—De acuerdo —dijo Poirot.
—Hábleme con toda sinceridad siempre.
—Yo no conozco más lenguaje que el de la verdad, mademoiselle —declaró Poirot, gravemente.
Capítulo XIII
LA SEÑORA BURTON-COX
—¿Y bien? —inquirió la señora Oliver al entrar de nuevo en la estancia, después de haber acompañado a Celia hasta la puerta de la casa—. ¿Qué opina usted de la joven?
—Tiene personalidad —contestó Poirot—. Es una muchacha interesante. Es alguien, indudablemente. Tiene peso. Usted me comprende, madame.
—Desde luego.
—Quisiera que me contara algo…
—¿Acerca de ella? La verdad es que no la conozco muy a fondo. Con los ahijados pasa siempre lo mismo. Se les ve de cuando en cuando, con intervalos más bien dilatados.
—No me refería a la muchacha. Hábleme de su madre.
—¡Ah!
—Usted conoció a su madre, ¿no?
—Sí. Coincidimos en una especie de pensionnat, en París. Por entonces, todo el mundo enviaba a sus hijas a París, para una especie de pulido final —dijo la señora Oliver—. ¿Qué quiere usted saber acerca de ella?
—¿La recuerda? ¿Se acuerda de cómo era?
—Sí. Siempre resta algo en la memoria referente a las cosas o personas del pasado, por lejos que queden.
—¿Qué impresión le causó esa mujer?
—Era bella —contestó la señora Oliver—. Me acuerdo bien de ese detalle. No me refiero a sus trece o catorce años, ¿eh? Por entonces, le sobraba un poco de grasa. A mí me parece que nos pasaba a todas lo mismo —añadió, pensativamente.
—¿Tenía personalidad?
—Eso ya es más difícil de recordar. Verá usted… Es que no era la única amiga que yo tenía, ni la mejor. Solíamos juntarnos varias, formando una especie de pandilla. Nos unía cierta afinidad de gustos. Nos agradaba jugar al tenis, nos gustaba ir a la ópera y nos fastidiaba, en cambio, que nos obligasen a desfilar por los museos de pintura. Sólo una idea de carácter general puedo facilitarle. Molly Preston-Grey… Éste era el nombre completo de la misma.
—¿Tenían amistades masculinas?
—Tuvimos dos o tres pasiones, creo. No nos daba por los cantantes «pop», por supuesto. Todavía no existían. Habitualmente, sentíamos debilidad por los actores. Me acuerdo de uno de ellos, actor de variedades bastante famoso. Una de las muchachas había clavado su retrato, con chinchetas, encima de la cama y mademoiselle Girand, una de las regidoras del internado, no vio eso con buenos ojos. «Ce n’est pas convenible», dijo. ¡La chica no le había hecho saber que era su padre! Nos reímos mucho con aquel incidente. Lo pasábamos muy bien allí.
—Siga hablándome de Molly o Margaret Preston-Grey. ¿Le recuerda esta chica a su madre?
—No. No se parecen. Yo creo que Molly era más emotiva que su hija.
—Tengo entendido que había una hermana gemela. ¿Se encontraba en el mismo pensionnat?
—No. Pudo haber estado allí porque, naturalmente, era de la misma edad. Me parece que se encontraba en otro sitio, en Inglaterra. No me es posible asegurar nada en este sentido. Vi a esa hermana, o Dolly, en una o dos ocasiones. Desde luego, por entonces era exactamente igual que Molly… Bueno, no habían empezado a diferenciarse todavía, mediante los peinados y los vestidos, como ocurre por regla general con los hermanos gemelos al crecer…
»Creo que Molly sentía un gran cariño por su hermana Dolly, pero no hablaba mucho de ella. Tengo la impresión (ahora, ¿eh?, en aquellas fechas, no), tengo la impresión de que algo le ocurría a Dolly. Se habló esporádicamente de alguna enfermedad, de un viaje para someterla a un tratamiento no se dónde. Una vez me pregunté si estaría inválida. En cierta ocasión una tía suya se hizo acompañar por ella, para realizar un viaje por mar, esperando que con esto mejorase su salud —la señora Oliver movió la cabeza—. No acierto a concretar más. Quiero recordar que Molly le tenía mucho afecto y que le habría gustado hacer lo que fuese para protegerla… Estas frases deshilvanadas se le habrán antojado a usted un montón de insensateces, ¿eh?
—En absoluto —contestó Poirot.
—Otras veces, Molly rehuía hablar con nosotras de su hermana, contándonos cosas, en cambio, de sus padres. Los quería mucho. Su madre se presentó en París, a verla. Era una mujer muy agradable, pero nada extraordinaria, exteriormente. Era, simplemente, una mujer agradable, callada, cortés.
—Ya. Así que no puede usted echarme una mano en este terreno… ¿No tenían amigos?
—Frecuentábamos poco las amistades masculinas —declaró la señora Oliver—. Entonces no pasaba lo que hoy. Ahora, chicos y chicas se tratan más…
»De vuelta a nuestras casas, nos separamos. Creo que Molly fue a reunirse con sus padres, que se hallaban en el extranjero. No estaban en la India, desde luego… Me parece que se encontraban en Egipto. Él pertenecía entonces al Servicio Diplomático, me figuro. Estuvieron también en Suecia. Y posteriormente, en las Bermudas, en las Indias Occidentales. El padre desempeñaba el cargo de gobernador u otro por el estilo. Bueno, estas cosas son difíciles de recordar. Se recuerdan mejor las naderías, a veces… Bien. Supongo que la señora Burton-Cox está al llegar. Me pregunto cómo reaccionará esa mujer ante usted.
Poirot consultó su reloj.
—Pronto tendremos ocasión de verlo.
—¿Nos queda algo por hablar? —inquirió la señora Oliver—. Ya le he dicho antes que he terminado con los elefantes.
—¡Ah! Pero pudiera ser muy bien que los elefantes no hubiesen terminado todavía con usted.
Sonó de nuevo el timbre de la puerta. La señora Oliver y Poirot intercambiaron una mirada.
—Aquí está —dijo ella.
La señora Oliver abandonó la estancia. Poirot oyó un rumor de conversación. Seguidamente, regresó la señora Oliver, precedida por la figura más bien maciza de la señora Burton-Cox.
—¡Qué piso tan bonito tiene usted! —exclamó ésta—. Ha sido muy amable al concederme unos minutos de su valioso tiempo. He venido a verla con mucho gusto.
Sus ojos se detuvieron en Hércules Poirot. En su cara se dibujó una expresión de sorpresa. Por un momento, la mirada de la señora Burton-Cox fue desde el piano que había junto a la ventana a la figura del hombre y desde éste a aquél. La señora Oliver pensó que la visitante acababa de tomar a Poirot por un afinador de pianos. Se apresuró a quitarle de la cabeza esta idea.
—Deseo presentarle al señor Hércules Poirot —dijo.
Poirot avanzó hacia la señora Burton-Cox, inclinándose sobre su mano.
—Le tengo por la única persona capaz de ayudarle… Me refiero a lo que el otro día me preguntó, relacionado con mi ahijada, Celia Ravenscroft.
—¡Oh, sí! He de darle las gracias por acordarse de eso. Abrigué desde un principio la esperanza de poder ampliar mis conocimientos sobre el caso.
—No me ha sonreído la suerte, a decir verdad —contestó la señora Oliver—. Por tal motivo, rogué al señor Poirot que hablara con usted. El señor Poirot es un hombre maravilloso, una de las figuras más destacadas dentro de su profesión. Me sería imposible enumerar todos los amigos míos a quienes él ayudó. Tampoco soy capaz de relacionar los muchos enigmas que ha esclarecido.
La señora Burton-Cox escuchó este breve discurso en silencio. Intentaba, evidentemente, hacerse cargo de la situación. La señora Oliver le indicó una silla, diciéndole:
—¿Qué va usted a tomar? ¿Una copita de jerez? Es demasiado tarde para un té, desde luego. ¿O prefiere un cóctel?
—Una copa de jerez, muchas gracias.
—¿Monsieur Poirot?
—Yo, lo mismo.
La señora Oliver se sintió íntimamente agradecida por el hecho de que él no hubiera pedido Sirop de Cassis o uno de sus predilectos jugos de frutas. Colocó sobre la mesa tres copas y una botella.