo? ¿Iría a tenerlo acaso? La mujer iba a preguntarle si estaba al tanto de los hechos, solicitando de ella detalles. Era éste un movimiento muy torpe, sin embargo. «Por otra parte —se dijo la señora Oliver—, hace cinco o seis años que no la veo y debe de contar ahora veinticinco o veintiséis. Por tanto, es natural que diga que no sé nada».
La señora Burton-Cox se inclinó hacia adelante, haciendo una profunda inspiración.
—Quiero que me conteste a la siguiente pregunta, porque estoy segura de que usted debe estar enterada o tener una idea muy aproximada sobre lo que pasó realmente: ¿mató la madre al padre o fue éste quien dio muerte a aquélla?
La señora Oliver había estado esperando muchas salidas, pero aquélla no. Se quedó mirando fijamente a la señora Burton-Cox, haciendo un gesto de incredulidad.
—Es que yo no… —balbuceó—. No… no comprendo. Quiero decir que no sé por qué razón…
—Querida señora Oliver: usted debe estar enterada de eso… Fue un caso famoso… Sí, ya sé que ha transcurrido mucho tiempo desde entonces, diez o doce años, por lo menos, pero en su día acaparó la atención del gran público. Seguro que lo recuerda. Tiene que recordarlo, a la fuerza.