—Sí. Y, al parecer, todo se vio normal. Normales eran los testamentos de los desaparecidos. Muerto uno, el dinero pasaba al otro. La esposa dejaba su dinero al esposo y éste a aquélla. Ninguno de los dos se benefició con la tragedia porque los dos murieron. En consecuencia, los que se beneficiaban era Celia, la hija, y el hijo, Edward, en la actualidad, según tengo entendido, en una Universidad extranjera.
—Por ahí —afirmó la señora Oliver— no sacaremos nada. Los chicos no se encontraban en el lugar del hecho ni pudieron haber tenido relación con él.
—Muy cierto —manifestó Poirot—. Hay que volver atrás, remontarse más y más en el tiempo, estudiar si existió algún móvil de tipo financiero, o algo significativo, aunque sea de otro corte.
—Bueno, no vaya a pedirme que me ocupe yo de eso —solicitó la señora Oliver—. No estoy cualificada para esa tarea. No veo ya, además, la manera de abordar de nuevo a mis elefantes con fruto.
—No piense en ello. Lo que sí vería yo conveniente es que se centrase en la cuestión de las pelucas.
—¿En las pelucas?
—En el detallado informe de la policía que pude consultar se habla de los suministradores de las pelucas, una prestigiosa firma de peluqueros con establecimiento en Londres, en el Bond Street. Más tarde, esa tienda se cerró y el negocio fue continuado en otra parte. Dos de los socios de los primeros tiempos siguieron con las mismas actividades, aunque tengo entendido que posteriormente se retiraron. No sé… Yo tengo aquí las señas de uno de los principales peluqueros y se me antoja que estas pesquisas resultarán mejor orientadas si se ocupa de ellas una mujer.
—Yo, ¿no? —inquirió la señora Oliver.
—Sí. Usted.
—De acuerdo. ¿Qué es lo que quiere que haga?
—Vaya usted a Cheltenham, a las señas que le daré. Se entrevistará con una tal madame Rosentelle. Es Un mujer que dejó atrás ya la juventud y que fue una hábil elaboradora de adornos para los cabellos. Creo que se casó con un hombre de la misma profesión, un peluquero especializado en los problemas derivados de la calvicie femenina.
—¡Dios mío! ¡Y qué encargos me da usted! —exclamó la señora Oliver—. ¿Usted cree que se acordarán de algo?
—Los elefantes disfrutan de una memoria excelente —declaró Hércules Poirot.
—¡Oh! ¿Y a quién se dispone usted interrogar? ¿Al doctor de que acaba de hablarme?
—Para empezar, sí.
—¿Y qué cree usted que va a recordar el hombre?
—No se acordará de muchas cosas, sin duda —convino Poirot—. Pero es posible que haya oído hablar de cierto accidente. Debió de ser un caso notable, que sonara mucho. Tiene que existir mucha información sobre él.
—¿Está usted pensando en la hermana gemela?
—Sí. Por lo que he oído referir en relación con ella, hubo dos accidentes. El primero cuando era una joven madre y vivía en el país, en Hatters Green, me parece. Más tarde, cuando se encontraba en Malaya. Cada uno de estos accidentes se tradujo en la muerte de un niño. Pudiera enterarme de algo acerca de…
—Usted se imagina, según veo, que por el hecho de ser hermanas gemelas, Molly podía haber sufrido alguna deficiencia de tipo mental. Desecho esa hipótesis. En Molly no se veía nada raro. Era afectuosa, muy sensible, muy bonita también… ¡Oh! Era una mujer extraordinariamente agradable.
—Sí, no lo dudo. Por añadidura, parecía ser completamente feliz.
—Era feliz, muy feliz, en efecto. Por supuesto, yo no la traté en los últimos años de su vida, por vivir en el extranjero. Ahora bien, siempre que, de tarde en tarde, recibía una carta suya, pensaba que era muy dichosa.
—Usted no llegó a conocer a la hermana gemela, ¿verdad?
—No. Bueno, creo que estaba… Con franqueza: se hallaba en una institución de no sé qué clase. Es lo que me dijo Molly en las raras ocasiones en que nos vimos. No estuvo en la boda de Molly. Hubiera debido figurar, por lo menos, en la corte de honor de la novia.
—He aquí un hecho de los más extraños.
—No sé qué va usted a sacar de todo eso —declaró la señora Oliver.
—Una información más —contestó Poirot.
Capítulo XIV
EL DOCTOR WILLOUGHBY
Hércules Poirot se apeó del taxi, pagó al conductor, añadiendo una propina, comprobó la dirección consultando su agenda, sacó de un bolsillo un sobre dirigido al doctor Willoughby, subió por la escalera de la casa y oprimió el botón del timbre. Le abrió la puerta un criado. Al dar su nombre, Poirot fue informado de que el doctor Willoughby estaba esperándole.
Entró en una pequeña habitación, amueblada con mucho gusto, una de cuyas paredes quedaba oculta tras una estantería repleta de libros. Frente a la chimenea había dos sillones y en medio de ellos una mesita con algunos vasos y copas, aparte de un par de botellas.
El doctor Willoughby se puso en pie para saludar a su visitante. Era un hombre de edad situada entre los cincuenta y los setenta años, delgado, de frente muy despejada, de oscuros cabellos y penetrantes ojos grises. Estrechó la mano de Poirot y señaló a éste el sillón libre. Poirot le entregó la carta.
—¡Oh, sí!
El doctor abrió el sobre, leyendo la hoja que contenía, que dejó luego a un lado, sobre la mesita. Después, fijó la mirada con evidente interés en Poirot.
—El superintendente Garroway y un amigo mío del Home Office me han rogado que le atendiera en el asunto que le interesa —dijo el doctor.
—Es un gran favor el que solicito de usted. Existen razones que lo hacen importante para mí.
—¿Es importante para usted al cabo de tantos años como han pasado?
—Sí. Naturalmente, ya me hago cargo de que después de tanto tiempo puede haber olvidado ciertos detalles…
—No crea. Todo eso queda compensado por el interés que me inspiran determinados sectores de mi actividad profesional.
—Tengo entendido que su padre fue una autoridad, un gran especialista.
—En efecto. Había elaborado diversas teorías. Algunas de ellas quedaron probadas y fueron aceptadas. Otras no corrieron la misma suerte. Usted, concretamente, se interesa por un caso mental, ¿no?
—Me intereso exactamente por una mujer llamada Dorothea Preston-Grey.
—Sí. Era una mujer muy joven entonces. Yo ya seguía los trabajos de mi padre, aunque mis teorías y las suyas no estuvieran siempre de acuerdo. Llevó a cabo una labor notable y yo trabajé en colaboración con él en muchas ocasiones. Dorothea Preston-Grey había de convertirse después en la señora Jarrow, ¿no?
—Sí. Era una de las dos gemelas del apellido citado —señaló Poirot.
—Por aquellos días, la atención de mi padre se centraba en ese campo particular. Había elaborado un proyecto para estudiar las vidas, en general, de algunas parejas de hermanos gemelos. El estudio afectaba a los gemelos criados en el mismo ambiente y a los que, por ciertas circunstancias de la vida, se desarrollaban en medios distintos. Había que ver en qué quedaba su semejanza, en qué forma resultaban similares las cosas que les sucedían. Veíase cómo dos hermanas, o dos hermanos, casi siempre separados, acababan viviendo las mismas experiencias. El proyecto resultaba extraordinariamente interesante. Ahora, me parece que ésa no es la cuestión que usted aspira a desentrañar.
—No —manifestó Poirot, sencillamente—. Quiero referirme a un caso. Es decir, me intereso por una parte de él, relacionada con el accidente sufrido por un niño.
—Eso fue en Surrey, creo. Una zona agradable, preferida por mucha gente. Me parece que no queda muy lejos de Camberley. La señora Jarrow era una joven viuda en aquella época y tenía dos hijos pequeños. Su esposo había fallecido hacía poco, en accidente. A consecuencia de eso, ella…
—¿Sufrió alguna perturbación mental? —inquirió Poirot.