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—Ustedes suministraron las pelucas y la policía consideró que cuatro para una sola persona eran demasiadas pelucas. ¿O quizás es normal que quienes usan estos artículos dispongan de ellas en ese número?

—Lo corriente es que el usuario disponga de dos —contestó la señora Rosentelle—. Una es la que utiliza mientras la otra se halla en manos del peluquero para llevar a cabo alguna reforma o reparación.

—¿Se acuerda usted de la compra por lady Ravenscroft de sus dos pelucas extra?

—No fue ella a la tienda. Creo que había estado enferma o que se encontraba en un hospital. Se presentó en el establecimiento una joven francesa, su dama de compañía, me parece. Una chica muy agradable. Hablaba un inglés perfecto. Dio toda clase de detalles sobre las pelucas que deseaba adquirir, señalando colores de los cabellos y estilos de los peinados. Sí. Es curioso que recuerde eso tan bien. Supongo que será porque un mes más tarde, o mes y medio después, me vino a la memoria su visita con motivo del suicidio. Me imagino que a aquella señora los médicos no le darían esperanzas en cuanto a su recuperación y que a su esposo le horrorizaba la perspectiva de enfrentarse con la vida sin su mujer…

La señora Oliver movió la cabeza, con un gesto de tristeza, tras lo cual prosiguió el interrogatorio.

—Se trataba de pelucas distintas, ¿no?

—Sí. Había una con mechones grises; otra resultaba muy apropiada para fiestas y trajes de noche; otra tenía unos rizos recogidos… Era muy indicada para ser utilizada con sombrero. Lamenté no poder ver a lady Ravenscroft de nuevo. No sólo tuvo el problema de su enfermedad sino también la desgracia de perder a una hermana hacía poco. Una hermana gemela.

—Sí. Las hermanas gemelas suelen quererse mucho, ¿no? —inquirió la señora Oliver.

—Siempre dio la impresión de ser una mujer muy feliz anteriormente a todo eso —comentó la señora Rosentelle.

Las dos suspiraron. La señora Oliver cambió de tema.

—¿Cree usted que podré encontrar en su establecimiento una peluca que me vaya bien? —preguntó.

—Yo no se la aconsejaría… Tiene usted unos cabellos espléndidos, muy espesos, me parece apreciar… Me imagino… —Una leve sonrisa asomó a los labios de la señora Rosentelle— que disfruta ensayando cosas con ellos.

—Es usted muy inteligente. Se da cuenta de todo en seguida. Es verdad. Me gusta variar, hacer experimentos… Se divierte una así.

—Lo mismo le pasa con otras cosas de la vida, ¿eh?

—Sí. Supongo que lo bueno está en no saber nunca lo que va a venir después.

—Conozco esa sensación —manifestó la señora Rosentelle—. Es precisamente la que lleva a muchas personas de una preocupación a otra.

Capítulo XVI

EL SEÑOR GOBY INFORMA

El señor Goby entró en la habitación, sentándose en la silla de costumbre, que ya Poirot le había señalado. Miró a su alrededor antes de escoger el mueble o parte de la estancia a los que iba a dirigirse. Habíase acomodado, como en ocasiones anteriores, cerca del calefactor eléctrico, apagado en aquella época del año. El señor Goby no se había dirigido nunca en estos casos al ser humano para quien trabajaba. Escogía siempre una repisa, un radiador, el televisor, un reloj y, a veces, una alfombra, en los que centrar sus miradas.

De una cartera de mano extrajo varios papeles.

—Bien —dijo Hércules Poirot—. ¿Tiene algo para mí?

—He recogido varios detalles —contestó el señor Goby.

El señor Goby era famoso en Londres, en Inglaterra, probablemente, y más allá de sus fronteras, quizá, como suministrador de informaciones. ¿Cómo llevaba a cabo sus continuos milagros? Nadie lo sabía, en realidad. Se valía de unos colaboradores, muy pocos. A veces se quejaba de que sus «piernas», como llamaba a aquéllos, no fueran tan eficientes como en otros tiempos. Pero los resultados de su labor todavía dejaban atónitos a quienes le encargaban algo.

—La señora Burton-Cox…

Pronunció estas palabras como si se hubiese encontrado en lo alto de un pulpito, comenzando una lectura. Igual hubiera podido decir: «Versículo tercero, capítulo cuarto del Libro de Isaías».

—La señora Burton-Cox —repitió—. Casada con Cecil Aldbury, fabricante de botones en gran escala. Un hombre rico. Desarrolló actividades políticas, siendo miembro del Parlamento por Little Stansmore. Cecil Aldbury murió en un accidente de automóvil cuatro años después de haberse casado. El único hijo del matrimonio murió a consecuencia de un accidente poco más tarde. Los bienes del señor Aldbury pasaron a su esposa. No había tanto dinero como se figuraron algunos por el hecho de que el negocio no había marchado bien en los últimos años.

»El señor Aldbury dejó también una considerable suma de dinero a la señorita Kathleen Fenn, con la que parecía haber tenido relaciones íntimas, dato completamente desconocido para la esposa. La señora Burton-Cox continuó con su carrera política. Tres años más tarde adoptaba a un niño dado a luz por Kathleen Fenn. Ésta insistió en que el padre del mismo era el difunto señor Aldbury. A juzgar por lo que he averiguado en el curso de mis indagaciones, eso resultaba bastante difícil de aceptar —declaró el señor Goby—, puesto que la señorita Fenn tenía muchas relaciones. Sus amigos eran, habitualmente, caballeros de sobrados medios, muy generosos…

—Continúe —dijo Poirot.

—La señora Aldbury, como era llamada ella entonces, adoptó la criatura. Poco más tarde contrajo matrimonio con el comandante Burton-Cox. La señorita Kathleen Fenn, con el tiempo, se convirtió en una actriz de gran éxito. También triunfó en el mundo «pop» como cantante. Ganó mucho dinero. Luego, escribió a la señora Burton-Cox, diciéndole que deseaba hacerse cargo de nuevo de su hijo. Ésta se negó a complacerla.

»Según mis informes, la señora Burton-Cox había estado viviendo muy bien después de la muerte de su esposo, el comandante, en Malaya. Él le había dejado dinero suficiente para que no tuviera preocupaciones de tipo económico. Otra información conseguida: la señorita Kathleen Fenn, que falleció hace unos dieciocho meses, dictó testamento, en virtud del cual toda su fortuna, bastante elevada, pasa a su hijo natural Desmond, en la actualidad llamado Desmond Burton-Cox.

—Una mujer generosa —comentó Poirot—. ¿De qué murió la señorita Fenn?

—De leucemia, ha comunicado mi informador.

—¿Y ha pasado ya al joven el dinero de su verdadera madre?

—Entrará en posesión de él cuando cumpla los veinticinco años de edad.

—Se convertirá, pues, en un hombre independiente económicamente, merced a esa inesperada fortuna. ¿Cómo ha marchado últimamente la señora Burton-Cox?

—Sé que no ha tenido mucha suerte en sus inversiones de los últimos tiempos. Dispone de dinero suficiente para ir viviendo, sin hacer muchos dispendios.

—¿Ha hecho testamento Desmond? —preguntó Poirot.

—No conozco ese extremo todavía, pero dispongo de medios para averiguar si se ha dado tal paso. En cuanto conozca el dato con certeza lo pondré en su conocimiento.

El señor Goby se despidió de Poirot con su gesto ausente habitual, dedicando una ligera reverencia al calefactor eléctrico.

Una hora y media después, aproximadamente, sonó el timbre del teléfono.

Hércules Poirot tenía delante una hoja de papel en la que estaba haciendo unas anotaciones. De vez en cuando fruncía el ceño y se retorcía las puntas de su bigote, tachaba una frase o una palabra…

Al sonar el timbre del teléfono se apresuró a atender la llamada.

—Gracias —dijo después de escuchar unos momentos a su comunicante—. Esto ha sido rápido. Sí, se lo agradezco. La verdad es que a veces no me explico cómo se las arregla usted para dar con esas cosas… Sí, eso plantea una situación clara. Da sentido a lo que parecía no tenerlo… Sí… Supongo… Sí, le escucho… De modo que usted cree que ése es el caso. Sabe que fue adoptado… Pero nadie le ha dicho nunca quién era su verdadera madre. Sí… Ya. Muy bien. ¿Piensa usted aclarar el otro punto también? Perfectamente. Gracias.